17 dic 2012

Se armó el belén


Portal de Belén de la Hermandad del Calvario, Museo Revello de Toro.
Fotografía: Pepe Gómez.


Qué fáciles somos de tambalear. ¿Tan livianos son nuestros cimientos? Después de toda una vida repitiendo tradiciones ancestrales, ¿de verdad unas cuantas elucubraciones sobrevenidas arremeterán con todo? Seguro que toda esta ingenuidad no es sino fingida, insuflada en el ánimo del chascarrillo. Todo me parece simpleza; la del que cree descubrirnos la pólvora iluminándonos acerca de cómo debió ser de veras la primera Navidad, y la del que adorna sus parrafadas con giros y retruécanos de habilidosa malicia, entorpeciendo más que otra cosa. O quiero pensar eso. Por aquí y por allá andan preguntándose no sólo si hay que desterrar a la pobre mula y al pobre buey del pesebre; también si sería adecuado colocar en el tejadillo del portal una estrella; o si cambiar los camellos de los Reyes Magos -que ni serán reyes, ni serán magos, ni vendrán de oriente, ni se llamarán Melchor, Gaspar y Baltasar... Ni siquiera serán tres- por montura más apropiada. Hasta los niños, alertados por algún telediario melodramático, comienzan a asegurar que Baltasar no era negro. Valientemente.

Que San Francisco de Asís nos asista, con su entrañable paciencia, que vuelva el rostro a nosotros y eche a reír. ¿Quién le iba a decir que improvisando aquel humilde nacimiento iba a provocar futuros debates teológicos que ni la transustanciación? A buen seguro que en su humildísima intención no anidaría el ánimo de promover doctrinas erráticas, ni mucho menos confundir al pueblo piadoso. Muy al contrario, animado por un corazón ansioso de evangelizar del modo más modesto pero convincente, allá por 1223 vino a decir: “Deseo celebrar la memoria del Niño que nació en Belén, y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno”. Todos conocemos, algo velada por el romanticismo de la pátina del tiempo, aquella entrañable Navidad en Greccio, en la que Francisco de Asís hizo partícipes a los aldeanos locales para que, entre todos, dieran vida al que se considera el primer Belén de la Historia. Y no hace falta ser un Einstein para concluir que el humilde Francisco sería un hombre de su tiempo, el medievo, poco viajado y con sencillas nociones de lo geográfico, lo histórico y lo climatológico. ¿Le haremos afrenta ahora por haber ideado su pesebre con aquella sencillez clarividente?

Luego ha sido la propia Iglesia la que ha visto con buenos ojos que el pueblo sabio lleve a sus casa el pequeño altar que es el nacimiento. Y el adorno de los ojos encendidos de amor ha puesto infinidad de invenciones que en Belén ni soñando encontraríamos. Pero es que el poder de los símbolos es invicto e inefable. Que no me cuenten historias de cometas ni supernovas, que no me confundan Tarsis con Tartessos; en definitiva, Virgencita, que todo se quede como está. Que cristianamente ya intuimos que todo lo que la liturgia ha instalado tras los siglos se afirma sobre la historia sagrada pero también sobre los símbolos. Y que éstos no son sino un eficaz método para universalizar mensajes.





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16 dic 2012

El Belén de la Catedral


La casa de Nazaret. Fotografía: Pepe Gómez.


Llega el adviento. Con él, la hermosísima tradición -singularmente arraigada en España- de montar el Belén para rememorar, de un modo entrañable, el nacimiento del Mesías. Del humilde misterio de figuras de barro a los suntuosos pesebres napolitanos hay un auténtico trecho; pero si en algún sentido se podían traspasar las fronteras de lo imaginable es de seguro con nuestro espléndido Belén catedralicio. Sin duda, todos conocemos otras iniciativas de inconfundible sabor cofrade -como el precioso nacimiento que posee la hermandad del Calvario, con algunas imágenes de vestir de Antonio Eslava- y hasta alguna referencia importante de nacimientos realizados con tallas de candelero de tamaño natural -como el que se instala anualmente en el presbiterio de la iglesia de la Anunciación de Sevilla, con figurantes de los misterios de las cofradías del Valle y del Amor-. Con todo y con eso, podemos afirmar sin miedo a excedernos que el Belén de la Catedral de la Encarnación de Málaga, en que la participación de las cofradías es condición sine qua non, ha configurado un modelo de excelencia muy difícil de igualar. La calidad en que el mensaje es expuesto, la dignidad y el verismo con que las escenas son representadas, lo hacen digno de ser a un tiempo catequesis y experiencia lúdica. Igual sirve de oratorio para nuestro obispo, quien encuentra en los dioramas un espejo leal a los evangelios; que satisface el gusto esteta y barroco de los capillitas; que enternece y emociona a familias completas, donde el relato de la Navidad se torna una vívida emoción sensorial que llega a lo más profundo, por auténtico. Algo tan efímero y sin embargo con tantísimo poder de persuasión, intrínsecamente arraigado en la vocación barroca de las hermandades de penitencia -jugando con su retórica, su forma de hablarle de Dios al pueblo-, pero también afianzado en un lúcido concepto de modernidad -asentándose en términos museológicos y escenográficos de primer nivel- que sostiene un equilibrio perfecto.

