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La casa de Nazaret. Fotografía: Pepe Gómez. |
Llega el adviento. Con
él, la hermosísima tradición -singularmente arraigada en España-
de montar el Belén para rememorar, de un modo entrañable, el
nacimiento del Mesías. Del humilde misterio de figuras de barro a
los suntuosos pesebres napolitanos hay un auténtico trecho; pero si
en algún sentido se podían traspasar las fronteras de lo imaginable
es de seguro con nuestro espléndido Belén catedralicio. Sin duda,
todos conocemos otras iniciativas de inconfundible sabor cofrade
-como el precioso nacimiento que posee la hermandad del Calvario, con
algunas imágenes de vestir de Antonio Eslava- y hasta alguna
referencia importante de nacimientos realizados con tallas de
candelero de tamaño natural -como el que se instala anualmente en el
presbiterio de la iglesia de la Anunciación de Sevilla, con
figurantes de los misterios de las cofradías del Valle y del Amor-.
Con todo y con eso, podemos afirmar sin miedo a excedernos que el
Belén de la Catedral de la Encarnación de Málaga, en que la
participación de las cofradías es condición sine qua non,
ha configurado un modelo de excelencia muy difícil de igualar. La
calidad en que el mensaje es expuesto, la dignidad y el verismo con
que las escenas son representadas, lo hacen digno de ser a un tiempo
catequesis y experiencia lúdica. Igual sirve de oratorio para
nuestro obispo, quien encuentra en los dioramas un espejo leal a los
evangelios; que satisface el gusto esteta y barroco de los
capillitas; que enternece y emociona a familias completas,
donde el relato de la Navidad se torna una vívida emoción sensorial
que llega a lo más profundo, por auténtico. Algo tan efímero y sin
embargo con tantísimo poder de persuasión, intrínsecamente
arraigado en la vocación barroca de las hermandades de penitencia
-jugando con su retórica, su forma de hablarle de Dios al pueblo-,
pero también afianzado en un lúcido concepto de modernidad
-asentándose en términos museológicos y escenográficos de primer
nivel- que sostiene un equilibrio perfecto.
Lo singular es que un
montaje de esta envergadura surgiese de un modo tan espontáneo hace
tan sólo un año. Más todavía el hecho de que el verdadero acicate
fue la imposibilidad de contar con un belén en la navidad de 2011.
Si el hambre agudiza el ingenio, carencias como aquella espolearon el
ánimo y la voluntad del equipo de profesionales `Esirtu Group´, con
el cofrade de la Expiración Juan Carlos Estrada al frente. Fue a
iniciativa de esta empresa de gestión cultural -que asimismo
organiza otros eventos para el ente catedralicio- que el proyecto
pudo fraguarse, contando para ello con un apoyo sin precedentes del
Cabildo de la Catedral.
Sería injusto no añadir
aquí que la participación de las cofradías, cediendo temporalmente
una parte de su patrimonio procesional -las imágenes secundarias de
los grupos escultóricos-, es una muestra de generosidad plena.
Aclaremos además que para la configuración de este particularísimo
belén se prescinde de las imágenes que habitualmente se encuentran
expuestas al culto público; tan sólo se solicitan a las
corporaciones nazarenas aquellas efigies que se conservan fuera del
templo, por una evidente cuestión de respeto hacia las devociones.
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Rafael de las Peñas, vestidor de las imágenes del Belén.
