17 dic 2012

Se armó el belén


Portal de Belén de la Hermandad del Calvario, Museo Revello de Toro.
Fotografía: Pepe Gómez.


Qué fáciles somos de tambalear. ¿Tan livianos son nuestros cimientos? Después de toda una vida repitiendo tradiciones ancestrales, ¿de verdad unas cuantas elucubraciones sobrevenidas arremeterán con todo? Seguro que toda esta ingenuidad no es sino fingida, insuflada en el ánimo del chascarrillo. Todo me parece simpleza; la del que cree descubrirnos la pólvora iluminándonos acerca de cómo debió ser de veras la primera Navidad, y la del que adorna sus parrafadas con giros y retruécanos de habilidosa malicia, entorpeciendo más que otra cosa. O quiero pensar eso. Por aquí y por allá andan preguntándose no sólo si hay que desterrar a la pobre mula y al pobre buey del pesebre; también si sería adecuado colocar en el tejadillo del portal una estrella; o si cambiar los camellos de los Reyes Magos -que ni serán reyes, ni serán magos, ni vendrán de oriente, ni se llamarán Melchor, Gaspar y Baltasar... Ni siquiera serán tres- por montura más apropiada. Hasta los niños, alertados por algún telediario melodramático, comienzan a asegurar que Baltasar no era negro. Valientemente.

Que San Francisco de Asís nos asista, con su entrañable paciencia, que vuelva el rostro a nosotros y eche a reír. ¿Quién le iba a decir que improvisando aquel humilde nacimiento iba a provocar futuros debates teológicos que ni la transustanciación? A buen seguro que en su humildísima intención no anidaría el ánimo de promover doctrinas erráticas, ni mucho menos confundir al pueblo piadoso. Muy al contrario, animado por un corazón ansioso de evangelizar del modo más modesto pero convincente, allá por 1223 vino a decir: “Deseo celebrar la memoria del Niño que nació en Belén, y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno”. Todos conocemos, algo velada por el romanticismo de la pátina del tiempo, aquella entrañable Navidad en Greccio, en la que Francisco de Asís hizo partícipes a los aldeanos locales para que, entre todos, dieran vida al que se considera el primer Belén de la Historia. Y no hace falta ser un Einstein para concluir que el humilde Francisco sería un hombre de su tiempo, el medievo, poco viajado y con sencillas nociones de lo geográfico, lo histórico y lo climatológico. ¿Le haremos afrenta ahora por haber ideado su pesebre con aquella sencillez clarividente?

Luego ha sido la propia Iglesia la que ha visto con buenos ojos que el pueblo sabio lleve a sus casa el pequeño altar que es el nacimiento. Y el adorno de los ojos encendidos de amor ha puesto infinidad de invenciones que en Belén ni soñando encontraríamos. Pero es que el poder de los símbolos es invicto e inefable. Que no me cuenten historias de cometas ni supernovas, que no me confundan Tarsis con Tartessos; en definitiva, Virgencita, que todo se quede como está. Que cristianamente ya intuimos que todo lo que la liturgia ha instalado tras los siglos se afirma sobre la historia sagrada pero también sobre los símbolos. Y que éstos no son sino un eficaz método para universalizar mensajes.





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16 dic 2012

El Belén de la Catedral


La casa de Nazaret. Fotografía: Pepe Gómez.


Llega el adviento. Con él, la hermosísima tradición -singularmente arraigada en España- de montar el Belén para rememorar, de un modo entrañable, el nacimiento del Mesías. Del humilde misterio de figuras de barro a los suntuosos pesebres napolitanos hay un auténtico trecho; pero si en algún sentido se podían traspasar las fronteras de lo imaginable es de seguro con nuestro espléndido Belén catedralicio. Sin duda, todos conocemos otras iniciativas de inconfundible sabor cofrade -como el precioso nacimiento que posee la hermandad del Calvario, con algunas imágenes de vestir de Antonio Eslava- y hasta alguna referencia importante de nacimientos realizados con tallas de candelero de tamaño natural -como el que se instala anualmente en el presbiterio de la iglesia de la Anunciación de Sevilla, con figurantes de los misterios de las cofradías del Valle y del Amor-. Con todo y con eso, podemos afirmar sin miedo a excedernos que el Belén de la Catedral de la Encarnación de Málaga, en que la participación de las cofradías es condición sine qua non, ha configurado un modelo de excelencia muy difícil de igualar. La calidad en que el mensaje es expuesto, la dignidad y el verismo con que las escenas son representadas, lo hacen digno de ser a un tiempo catequesis y experiencia lúdica. Igual sirve de oratorio para nuestro obispo, quien encuentra en los dioramas un espejo leal a los evangelios; que satisface el gusto esteta y barroco de los capillitas; que enternece y emociona a familias completas, donde el relato de la Navidad se torna una vívida emoción sensorial que llega a lo más profundo, por auténtico. Algo tan efímero y sin embargo con tantísimo poder de persuasión, intrínsecamente arraigado en la vocación barroca de las hermandades de penitencia -jugando con su retórica, su forma de hablarle de Dios al pueblo-, pero también afianzado en un lúcido concepto de modernidad -asentándose en términos museológicos y escenográficos de primer nivel- que sostiene un equilibrio perfecto.

Lo singular es que un montaje de esta envergadura surgiese de un modo tan espontáneo hace tan sólo un año. Más todavía el hecho de que el verdadero acicate fue la imposibilidad de contar con un belén en la navidad de 2011. Si el hambre agudiza el ingenio, carencias como aquella espolearon el ánimo y la voluntad del equipo de profesionales `Esirtu Group´, con el cofrade de la Expiración Juan Carlos Estrada al frente. Fue a iniciativa de esta empresa de gestión cultural -que asimismo organiza otros eventos para el ente catedralicio- que el proyecto pudo fraguarse, contando para ello con un apoyo sin precedentes del Cabildo de la Catedral.