Lo singular es que un montaje de esta envergadura surgiese de un modo tan espontáneo hace tan sólo un año. Más todavía el hecho de que el verdadero acicate fue la imposibilidad de contar con un belén en la navidad de 2011. Si el hambre agudiza el ingenio, carencias como aquella espolearon el ánimo y la voluntad del equipo de profesionales `Esirtu Group´, con el cofrade de la Expiración Juan Carlos Estrada al frente. Fue a iniciativa de esta empresa de gestión cultural -que asimismo organiza otros eventos para el ente catedralicio- que el proyecto pudo fraguarse, contando para ello con un apoyo sin precedentes del Cabildo de la Catedral.

Sería injusto no añadir aquí que la participación de las cofradías, cediendo temporalmente una parte de su patrimonio procesional -las imágenes secundarias de los grupos escultóricos-, es una muestra de generosidad plena. Aclaremos además que para la configuración de este particularísimo belén se prescinde de las imágenes que habitualmente se encuentran expuestas al culto público; tan sólo se solicitan a las corporaciones nazarenas aquellas efigies que se conservan fuera del templo, por una evidente cuestión de respeto hacia las devociones.

Rafael de las Peñas, vestidor de las imágenes del Belén.
Fotografía: Pepe Gómez.
Para la labor artística, que es un porcentaje altísimo del éxito de esta propuesta, se ha confiado en dos cofrades cuyo buen hacer les precede en méritos y consecuciones. Miguel Ángel Blanco y Rafael de las Peñas, en un mano a mano sin parangón, conjugan sus respectivas habilidades para que se conciten magnificencia y perfeccionismo a partes iguales. De tal seguridad es la apuesta que una vez más -en esta segunda edición- se ha recurrido a los mismos artífices. Y lejos de repetirse, nos han lanzado unas interesantísimas e inhabituales propuestas. De un lado, Miguel Ángel Blanco combina la experiencia atesorada en el medio televisivo con la vocación personal y autodidacta en el belenismo, sin olvidar las numerosas incursiones en el ámbito del montaje de exposiciones. De ahí se entiende que a todo el belén lo inspire un singular espíritu escenográfico que va más allá del diorama. Aspectos decisivos como la distribución de los elementos, la propia concepción de los espacios, la génesis de una atmósfera y la iluminación se cuidan al detalle, dando lugar a unos escenarios en que la historia sagrada cobra la fuerza de un realismo inusitado. Por su parte, Rafael de las Peñas atesora la evidente virtud de un atrezzista consagrado. Como vestidor, alcanza innegables cotas de virtuosismo, consiguiendo siempre el efecto de completar el trabajo del imaginero. El difícil asunto de seleccionar las imágenes, resolver el diálogo que deban sostener, transmutarlas en otros personajes muy alejados de aquél en que fueron ideados, es quizá el trabajo sobre el que se cimenta todo lo demás. Sin ese difícil proceso de visualización, nos encontraríamos ante unas escenas inertes. Nada más lejos de la viveza y la veracidad que encontramos aquí.

Miguel Ángel Blanco, responsable de la escenografía del Belén.
Fotografía: Pepe Gómez.
El belén se ha compuesto, de nuevo, en una suerte de trilogía temática que pretende entrelazar el discurso bíblico con el imaginario belenístico tradicional. Así, los tres espacios se han organizado entre los canceles de las puertas laterales de la fachada principal, constituyendo el central de ellos el más espacioso y utilizando como parte de su propia escenografía el mismo molduraje lignario de la puerta principal. El conveniente entelado superior aísla las escenas de cualquier luz externa, consiguiendo un extraordinario control sobre la intimista y especial iluminación de las mismas.

ESCENA 1.

“Por aquellos días Augusto César decretó que se levantara un censo en todo el imperio romano. Este primer censo se efectuó cuando Cirenio gobernaba en Siria. Así que iban todos a inscribirse, cada cual a su propio pueblo.

También José, que era descendiente del Rey David, subió de Nazaret, ciudad de Galilea, a Judea. Fue a Belén, la ciudad de David, para inscribirse junto con María su esposa. Ella se encontraba encinta y, mientras estaban allí, se cumplió el tiempo. Así que dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada.”

Lucas 2, 1-7.