Fotografía: Pepe Gómez. |
Para la labor artística,
que es un porcentaje altísimo del éxito de esta propuesta, se ha
confiado en dos cofrades cuyo buen hacer les precede en méritos y
consecuciones. Miguel Ángel Blanco y Rafael de las Peñas, en un
mano a mano sin parangón, conjugan sus respectivas habilidades para
que se conciten magnificencia y perfeccionismo a partes iguales. De
tal seguridad es la apuesta que una vez más -en esta segunda
edición- se ha recurrido a los mismos artífices. Y lejos de
repetirse, nos han lanzado unas interesantísimas e inhabituales
propuestas. De un lado, Miguel Ángel Blanco combina la experiencia
atesorada en el medio televisivo con la vocación personal y
autodidacta en el belenismo, sin olvidar las numerosas incursiones en
el ámbito del montaje de exposiciones. De ahí se entiende que a
todo el belén lo inspire un singular espíritu escenográfico que va
más allá del diorama. Aspectos decisivos como la distribución de
los elementos, la propia concepción de los espacios, la génesis de
una atmósfera y la iluminación se cuidan al detalle, dando lugar a
unos escenarios en que la historia sagrada cobra la fuerza de un
realismo inusitado. Por su parte, Rafael de las Peñas atesora la
evidente virtud de un atrezzista consagrado. Como vestidor, alcanza
innegables cotas de virtuosismo, consiguiendo siempre el efecto de
completar el trabajo del imaginero. El difícil asunto de seleccionar
las imágenes, resolver el diálogo que deban sostener, transmutarlas
en otros personajes muy alejados de aquél en que fueron ideados, es
quizá el trabajo sobre el que se cimenta todo lo demás. Sin ese
difícil proceso de visualización, nos encontraríamos ante unas
escenas inertes. Nada más lejos de la viveza y la veracidad que
encontramos aquí.
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Miguel Ángel Blanco, responsable de la escenografía del Belén.
Fotografía: Pepe Gómez. |
El belén se ha
compuesto, de nuevo, en una suerte de trilogía temática que
pretende entrelazar el discurso bíblico con el imaginario
belenístico tradicional. Así, los tres espacios se han organizado
entre los canceles de las puertas laterales de la fachada principal,
constituyendo el central de ellos el más espacioso y utilizando como
parte de su propia escenografía el mismo molduraje lignario de la
puerta principal. El conveniente entelado superior aísla las escenas
de cualquier luz externa, consiguiendo un extraordinario control
sobre la intimista y especial iluminación de las mismas.
ESCENA 1.
“Por
aquellos días Augusto César decretó que se levantara un censo en
todo el imperio romano. Este primer censo se efectuó cuando Cirenio
gobernaba en Siria. Así que iban todos a inscribirse, cada cual a su
propio pueblo.
También
José, que era descendiente del Rey David, subió de Nazaret, ciudad
de Galilea, a Judea. Fue a Belén, la ciudad de David, para
inscribirse junto con María su esposa. Ella se encontraba encinta y,
mientras estaban allí, se cumplió el tiempo. Así que dio a luz a
su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un
pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada.”
Lucas 2,
1-7.
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Pidiendo posada. Fotografía: Pepe Gómez. |
El primer cuadro que encontramos es una secuencia
intimista bañada por la azulada luz de la luna. La austera fachada
de una posada cualquiera en Belén sirve de fondo a la llegada de la
Virgen María, encinta, acompañada de su esposo. El instante que
presenciamos no es sino el elocuente diálogo sostenido por San José
y el hosco posadero, quien asevera con firme ademán no tener sitio
en el mesón.
Sirviendo
a la estudiada orquestación de los affetti,
encontramos como protagonista del sagrado misterio a una de las
mujeres que procesionan habitualmente en el trono de la Salutación.
Obra del imaginero sevillano Antonio Dubé de Luque del año 1993, se
trata de una talla de candelero que se sitúa habitualmente postrada
de rodillas junto a la Santa mujer Verónica, en actitud llorosa e
implorante -acomodándose al momento evangélico que representa:
“Hijas
de Jerusalem, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y
por vuestros hijos” (Lucas 23, 28)-.
En consecuencia, el gesto de desconsuelo se adapta verazmente a la
difícil circunstancia de no encontrar acomodo a pesar de cernirse el
parto.
Junto a ella, la imagen de San Pedro del grupo
escultórico del Rescate (1954) ocupa ahora el lugar de esposo de la
Virgen. La expresión de rabia contenida del apóstol al presenciar
la traición de Judas ha devenido aquí en urgencia y apremio, ya que
mira fijamente al posadero a la espera de una respuesta convincente.
El visaje algo desabrido se dulcifica sin embargo por el entrañable
gesto protector de confortar a María. Si algo en especial cabría
destacarse en esta escena son precisamente las obvias cualidades
teatrales de las imágenes secundarias del tallista Antonio Castillo
Lastrucci, autor del grupo escultórico al completo de la cofradía
victoriana.