Sería injusto no añadir aquí que la participación de las cofradías, cediendo temporalmente una parte de su patrimonio procesional -las imágenes secundarias de los grupos escultóricos-, es una muestra de generosidad plena. Aclaremos además que para la configuración de este particularísimo belén se prescinde de las imágenes que habitualmente se encuentran expuestas al culto público; tan sólo se solicitan a las corporaciones nazarenas aquellas efigies que se conservan fuera del templo, por una evidente cuestión de respeto hacia las devociones.

Rafael de las Peñas, vestidor de las imágenes del Belén.
Fotografía: Pepe Gómez.
Para la labor artística, que es un porcentaje altísimo del éxito de esta propuesta, se ha confiado en dos cofrades cuyo buen hacer les precede en méritos y consecuciones. Miguel Ángel Blanco y Rafael de las Peñas, en un mano a mano sin parangón, conjugan sus respectivas habilidades para que se conciten magnificencia y perfeccionismo a partes iguales. De tal seguridad es la apuesta que una vez más -en esta segunda edición- se ha recurrido a los mismos artífices. Y lejos de repetirse, nos han lanzado unas interesantísimas e inhabituales propuestas. De un lado, Miguel Ángel Blanco combina la experiencia atesorada en el medio televisivo con la vocación personal y autodidacta en el belenismo, sin olvidar las numerosas incursiones en el ámbito del montaje de exposiciones. De ahí se entiende que a todo el belén lo inspire un singular espíritu escenográfico que va más allá del diorama. Aspectos decisivos como la distribución de los elementos, la propia concepción de los espacios, la génesis de una atmósfera y la iluminación se cuidan al detalle, dando lugar a unos escenarios en que la historia sagrada cobra la fuerza de un realismo inusitado. Por su parte, Rafael de las Peñas atesora la evidente virtud de un atrezzista consagrado. Como vestidor, alcanza innegables cotas de virtuosismo, consiguiendo siempre el efecto de completar el trabajo del imaginero. El difícil asunto de seleccionar las imágenes, resolver el diálogo que deban sostener, transmutarlas en otros personajes muy alejados de aquél en que fueron ideados, es quizá el trabajo sobre el que se cimenta todo lo demás. Sin ese difícil proceso de visualización, nos encontraríamos ante unas escenas inertes. Nada más lejos de la viveza y la veracidad que encontramos aquí.

Miguel Ángel Blanco, responsable de la escenografía del Belén.
Fotografía: Pepe Gómez.
El belén se ha compuesto, de nuevo, en una suerte de trilogía temática que pretende entrelazar el discurso bíblico con el imaginario belenístico tradicional. Así, los tres espacios se han organizado entre los canceles de las puertas laterales de la fachada principal, constituyendo el central de ellos el más espacioso y utilizando como parte de su propia escenografía el mismo molduraje lignario de la puerta principal. El conveniente entelado superior aísla las escenas de cualquier luz externa, consiguiendo un extraordinario control sobre la intimista y especial iluminación de las mismas.

ESCENA 1.

“Por aquellos días Augusto César decretó que se levantara un censo en todo el imperio romano. Este primer censo se efectuó cuando Cirenio gobernaba en Siria. Así que iban todos a inscribirse, cada cual a su propio pueblo.

También José, que era descendiente del Rey David, subió de Nazaret, ciudad de Galilea, a Judea. Fue a Belén, la ciudad de David, para inscribirse junto con María su esposa. Ella se encontraba encinta y, mientras estaban allí, se cumplió el tiempo. Así que dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada.”

Lucas 2, 1-7.

Pidiendo posada. Fotografía: Pepe Gómez.
El primer cuadro que encontramos es una secuencia intimista bañada por la azulada luz de la luna. La austera fachada de una posada cualquiera en Belén sirve de fondo a la llegada de la Virgen María, encinta, acompañada de su esposo. El instante que presenciamos no es sino el elocuente diálogo sostenido por San José y el hosco posadero, quien asevera con firme ademán no tener sitio en el mesón.

Sirviendo a la estudiada orquestación de los affetti, encontramos como protagonista del sagrado misterio a una de las mujeres que procesionan habitualmente en el trono de la Salutación. Obra del imaginero sevillano Antonio Dubé de Luque del año 1993, se trata de una talla de candelero que se sitúa habitualmente postrada de rodillas junto a la Santa mujer Verónica, en actitud llorosa e implorante -acomodándose al momento evangélico que representa: “Hijas de Jerusalem, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos” (Lucas 23, 28)-. En consecuencia, el gesto de desconsuelo se adapta verazmente a la difícil circunstancia de no encontrar acomodo a pesar de cernirse el parto.

Junto a ella, la imagen de San Pedro del grupo escultórico del Rescate (1954) ocupa ahora el lugar de esposo de la Virgen. La expresión de rabia contenida del apóstol al presenciar la traición de Judas ha devenido aquí en urgencia y apremio, ya que mira fijamente al posadero a la espera de una respuesta convincente. El visaje algo desabrido se dulcifica sin embargo por el entrañable gesto protector de confortar a María. Si algo en especial cabría destacarse en esta escena son precisamente las obvias cualidades teatrales de las imágenes secundarias del tallista Antonio Castillo Lastrucci, autor del grupo escultórico al completo de la cofradía victoriana.

Finalmente, y como áspero posadero, encontramos a uno de los soldados romanos del misterio de la Sentencia (realizado en 1936 por José Martín Simón, autor del Cristo de la Sentencia, pero transformado años después en imagen de vestir al igual que el resto del grupo por Pedro Pérez Hidalgo), cuya tez tostada nos sitúa geográficamente. Una vez despojado del uniforme y la insignia militar relativa a su rango, la pose se ajusta a la perfección al hecho de apoyarse en la jamba de una puerta mientras con la otra mano ofrece evasivas.