Pidiendo posada. Fotografía: Pepe Gómez.
El primer cuadro que encontramos es una secuencia intimista bañada por la azulada luz de la luna. La austera fachada de una posada cualquiera en Belén sirve de fondo a la llegada de la Virgen María, encinta, acompañada de su esposo. El instante que presenciamos no es sino el elocuente diálogo sostenido por San José y el hosco posadero, quien asevera con firme ademán no tener sitio en el mesón.

Sirviendo a la estudiada orquestación de los affetti, encontramos como protagonista del sagrado misterio a una de las mujeres que procesionan habitualmente en el trono de la Salutación. Obra del imaginero sevillano Antonio Dubé de Luque del año 1993, se trata de una talla de candelero que se sitúa habitualmente postrada de rodillas junto a la Santa mujer Verónica, en actitud llorosa e implorante -acomodándose al momento evangélico que representa: “Hijas de Jerusalem, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos” (Lucas 23, 28)-. En consecuencia, el gesto de desconsuelo se adapta verazmente a la difícil circunstancia de no encontrar acomodo a pesar de cernirse el parto.

Junto a ella, la imagen de San Pedro del grupo escultórico del Rescate (1954) ocupa ahora el lugar de esposo de la Virgen. La expresión de rabia contenida del apóstol al presenciar la traición de Judas ha devenido aquí en urgencia y apremio, ya que mira fijamente al posadero a la espera de una respuesta convincente. El visaje algo desabrido se dulcifica sin embargo por el entrañable gesto protector de confortar a María. Si algo en especial cabría destacarse en esta escena son precisamente las obvias cualidades teatrales de las imágenes secundarias del tallista Antonio Castillo Lastrucci, autor del grupo escultórico al completo de la cofradía victoriana.

Finalmente, y como áspero posadero, encontramos a uno de los soldados romanos del misterio de la Sentencia (realizado en 1936 por José Martín Simón, autor del Cristo de la Sentencia, pero transformado años después en imagen de vestir al igual que el resto del grupo por Pedro Pérez Hidalgo), cuya tez tostada nos sitúa geográficamente. Una vez despojado del uniforme y la insignia militar relativa a su rango, la pose se ajusta a la perfección al hecho de apoyarse en la jamba de una puerta mientras con la otra mano ofrece evasivas.

ESCENA 2.

“Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempo del rey Herodes, unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén, diciendo: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle.» En oyéndolo, el rey Herodes se sobresaltó y con él toda Jerusalén. Convocó a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, y por ellos se estuvo informando del lugar donde había de nacer el Cristo. Ellos le dijeron: «En Belén de Judea, porque así está escrito por medio del profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres, no, la menor entre los principales clanes de Judá; porque de ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo Israel.»

Y entonces Herodes llamó aparte a los magos y por sus datos precisó el tiempo de la aparición de la estrella. Después, enviándolos a Belén, les dijo: «Id e indagad cuidadosamente sobre ese niño; y cuando le encontréis, comunicádmelo, para ir también yo a adorarle.»”

Mateo 2, 1-8.

Los magos ante Herodes. Fotografía: Pepe Gómez.
En un despliegue de suntuosidad, se abre al espectador la segunda de las escenas en el imaginado salón de trono del palacio del rey Herodes en Jerusalem. Ya que la iconografía artística ha sido muy parca en la representación plástica de ese momento de los evangelios -algo más prolífica en escuetos capiteles y arquivoltas románicos-, todo viene a ser producto de la inventiva de los artífices de este belén. La estancia se sirve del espléndido telón que constituye el maderaje de las puertas de la catedral y se jalona de fragmentos de un añejo retablo que en su día fue desmontado de la capilla de las Ánimas de la parroquia de San Juan. Tapizando todo el suelo y el escabel del trono, una alfombra barroca de grandes dimensiones contribuye al efectismo palaciego; al igual que el resto del mobiliario empleado -sitiales y bancos-, forma parte del vasto patrimonio de la basílica. Las bambalinas de un palio de respeto hacen las veces de regio dosel, mientras que dos ampulosos cortinajes de terciopelo carmesí abrazan el diáfano frente escénico. Aguamaniles, cálices, jarras y otros enseres litúrgicos de interesante factura enriquecen el atrezzo.

Probablemente, lo más encomiable de esta escena -al margen del efectismo compositivo- sean las propias vestiduras de los personajes regios (Herodes y los Magos), en las que se han empleado numerosos efectos litúrgicos del ropero de la catedral. Casullas, dalmáticas, capas pluviales y otros ornamentos similares, elaborados a partir de riquísimos tejidos -en los que prolifera el brocado con hilo de oro y algunos bordados-, dan vida a este capítulo de los textos sagrados. Y ello se produce sin que sean evidentes como ropas litúrgicas. Tal es la magia del alfiler aquí derrochada, que consigue una auténtica transfiguración del aderezo para servir a otros fines.