Finalmente, y como áspero posadero, encontramos a uno
de los soldados romanos del misterio de la Sentencia (realizado en
1936 por José Martín Simón, autor del Cristo de la Sentencia, pero
transformado años después en imagen de vestir al igual que el resto
del grupo por Pedro Pérez Hidalgo), cuya tez tostada nos sitúa
geográficamente. Una vez despojado del uniforme y la insignia
militar relativa a su rango, la pose se ajusta a la perfección al
hecho de apoyarse en la jamba de una puerta mientras con la otra mano
ofrece evasivas.
ESCENA 2.
“Nacido Jesús en Belén de
Judea, en tiempo del rey Herodes, unos magos que venían del Oriente
se presentaron en Jerusalén, diciendo: «¿Dónde está el Rey de
los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y
hemos venido a adorarle.» En oyéndolo, el rey Herodes se sobresaltó
y con él toda Jerusalén. Convocó a todos los sumos sacerdotes y
escribas del pueblo, y por ellos se estuvo informando del lugar donde
había de nacer el Cristo. Ellos le dijeron: «En Belén de Judea,
porque así está escrito por medio del profeta: Y tú, Belén,
tierra de Judá, no eres, no, la menor entre los principales clanes
de Judá; porque de ti saldrá un caudillo que apacentará a mi
pueblo Israel.»
Y entonces Herodes llamó aparte
a los magos y por sus datos precisó el tiempo de la aparición de la
estrella. Después, enviándolos a Belén, les dijo: «Id e indagad
cuidadosamente sobre ese niño; y cuando le encontréis,
comunicádmelo, para ir también yo a adorarle.»”
Mateo 2,
1-8.
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Los magos ante Herodes. Fotografía: Pepe Gómez. |
En
un despliegue de suntuosidad, se abre al espectador la segunda de las
escenas en el imaginado salón de trono del palacio del rey Herodes
en Jerusalem. Ya que la iconografía artística ha sido muy parca en
la representación plástica de ese momento de los evangelios -algo
más prolífica en escuetos capiteles y arquivoltas románicos-, todo
viene a ser producto de la inventiva de los artífices de este belén.
La estancia se sirve del espléndido telón que constituye el
maderaje de las puertas de la catedral y se jalona de fragmentos de
un añejo retablo que en su día fue desmontado de la capilla de las
Ánimas de la parroquia de San Juan. Tapizando todo el suelo y el
escabel del trono, una alfombra barroca de grandes dimensiones
contribuye al efectismo palaciego; al igual que el resto del
mobiliario empleado -sitiales y bancos-, forma parte del vasto
patrimonio de la basílica. Las bambalinas de un palio de respeto
hacen las veces de regio dosel, mientras que dos ampulosos cortinajes
de terciopelo carmesí abrazan el diáfano frente escénico.
Aguamaniles, cálices, jarras y otros enseres litúrgicos de
interesante factura enriquecen el atrezzo.
Probablemente,
lo más encomiable de esta escena -al margen del efectismo
compositivo- sean las propias vestiduras de los personajes regios
(Herodes y los Magos), en las que se han empleado numerosos efectos
litúrgicos del ropero de la catedral. Casullas, dalmáticas, capas
pluviales y otros ornamentos similares, elaborados a partir de
riquísimos tejidos -en los que prolifera el brocado con hilo de oro
y algunos bordados-, dan vida a este capítulo de los textos
sagrados. Y ello se produce sin que sean evidentes como ropas
litúrgicas. Tal es la magia del alfiler aquí derrochada, que
consigue una auténtica transfiguración del aderezo para servir a
otros fines.
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Melchor y Baltasar. Fotografía: Pepe Gómez. |
Presidiendo
una suerte de audiencia, la figura mayestática de Herodes se
encuentra encarnada en uno de los apóstoles del grupo de la Sagrada
Cena (San Judas Tadeo, realizado por Álvarez Duarte en 1971), que
conserva su posición sedente y observa a los Magos de oriente con
cierto aire displicente, producto de su nueva ubicación y el gesto
expresivo de las manos. A un lado, uno de los sayones de la guardia
judía pertenecientes al misterio del Dulce Nombre (Antonio Bernal,
2002) conserva toda su impronta procesional para ajustarse con
acierto a la lógica de lo representado. Al otro, el esclavo de
Poncio Pilatos que aparece en el trono de la Sentencia (del grupo
ejecutado por Martín Simón en 1936 y reformado por Pérez Hidalgo)
mantiene aquí idéntica función, al sostener una bandeja con
enseres.