ESCENA 2.

“Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempo del rey Herodes, unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén, diciendo: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle.» En oyéndolo, el rey Herodes se sobresaltó y con él toda Jerusalén. Convocó a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, y por ellos se estuvo informando del lugar donde había de nacer el Cristo. Ellos le dijeron: «En Belén de Judea, porque así está escrito por medio del profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres, no, la menor entre los principales clanes de Judá; porque de ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo Israel.»

Y entonces Herodes llamó aparte a los magos y por sus datos precisó el tiempo de la aparición de la estrella. Después, enviándolos a Belén, les dijo: «Id e indagad cuidadosamente sobre ese niño; y cuando le encontréis, comunicádmelo, para ir también yo a adorarle.»”

Mateo 2, 1-8.

Los magos ante Herodes. Fotografía: Pepe Gómez.
En un despliegue de suntuosidad, se abre al espectador la segunda de las escenas en el imaginado salón de trono del palacio del rey Herodes en Jerusalem. Ya que la iconografía artística ha sido muy parca en la representación plástica de ese momento de los evangelios -algo más prolífica en escuetos capiteles y arquivoltas románicos-, todo viene a ser producto de la inventiva de los artífices de este belén. La estancia se sirve del espléndido telón que constituye el maderaje de las puertas de la catedral y se jalona de fragmentos de un añejo retablo que en su día fue desmontado de la capilla de las Ánimas de la parroquia de San Juan. Tapizando todo el suelo y el escabel del trono, una alfombra barroca de grandes dimensiones contribuye al efectismo palaciego; al igual que el resto del mobiliario empleado -sitiales y bancos-, forma parte del vasto patrimonio de la basílica. Las bambalinas de un palio de respeto hacen las veces de regio dosel, mientras que dos ampulosos cortinajes de terciopelo carmesí abrazan el diáfano frente escénico. Aguamaniles, cálices, jarras y otros enseres litúrgicos de interesante factura enriquecen el atrezzo.

Probablemente, lo más encomiable de esta escena -al margen del efectismo compositivo- sean las propias vestiduras de los personajes regios (Herodes y los Magos), en las que se han empleado numerosos efectos litúrgicos del ropero de la catedral. Casullas, dalmáticas, capas pluviales y otros ornamentos similares, elaborados a partir de riquísimos tejidos -en los que prolifera el brocado con hilo de oro y algunos bordados-, dan vida a este capítulo de los textos sagrados. Y ello se produce sin que sean evidentes como ropas litúrgicas. Tal es la magia del alfiler aquí derrochada, que consigue una auténtica transfiguración del aderezo para servir a otros fines.

Melchor y Baltasar. Fotografía: Pepe Gómez.
Presidiendo una suerte de audiencia, la figura mayestática de Herodes se encuentra encarnada en uno de los apóstoles del grupo de la Sagrada Cena (San Judas Tadeo, realizado por Álvarez Duarte en 1971), que conserva su posición sedente y observa a los Magos de oriente con cierto aire displicente, producto de su nueva ubicación y el gesto expresivo de las manos. A un lado, uno de los sayones de la guardia judía pertenecientes al misterio del Dulce Nombre (Antonio Bernal, 2002) conserva toda su impronta procesional para ajustarse con acierto a la lógica de lo representado. Al otro, el esclavo de Poncio Pilatos que aparece en el trono de la Sentencia (del grupo ejecutado por Martín Simón en 1936 y reformado por Pérez Hidalgo) mantiene aquí idéntica función, al sostener una bandeja con enseres.

Al grupo escultórico de la Cena pertenece también la imagen que representa a Melchor (San Pedro, también de Duarte y de 1971), cuyas facciones de hombre maduro y barbado encajan rigurosamente en la tradición iconográfica del rey. Baltasar, por su parte, es el escriba del misterio de la Sentencia (y de los mismos autores ya reseñados). Especialmente impactante resulta una novedosa interpretación iconográfica del rey Gaspar, en cuya piel se introduce el centurión romano del grupo escultórico de la Salutación (obra de Navarro Arteaga de 1997), aportando la frescura de la juventud y una apremiante actitud de aplomo y determinación.


ESCENA 3.

“Y vino y habitó en la ciudad que se llama Nazaret, para que se cumpliese lo que fue dicho por los profetas, que habría de ser llamado nazareno.”

Mateo 1, 22-23.

La Virgen con el Niño. Fotografía: Pepe Gómez.
La tercera es sin duda la escena esperada por todos. La mente deduce rápidamente que nos encontramos en el pesebre, aún en Belén, donde María acuna al Niño de Dios y San José les acompaña en una perenne y abnegada vigilia. Sin embargo, y a la luz de la información que acompaña al diorama, todo transcurre en un austero interior doméstico que se ha identificado como la casa de la Sagrada Familia en Nazaret. De este modo, la escena figurada pertenece a los días en que María y José, ya de vuelta del empadronamiento, descansan del viaje. Aún así, podemos observar como -aún no siendo el portal de Belén- el matrimonio y su Hijo reciben todavía la visita de algunos aldeanos.