Melchor y Baltasar. Fotografía: Pepe Gómez.
Presidiendo una suerte de audiencia, la figura mayestática de Herodes se encuentra encarnada en uno de los apóstoles del grupo de la Sagrada Cena (San Judas Tadeo, realizado por Álvarez Duarte en 1971), que conserva su posición sedente y observa a los Magos de oriente con cierto aire displicente, producto de su nueva ubicación y el gesto expresivo de las manos. A un lado, uno de los sayones de la guardia judía pertenecientes al misterio del Dulce Nombre (Antonio Bernal, 2002) conserva toda su impronta procesional para ajustarse con acierto a la lógica de lo representado. Al otro, el esclavo de Poncio Pilatos que aparece en el trono de la Sentencia (del grupo ejecutado por Martín Simón en 1936 y reformado por Pérez Hidalgo) mantiene aquí idéntica función, al sostener una bandeja con enseres.

Al grupo escultórico de la Cena pertenece también la imagen que representa a Melchor (San Pedro, también de Duarte y de 1971), cuyas facciones de hombre maduro y barbado encajan rigurosamente en la tradición iconográfica del rey. Baltasar, por su parte, es el escriba del misterio de la Sentencia (y de los mismos autores ya reseñados). Especialmente impactante resulta una novedosa interpretación iconográfica del rey Gaspar, en cuya piel se introduce el centurión romano del grupo escultórico de la Salutación (obra de Navarro Arteaga de 1997), aportando la frescura de la juventud y una apremiante actitud de aplomo y determinación.


ESCENA 3.

“Y vino y habitó en la ciudad que se llama Nazaret, para que se cumpliese lo que fue dicho por los profetas, que habría de ser llamado nazareno.”

Mateo 1, 22-23.

La Virgen con el Niño. Fotografía: Pepe Gómez.
La tercera es sin duda la escena esperada por todos. La mente deduce rápidamente que nos encontramos en el pesebre, aún en Belén, donde María acuna al Niño de Dios y San José les acompaña en una perenne y abnegada vigilia. Sin embargo, y a la luz de la información que acompaña al diorama, todo transcurre en un austero interior doméstico que se ha identificado como la casa de la Sagrada Familia en Nazaret. De este modo, la escena figurada pertenece a los días en que María y José, ya de vuelta del empadronamiento, descansan del viaje. Aún así, podemos observar como -aún no siendo el portal de Belén- el matrimonio y su Hijo reciben todavía la visita de algunos aldeanos.

Rompiendo fugazmente con el modus operandi del resto del montaje, en esta ocasión tenemos la oportunidad de contemplar un par de imágenes de nueva factura realizadas muy recientemente por el imaginero malagueño Juan Vega Ortega. Nos referimos expresamente a la imagen de María -de elegantes y armoniosas facciones- y a la del Niño Jesús, el pormenorizado estudio naturalista de un niño dormido, que por la autenticidad de la postura y el gesto relajado atrapa toda la atención del espectador. María se encuentra ataviada según la tradición clásica de las artes -vestido color jacinto y manto azul, amén de un liviano velo de tul blanco-, y recostada con delicadeza sobre un lecho revestido con sábanas antiguas bordadas que nunca han sido estrenadas -según nos cuenta su propietario, el propio Miguel Ángel Blanco-. Para el papel de San José, el elegido ha sido el apóstol Santiago del grupo escultórico del Rescate (Antonio Castillo Lastrucci, 1954), que transforma aquí el pasmo ante la escena del beso de Judas en un candoroso semblante, entre abrumado y meditabundo, harto apropiado para el momento en cuestión.

Detalle de la casa de Nazaret. Fotografía: Pepe Gómez.
Como si acabasen de irrumpir en la estancia, una mujer y el que parece ser su nieto se acercan con sigilo al íntimo reposo. Se trata de la mujer acusadora perteneciente también al grupo de la hermandad capuchinera del Dulce Nombre (Antonio Bernal, 2003), que parece permutar el agrio rictus convirtiéndose en una entrañable anciana por obra y gracia del atrezzo y la disposición; y de uno de los niños que Navarro Arteaga tallase en 1990 para el misterio de la entrada en Jerusalem (Pollinica). Al fondo, tras una ventana, un vecino de Nazaret observa desde fuera el sosegado grupo en un contenido misticismo. Se trata de la figura de José de Arimatea, perteneciente al grupo escultórico del Monte Calvario (Juan Manuel García Palomo, 1995).

Con esta última mirada a la frágil privacidad de María y José con su divino retoño, grabada en nuestras retinas como un cuadro de Murillo, dejaremos que bullan en nuestro interior las palabras recogidas en el Evangelio de Mateo:

“Todo esto aconteció para que se cumpliese lo dicho por el Señor por medio del profeta, cuando dijo: He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros.”








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