Al
grupo escultórico de la Cena pertenece también la imagen que
representa a Melchor (San Pedro, también de Duarte y de 1971), cuyas
facciones de hombre maduro y barbado encajan rigurosamente en la
tradición iconográfica del rey. Baltasar, por su parte, es el
escriba del misterio de la Sentencia (y de los mismos autores ya
reseñados). Especialmente impactante resulta una novedosa
interpretación iconográfica del rey Gaspar, en cuya piel se
introduce el centurión romano del grupo escultórico de la
Salutación (obra de Navarro Arteaga de 1997), aportando la frescura
de la juventud y una apremiante actitud de aplomo y determinación.
ESCENA
3.
“Y vino y habitó en la ciudad
que se llama Nazaret, para que se cumpliese lo que fue dicho por los
profetas, que habría de ser llamado nazareno.”
Mateo 1,
22-23.
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La Virgen con el Niño. Fotografía: Pepe Gómez. |
La tercera es sin duda la escena esperada por
todos. La mente deduce rápidamente que nos encontramos en el
pesebre, aún en Belén, donde María acuna al Niño de Dios y San
José les acompaña en una perenne y abnegada vigilia. Sin embargo, y
a la luz de la información que acompaña al diorama, todo transcurre
en un austero interior doméstico que se ha identificado como la casa
de la Sagrada Familia en Nazaret. De este modo, la escena figurada
pertenece a los días en que María y José, ya de vuelta del
empadronamiento, descansan del viaje. Aún así, podemos observar
como -aún no siendo el portal de Belén- el matrimonio y su Hijo
reciben todavía la visita de algunos aldeanos.
Rompiendo fugazmente con el modus operandi del
resto del montaje, en esta ocasión tenemos la oportunidad de
contemplar un par de imágenes de nueva factura realizadas muy
recientemente por el imaginero malagueño Juan Vega Ortega. Nos
referimos expresamente a la imagen de María -de elegantes y
armoniosas facciones- y a la del Niño Jesús, el pormenorizado
estudio naturalista de un niño dormido, que por la autenticidad de
la postura y el gesto relajado atrapa toda la atención del
espectador. María se encuentra ataviada según la tradición clásica
de las artes -vestido color jacinto y manto azul, amén de un liviano
velo de tul blanco-, y recostada con delicadeza sobre un lecho
revestido con sábanas antiguas bordadas que nunca han sido
estrenadas -según nos cuenta su propietario, el propio Miguel Ángel
Blanco-. Para el papel de San José, el elegido ha sido el apóstol
Santiago del grupo escultórico del Rescate (Antonio
Castillo Lastrucci, 1954), que transforma aquí el pasmo ante la
escena del beso de Judas en un candoroso semblante, entre abrumado y
meditabundo, harto apropiado para el momento en cuestión.
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Detalle de la casa de Nazaret. Fotografía: Pepe Gómez. |
Como
si acabasen de irrumpir en la estancia, una mujer y el que parece ser
su nieto se acercan con sigilo al íntimo reposo. Se trata de la
mujer acusadora perteneciente también al grupo de la hermandad
capuchinera del Dulce Nombre (Antonio Bernal,
2003), que parece permutar el agrio rictus convirtiéndose en una
entrañable anciana por obra y gracia del atrezzo y la disposición;
y de uno de los niños que Navarro Arteaga tallase en 1990 para el
misterio de la entrada en Jerusalem (Pollinica). Al fondo, tras una
ventana, un vecino de Nazaret observa desde fuera el sosegado grupo
en un contenido misticismo. Se trata de la figura de José de
Arimatea, perteneciente al grupo escultórico del Monte Calvario
(Juan Manuel García Palomo, 1995).
Con esta última mirada a la frágil privacidad de
María y José con su divino retoño, grabada en nuestras retinas
como un cuadro de Murillo, dejaremos que bullan en nuestro interior
las palabras recogidas en el Evangelio de Mateo:
“Todo esto aconteció para que
se cumpliese lo dicho por el Señor por medio del profeta, cuando
dijo: He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y
llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros.”
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