Rompiendo fugazmente con el modus operandi del resto del montaje, en esta ocasión tenemos la oportunidad de contemplar un par de imágenes de nueva factura realizadas muy recientemente por el imaginero malagueño Juan Vega Ortega. Nos referimos expresamente a la imagen de María -de elegantes y armoniosas facciones- y a la del Niño Jesús, el pormenorizado estudio naturalista de un niño dormido, que por la autenticidad de la postura y el gesto relajado atrapa toda la atención del espectador. María se encuentra ataviada según la tradición clásica de las artes -vestido color jacinto y manto azul, amén de un liviano velo de tul blanco-, y recostada con delicadeza sobre un lecho revestido con sábanas antiguas bordadas que nunca han sido estrenadas -según nos cuenta su propietario, el propio Miguel Ángel Blanco-. Para el papel de San José, el elegido ha sido el apóstol Santiago del grupo escultórico del Rescate (Antonio Castillo Lastrucci, 1954), que transforma aquí el pasmo ante la escena del beso de Judas en un candoroso semblante, entre abrumado y meditabundo, harto apropiado para el momento en cuestión.

Detalle de la casa de Nazaret. Fotografía: Pepe Gómez.
Como si acabasen de irrumpir en la estancia, una mujer y el que parece ser su nieto se acercan con sigilo al íntimo reposo. Se trata de la mujer acusadora perteneciente también al grupo de la hermandad capuchinera del Dulce Nombre (Antonio Bernal, 2003), que parece permutar el agrio rictus convirtiéndose en una entrañable anciana por obra y gracia del atrezzo y la disposición; y de uno de los niños que Navarro Arteaga tallase en 1990 para el misterio de la entrada en Jerusalem (Pollinica). Al fondo, tras una ventana, un vecino de Nazaret observa desde fuera el sosegado grupo en un contenido misticismo. Se trata de la figura de José de Arimatea, perteneciente al grupo escultórico del Monte Calvario (Juan Manuel García Palomo, 1995).

Con esta última mirada a la frágil privacidad de María y José con su divino retoño, grabada en nuestras retinas como un cuadro de Murillo, dejaremos que bullan en nuestro interior las palabras recogidas en el Evangelio de Mateo:

“Todo esto aconteció para que se cumpliese lo dicho por el Señor por medio del profeta, cuando dijo: He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros.”








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16 nov 2012

#Redención25años

Altar del XXV Aniversario de la bendición de la imagen.
Fotografía: Pepe Gómez.


La Generosidad. Siempre que me relamo del último uno de noviembre -y no hace tanto, pero ya es de esa Historia para toda la vida-, es lo primero que me viene a las mientes. Porque apretujados en un banco de la nave de San Juan, ya embaucados para siempre, nos abandonamos a lo insondable, que resonaba en esa pieza del mejor Telemann. Y porque tal música gloriosa, en su certero nombre, reflejaba el mejor amor a los hermanos; el de ponerlo todo a los pies del Señor, y compartir la alegría de estar un cuarto de siglo arracimados en torno Suyo. Tan sólo una hora antes, con los bancos para autoridades casi vacíos, la parroquia era una fiesta; con esa algarabía que hay en las bodas -todos hechos unos pinceles, todos devolviéndose sonrisas- y con la sensación de que el tiempo no es más que una convención. Porque en San Juan hay días que el tiempo o no existe o se detiene o vaya usted a saber qué magias se derraman. Y eso que hasta ese día se contaron otros muchos de altares dibujados en la arena de la playa, de secretos guardados con celo, de maquinación maravillosa para ofrecerlo todo. Por esta Fe, por esta Iglesia, por esta ciudad. Sólo quien lee entre líneas sabe que tras esa escenografía hay tanto amor y trabajo que no cabe en una mañana. Podría decirse que tras cada nudo de la maravillosa alfombra hay un anhelo.

Desde mi sitio en la nave, por aquello del protocolo, no tenía asiento en mi encrucijada favorita -allí donde la mirada se posa tanto en el tabernáculo de Dios como en Aquella que está tras el vidrio. Pero tuvimos nuestro tiempo, antes y después, para verla rejuvenecida en su fanal. Que era cápsula del tiempo -la misma blonda, las mismas manos para prenderla, y hasta casi la misma proporción y medida en todo- y arca de nuestra alianza. Viéndola así, calcada de aquella su propia estampa con el manto de Viñeros, se acordaba uno de cuando la Archicofradía era sólo Ella. Y bien han hecho los que la han dispuesto así, arcano espejo de la memoria, pues nos hacen reparar en lo que nos une.

El Crucifijo nos llenaba tanto, desde su atalaya maravillosa en el huerto que los más astutos sembraron, que a duras penas había ojos o alma para nada más. Los lirios, en pequeños arriates -como si brotaran allí mismo-; el lentisco, devenido seto versallesco por la mano grácil de algún jardinero avezado; agrestes y salpicadas, otras flores crecían al filo de la antigua mesa de altar, valiente frontispicio que reverencia al corazón traspasado. Y solemnidad vaticana, y exquisitez, y elegancia, y otras muchas florituras que nos empalagarían. Pero en lo alto de todas ellas, autenticidad. Porque de nada sirve la tramoya sin la urgente fusión de los corazones de los hermanos. Al llegar el besapié, casi en volandas el ánimo, la iglesia toda ella una torrentera, se sentía uno para siempre unido a la Redención.





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14 nov 2012

Duarte: Restaurador.



Quizá sea este objeto de estudio uno de aquellos temas sobre los que existe un mayor interés por parte del gran público cofrade, tanto dentro como fuera de nuestro margen local. A partes iguales, la admiración y la controversia han venido acompañando todas aquellas actuaciones en las que el imaginero sevillano ha tenido la oportunidad de asistir en calidad de restaurador. Málaga, quizá por ser -como el propio imaginero afirma en términos taurinos- la ciudad que le otorgó la confirmación de su quehacer artístico, es uno de los lugares en los que hacemos acopio de un mayor número de realizaciones ex novo, así como de restauraciones, tanto sobre obra de otros artistas como en obras de propia factura. Hasta en número de diez son las imágenes que han sido acogidas hasta el momento por sus manos para labores de conservación. Desde la imagen de la Virgen de la Esperanza -todavía de autoría anónima-, intervenida por él de un modo quizá irreversible, hasta la más reciente actuación sobre la Virgen de la Paz -una de sus obras de juventud-, prácticamente ninguna de dichas intervenciones se ha librado de extensos juicios de valor, no siempre autorizados por criterios basados en el rigor científico.

