10 oct 2011

Sahumerio del 8 de Octubre

María Stma. de los Dolores Coronada. Foto: Álvaro Simón Quero.


¿Saben de esas nebulosas formadas por cientos y cientos de pequeños pájaros? Que vuelan en bandada y dibujan en el cielo fluctuantes masas; que cambian armoniosamente de forma y tamaño. Son un prodigio de la naturaleza, por cuanto que implican a un número impresionante de criaturas y dependen de leyes físicas y del factor aleatorio. Anoche en Calle Sagasta se formaron varios de esos remolinos mágicos, espesos y cambiantes, jugueteando con el aire templado de octubre; solo que en lugar de pájaros, se trataba de los incontables pétalos de quinientas docenas de claveles deshojados. Algo nunca visto en Málaga; o si suena muy pretencioso, algo que jamás han disfrutado mis retinas. Quizá el regalo más hermoso a la Virgen de los Dolores en el aniversario de su Coronación Canónica.

No tenía precio atisbarla llegar desde Félix Saenz con el ave maría cantado de Encarnación Coronada -¿quién no repite esa oración muy bajito, para sus adentros, apenas despegando los labios, si siente a los portadores rezarle a la Señora?-. Bajo el recoleto y airoso edificio art decó, la algarabía se nos ceñía a los corazones, prevenidos como estábamos de algo sin precedentes que se iba a producir. La banda de música de la cofradía toca Pasan los campanilleros, y la dolorosa de San Pedro, que todo lo que roza lo vuelve elegante, avanza bajo esa lluvia impensable, entre los olés entusiastas del gentío -que no sabe a dónde mirar, desconcertado-. Lo que duró unos minutos el alma lo encoge a la sensación de unos segundos, para golpearnos en la certeza de que la belleza es algo efímero a lo que no podemos asirnos. Unos instantes después podía pisarse esa alfombra mullida, todavía en la incredulidad de lo visto y sentido. El manto de Esperanza Elena Caro, refulgente tras la restauración, quedaba ahogado en la espesura blancuzca y rizada, como tras una nevada.

Y es solo un fotograma de la noche esplendorosa de ayer; un recuerdo al que aferrarse para adornarlo con el paso de los años y -sabiéndolo irrepetible- encajarlo en esa magnífica mitología cofrade que construimos a base de las propias vivencias y la sabiduría popular. Aquella petalada, la de Calle Sagasta, toda la primavera que a la Virgen le fue velada en su Miércoles Santo -por mor de la lluvia- y devuelta en justicia multiplicada, sabedores de que nunca es bastante. Hipérbole malagueña donde las haya.

Ahora queda el regusto repartido en pequeños soplos de lo que fueron la mañana, el mediodía, la tarde, la noche y la madrugada. Vivido con la intensidad que sólo se dedica en Semana Santa -el alma confundida desde hacía unos días, por si en realidad se estaba en una extraña cuaresma-. Las plantas doloridas al dejar la Virgen recogerse en su casa, el ánimo exaltado tras el reencuentro con los cofrades de toda la vida, los buenos amigos, las conversaciones animadas... La sensación de haber recorrido el borde incierto de un Miércoles Santo arrebatado.



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