El recorrido que aquí proponemos a través de esas diez imágenes es evolutivo en el tiempo y lo entendemos como representativo de la propia trayectoria artística del imaginero. Estas consideraciones quieren apartarse lo más posible del gusto estético, así que trataremos de ceñirnos a lo que la evidencia del estudio nos depara, haciendo ostensible aquello que, desde la objetividad, nos informe de diferentes calidades y formas de actuación ante cada empresa. En gran parte de los casos, la información acerca de esos procesos de restauración brilla por su ausencia, o bien es parca, o bien se limita a apreciaciones que rayan en lo poético. Sin embargo contamos con el estudio pormenorizado del profesor Juan Antonio Sánchez López en su tesis doctoral “El alma de la madera”, donde se atribuyen diversas coautorías que despejan muchas dudas acerca del trabajo del artista hispalense.

La restauración de imágenes de vestir.

Quizá el aspecto más confuso de este estudio sea la propia consideración de lo que entendemos, o debiéramos entender, por restauración. Por la propia idiosincrasia de las imágenes de candelero, que en su devenir histórico son procesionadas, besadas y vestidas en innumerables ocasiones, el deterioro irreversible se da en una progresión temporal muy distinta a la del resto de las obras de arte. Ello sin tener en cuenta el hecho de que, al estar sujetas al arbitrio de albacerías, camareras, vestidores y juntas de gobierno, muchas son las ocasiones en los que los cambios de gusto han dado lugar a auténticas transformaciones que no siempre son reprochables al artista/artesano que acomete la intervención. Los criterios para las labores de conservación y restauración deberían preservar y revalorizar la imagen por su papel en la sociedad como bien cultural y testigo de un momento histórico-artístico. Así, no se deberían “transformar o alterar sus elementos constitutivos, ni confundir o dificultar su lectura”[1], entendiéndose por tanto que se debería siempre actuar con el máximo respeto posible tanto hacia el periodo estilístico como hacia el autor primigenio de la obra, quien sin duda infundió en ella un determinado compendio de valores intrínsecos. Es por ello que el auténtico restaurador debiera renunciar a cualquier tipo de participación creadora. Suscribimos absolutamente las palabras de Pilar Pintor Alonso y Yolanda Oliva cuando afirman que “se debe mirar tanto a la salvaguardia de la imagen como al testimonio histórico que ésta representa, ya que la obra nunca puede ser separada de la historia tal cual, es documento irrepetible”[2].

Llegados a este punto, cabe plantearse: ¿cómo ha sido, en líneas generales, el trabajo de Luis Álvarez Duarte en el ámbito de la restauración de imágenes procesionales? De un lado, sería injusto hacer una valoración absoluta de toda su trayectoria bajo el prisma de los criterios de restauración que consideramos necesarios en la actualidad. En su etapa de juventud, cuando el artista sevillano acomete hasta seis de esas intervenciones en nuestra ciudad, su sistema de trabajo estuvo condicionado por un auténtico giro estético en el panorama de la Semana Santa malagueña, casi un volantazo, que se diría. Cosa bien distinta ha ocurrido con sus actuaciones ejecutadas desde 1992, en las que se tuvieron en cuenta diversos parámetros actualizados. Y es de justicia responsabilizar de aquel giro estético, y de sus consecuencias, a todos aquellos cofrades que, desde la admiración hacia el artista, le empujaron a llevar a cabo tareas de un calibre mucho más creativo del aconsejable en una simple restauración.

En paralelo a los trabajos del joven Duarte, los criterios de conservación de obras artísticas estaban casi por definir, ya que no es hasta 1972 que se redacta en Italia una Carta de Restauro en la que se definan los márgenes estrictos en los que debería desenvolverse cualquier actividad referida a la salvaguardia, conservación, restauración y mantenimiento de obras de arte de toda índole. Al fin y al cabo, el documento anterior, de 1932, sólo prestaba atención a obras de estirpe arquitectónica y objetos de valor arqueológico. En el manifiesto de los años 70 ya se hacía por primera vez una referencia explícita a las esculturas policromadas, especificando para las actuaciones de limpieza sobre las mismas que “no deben llegar nunca al esmalte del color, respetando la pátina y los posibles barnices antiguos; (...) no deberán llegar a la superficie desnuda de la materia que conforma las propias obras de arte[3]. Llegados a este punto coincidirá el lector en que son muchas las ocasiones en que, todavía, rebasamos esta premisa. Más preciso es todavía el emblemático documento cuando abunda en que las medidas de restauración “deberán ser realizadas de forma que se evite cualquier duda sobre la época en la que han sido hechas y del modo más discreto”. No deja de ser doloroso que, tras una restauración, una imagen deje de ser fiel referente de una época histórica determinada. En lo concerniente a la vigencia o no de estas consideraciones, la Carta de Restauro de 1987[4] no vino sino a reafirmar estos principios, especificando con mayor precisión la altísima responsabilidad a que se enfrenta el agente restaurador. Los criterios con los que desempeña su labor el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico, por otra parte, no se alejan demasiado de estas saludables prácticas, como así presume en su completa labor divulgativa[5].

El punto de referencia: la restauración de María Santísima de la Esperanza (1969).

Comparativa: la Esperanza, tras los sucesos de 1931. Restaurada por Adrián Risueño, y restaurada por Álvarez Duarte.

Probablemente estemos ante uno de los casos que mayor interés suscita entre los cofrades. La posición de la Virgen de la Esperanza como icono devocional de primer orden ha concitado, en sus sucesivas restauraciones, diametrales posturas que todavía dan lugar a especulaciones no del todo resueltas. Quizá por la tibieza con que la propia archicofradía ha tratado siempre el asunto, aquella importante actuación sobre la imagen, a la que debe su actual aspecto, sigue sin despejar algunas incógnitas.

Cuando Carlos Gómez Raggio, en 1969 hermano mayor de la archicofradía de la Esperanza, confió en el jovencísimo Luis Álvarez Duarte para la restauración de su titular mariana, estaba dando paso, por un lado, a una serie de intervenciones futuras sobre imágenes de distinto mérito artístico; por otro, a toda una tendencia estética que se asentó con la ejecución de una imagen titular para la hermandad de la Sagrada Cena, la Virgen de la Paz, introduciendo así una impronta estética que aseguró una tendencia y fijó los anhelos de muchas cofradías en un determinado gusto. Mucho tendría que ver en tales circunstancias el empeño personal de Dolores Carrera Hernández, esposa de Carlos Gómez Raggio y camarera de la imagen, quien desde aquel momento desempeñó un papel primordial amadrinando al joven imaginero en sus quehaceres artísticos. Hasta tal punto que el artista ha descrito en numerosas ocasiones cómo Lola Carrera actuó y fue para él “como una madre[6]. Poco hay que añadir acerca de la admiración profesa de este matrimonio de cofrades malagueños, que dio cobijo al artista improvisando un taller en su domicilio particular. Para Dolores Carrera, el mérito de Álvarez Duarte es extensivo a todas sus facetas, la creativa y la restauradora, en las que constituiría para esta ciudad la consideración de “Luis Álvarez Duarte como algo propio, y como el primero siempre en la magia y el arte del buril”[7].

Pero, ¿en qué estado se encontró Álvarez Duarte a la Esperanza? Y sobre todo, ¿cuáles de las alteraciones sobre la antigua imagen anónima ya se habían dado? Como apunta el profesor Sánchez López, Adrián Risueño Gallardo ejecutó una torpe actuación sobre la imagen tras los sucesos de 1936, debido a la segunda acometida destructora que padeció la misma. Entre 1937 y 1938, el tallista malagueño “suprimió el fruncido de las cejas, remodeló el labio superior haciendo inexpresiva la boca, acortó el mentón, afinó los pómulos y colocó nuevos párpados con vistas a procurar una mayor apertura de los ojos, que, hasta entonces, permanecían entornados (…) amputó los bucles rizados que perfilaban la cabellera por el lado derecho y encarnó completamente la mascarilla (…) recubrió de emplastes la zona de la nariz haciendo de ella un tabique recto y carente de forma”[8]. Tras la contemplación de los numerosos testimonios gráficos existentes anteriores a 1931, podríamos describir a aquella imagen de la Esperanza como una dolorosa con unos rasgos expresivos algo más acentuados de los que luego tuvieron lugar: tanto el perfil de los arcos ciliares como el borde del labio superior mostraban, desde antiguo, un fruncido que denotaba una mayor gestualidad y resultaba más afín al contenido pero no hierático trasunto de las dolorosas locales.

Cuando Adrián Risueño actuó sobre la imagen, su actuación hubo de limitarse a la propia cabeza de la efigie, toda vez que el resto de la obra -devanadera, articulaciones, manos- había desaparecido. Al retocar el óvalo del rostro alejó a la imagen de su anterior sello, que la vinculaba a una posible autoría de Pedro de Mena, como aún se sostiene. Por tanto, el trabajo de Álvarez Duarte vino desde un principio constreñido a reparar el daño provocado por una ineficiente intervención. Los esfuerzos de Duarte por recuperar el viejo esplendor pasaron por eliminar aparejos y repintes, así como corregir algunas alteraciones de la talla con más gubia y policromía. Tanto que, de alguna forma, todo lo subyacente se perdió. Como el mismo Duarte reconoce, la policromía de la Virgen de la Esperanza es obra suya; al aclarar la labor que acometería cuarenta años después, al volver a restaurar la imagen, dice: “lo que yo voy a hacer es restaurar mi policromía, que es la única que tiene la imagen, hacer un nuevo candelero de abajo y colocarle lágrimas y pestañas nuevas[9]. Hasta qué punto existe todavía confusión al respecto que, durante el mismo cabildo extraordinario del 3 de septiembre de 2009, diversos miembros de la Junta de Gobierno se pronunciaron dando a entender que desconocían si la policromía de la Esperanza es antigua o toda de Álvarez Duarte, teniendo lugar un intenso debate en torno a ese punto.

Ya decisión propia de Álvarez Duarte -quizá animado por la ferviente Lola Carrera, quizá impulsado por el gusto reinante- sería anatomizar el cuello, punto en que de nuevo se distanció a la imagen de la producción de Pedro de Mena, quien realizaba un modelado más suave de esa zona. Con la realización de las nuevas manos quiso, por otra parte, mejorar sustancialmente las que en ese momento ostentaba -que no eran las originales ni poseían calidad o proporción alguna-. Eliminar el cabello tallado para adecuar la cabeza a una peluca natural y cambiar las lágrimas -evitando los antiguos largos regueros- no hizo sino aproximar la talla a una estética contemporánea que revisa una clarísima influencia de la imaginería sevillana. Con las nuevas pestañas y los ojos algo más abiertos, la imagen potenció la profundidad de la mirada en detrimento de un anterior intimismo. En cualquier caso, y muy al margen de discusiones sobre la belleza de la dolorosa, Duarte se sumó a las anteriores alteraciones hasta el punto de aportar matices artísticos propios, dando lugar a una situación de evidente irreversibilidad. Desde un punto de vista teórico y técnico, se hace inviable regresar a la imagen primigenia que conocemos por fotografías. Muy disonantes hacia esta consideración actual, en la que se responsabiliza a Duarte de una co-autoría de la imagen[10], serían las palabras de Agustín Clavijo, quien consideraba que “lo más significativo y trascendente para la imagen de la Virgen de la Esperanza fue la notable labor de restauración que realizó en 1969 el escultor sevillano Luis Álvarez Duarte, devolviéndole sus originales características estéticas y formalistas en orden a unos criterios de máximo respeto a tan venerada talla”[11].

Las grandes transformaciones.

La Virgen del calvario, antes y después de la intervención de Duarte.
A tenor del éxito cosechado entonces, Luis Álvarez Duarte se vio envuelto en una copiosa serie de encargos, tanto de imágenes nuevas como de restauraciones. En esas condiciones, habría sido muy difícil aplicar un procedimiento científico como el desglosado en los criterios internacionales de restauración, que recomendaban catas estratigráficas, abundante documentación fotográfica y radiológica, cuidadosos procesos de limpieza y un absoluto respeto a la impronta original. En una dirección casi opuesta, lo que las hermandades y comitentes particulares demandaron del artista no fue sino una profunda revisión de sus imágenes, al objeto de acercarlas a la nueva estética imperante. De hecho, en todos los casos tuvieron lugar cambios que no atendían a necesidades de conservación de las piezas escultóricas. De este modo, entre 1971 y 1982 tuvieron lugar las intervenciones más discutidas del autor hispalense en Málaga: las ejecutadas sobre las dolorosas de Monte Calvario (1971), Consolación y Lágrimas (1972), Gran Poder (1977) y Gracia (1982). La restauración sobre la imagen de la Soledad del Sepulcro, también de 1972, fue más superficial y afectó únicamente a la policromía, que sí cambió por completo.

Comparativa: antes y después de la Soledad del Sepulcro.
En lo referente precisamente a ese último aspecto, el de la policromía, cabe apuntar que en todos los casos Duarte realizó una nueva -algo inherente al hecho de retallar las facciones-, teniendo lugar unas encarnaduras algo intensas que, con el tiempo, han provocado nuevas intervenciones al objeto de corregir el torcido que el color ha ocasionado. Las dolorosas del Calvario, Gran Poder y Soledad, aquejadas de un desagradable viraje de las carnaciones hacia tonos anaranjados, fueron restauradas por el profesor Juan Manuel Miñarro, entre 2001 y 2005. Actuaciones éstas que no fueron del agrado de Álvarez Duarte, quien ha apuntado en más de una ocasión que las imágenes han perdido al ser también alteradas, hasta el punto de considerar el asunto como espinoso.

Según el testimonio personal del canónigo y capellán del Calvario Manuel Gámez López, la labor acometida sobre la antigua dolorosa del Calvario no fue una restauración sino una transformación en toda regla, aseveración que es compartida unánimemente por la crítica. Entusiasmado por el efecto que causaron en Málaga las vírgenes de la Paz y la Paloma, no dudó en confiar personalmente la talla al imaginero, al objeto de que la rehiciera por completo. Sánchez López afirma categóricamente que “no cabe hablar de retallado o remodelación de una mascarilla previa, sino de una nueva imagen”[12]. Sin embargo, el sacerdote asegura que el trabajo se acometió directamente sobre lo que existía, respetando eso sí las manos que le tallase Eslava Rubio -en las cuales se basó Duarte para la tonalidad de la encarnadura-. Aludiendo al cúmulo de intervenciones transformadoras de aquellos años, Manuel Gámez asegura abiertamente que en todas las ocasiones se dio al imaginero absoluta libertad para que, desde la confianza en su asombrosa inventiva, trabajase según su criterio. Entre otras circunstancias históricas, nos recuerda que fue el hermano marista José Cabello, quien entonces trabajaba en Sevilla, el que de alguna forma alertó a los cofrades malagueños de la oportunidad de descubrir al joven imaginero, hasta el momento desconocido.

Consolación y Lágrimas, imagen transformada incluso en la posición de la cabeza.
En cuanto a la dolorosa de Consolación y Lágrimas, la actuación de Luis Álvarez Duarte ha sido considerada del todo censurable, por cuanto hizo prevalecer absolutamente su autoría sobre la anterior, ya anecdótica por invisible, del malagueño Fernando Ortiz -atribución hoy compartida por la crítica-. A pesar de que el propio imaginero haya negado un procedimiento tan arbitrario, aduciendo que tan sólo intervino en la encarnadura, el testimonio gráfico nos asegura que se cambiaron aspectos fundamentales en la iconografía. Así, la anterior inclinación de la cabeza dio paso a una hierática y forzada pose frontal, al tiempo que los párpados fueron retocados al objeto de ampliar los ojos; ambas actuaciones nos llevan a pensar que se quiso emular una tipología iconográfica de dolorosa dialogante -por evidente influjo de la escuela sevillana y del reciente éxito en el remozado aspecto de la Esperanza- muy lejana de la introversión característica de las imágenes dieciochescas locales.

Sorprendente mutación fisonómica de la Virgen del Gran Poder.
Algo extraordinariamente similar sucedió con la Virgen del Gran Poder, que fue apartada del culto para una intervención muy rápida, durante la cual el imaginero actuó nuevamente sobre los párpados, abriéndolos, y cambiando sustancialmente la expresión. También “imprimió mayor volumen a las mejillas, perfiló el mentón y nariz, dulcificó el fruncido del entrecejo … y acentuó la sensualidad y carnosidad de los labios entreabiertos”[13]. Lo más llamativo, no obstante, fue una estridente policromía de tonos morenos que le daba una impronta diametralmente diferente. Nada podemos atisbar en sus facciones que recuerden a la talla anónima dieciochesca que un día fuera.

La Virgen de Gracia fue completamente remodelada.
El caso de María Santísima de Gracia es probablemente el último de aquellos que constituyeron un antes y un después. Tal y como advierte Ana María Espinar en su mirada retrospectiva con motivo del cincuentenario de la efigie, “más que resanar la policromía y los desperfectos que presentaba la talla, realizó una audaz remodelación de la misma, especialmente evidente en el rostro, otorgándole la fisonomía que hoy presenta”[14]. Así, y tras una evaluación somera, la misma autora advierte incluso un importante rejuvenecimiento, pues “la talla de Lastrucci presentaba rasgos más maduros”. En este sentido, Duarte fue clarísimo al detallar que su actuación fue “de acuerdo con la Junta de Gobierno de la Hermandad del Rescate, de transformar una mala copia de una dolorosa de Salzillo, en una de las más bellas Vírgenes que actualmente se pasean por Málaga”[15]. El manifiesto sentimiento de superioridad frente a la anodina talla de Lastrucci, por su desparpajo, recalca un carácter un tanto presuntuoso y lejano de la objetividad que debiera presidir la tarea restauradora. La renovación integral de la mascarilla habría de interpretarse, directamente, como obra radicalmente nueva, tal y como aduce Sánchez López al adjudicarle con acierto toda su autoría[16].

Las restauraciones de estilo conservador.

Tras el floreciente periodo reseñado, que vino aparejado de bastantes obras nuevas para la ciudad -la Virgen de la Paz en 1970, la de la Paloma en 1971, el grupo escultórico de la Sagrada Cena en ese mismo año, el Cristo del Císter en 1978, la Virgen de la Merced en 1982 y su San Juan Evangelista en 1986, la Virgen de la Salud en 1988 y el Cristo de la Esperanza en su Gran Amor en 1991-, se produjo un margen de diez años en los que Luis Álvarez Duarte no intervino en ninguna imagen procesional malagueña. En ese tiempo los procedimientos técnicos del autor, y cabría decir que hasta el estilo, evolucionaron hacia métodos más respetuosos con la obra artística previa. No en vano fue entre 1980 y 1984 que Duarte viajase a Florencia en varias ocasiones con la intención de formarse en la Escuela de Restauración de dicha ciudad italiana, al tiempo que se deleitaba en la contemplación de los maestros del marmóreo barroco.

Las restauración de Mª Stma. del Rocío consistió en una nueva policromía.
Si algo es constatable de las actuaciones sobre las cinco imágenes marianas que restauró a partir de 1992 -el Rocío, la Paloma, de nuevo la Esperanza, las Angustias y la Paz-, es que actuó únicamente sobre la superficie polícroma, respetando íntegramente la talla en madera. Esto, si bien no se podría considerar como una actitud purista frente a la obra de arte como testimonio histórico y documento, concede cierto margen a la reversibilidad pues respeta los aspectos plásticos del modelado. Particularmente representativa de esta línea fue el modus operandi aplicado en la restauración llevada a cabo en 1992 sobre la imagen de María Santísima del Rocío; en ese caso en particular, la actuación tuvo como base la eliminación de la primigenia policromía de Pío Mollar Franch para acometer una encarnadura absolutamente nueva que, sin embargo -y por primera vez-, no ha llegado a trastocar su fisonomía. El resultado es una evidente suavización de los rasgos, gracias al ilusionismo óptico que provocan las veladuras; en tal sentido, se afina el perfil de la mandíbula y se insinúa la morfología muscular del cuello sin aplicar ningún procedimento de talla, algo ya ensayado en la polémica restauración de la Esperanza de Triana. Al hacer desaparecer la pintura original se volatiliza al mismo tiempo buena parte del carácter conferido por el autor de la obra. Sin embargo, también se consiguió poner de relieve un correcto modelado -sobre todo en las manos- que no era tan evidente con la policromía plana y vacía de matices que le otorgó el artista valenciano a la talla. De un lado, se pierde parte de la estética de la imagen -y en paralelo se pierde algo de la imagen como testigo-; de otro, se gana en plasticidad. Sin duda nos encontramos de nuevo ante otro modo de participación creadora no objetiva.

La restauración de la Paloma, una de las más discretas de las intervenciones de Duarte.
Quizá la restauración de la Virgen de la Paloma -2008- haya sido la más discreta de cuantas Duarte ejecutase. El mismo autor explicó el procedimiento llevado a cabo en unos términos del todo convincentes: “le hice un candelero nuevo y limpié su policromía porque tenía mucha suciedad acumulada. Es una imagen muy particular, de expresión medio sonriente a la vez que Dolorosa. Cuando me la encargaron, les dije a sus cofrades que quería ponerle los ojos del color de Málaga por la mañana, del Mediterráneo, esos ojos verdes que lleva y que creo fueron un acierto[17]. La seguridad con que Álvarez Duarte se reafirma en lo que hizo casi cuarenta años antes de pronunciar esas palabras -sabedor de que el éxito de aquella dolorosa tuvo mucho que ver en su carrera artística a partir de ahí- nos confirma hasta qué punto actuó con sumo respeto hacia sí mismo, al restaurar una obra de propia factura. De todas las labores que se compendian en este estudio, nos atrevemos a decir que es la que llevó a cabo con mayor rigor. Lo paradójico es que esto se diese por primera vez en una talla suya. La evidencia, tras el análisis detenido de la imagen, es la de una obra que ha conservado al máximo la impronta de una obra de juventud, por lo que podría afirmarse que continúa erigiéndose como fiel testigo de una etapa creativa, algo de gran valor para el estudio historiado de las piezas artísticas.

Segunda restauración de Mª Stma. de la Esperanza, en 2009.
En 2009 llegaba a manos del imaginero la singular oportunidad de restaurar de nuevo a la Virgen de la Esperanza. Con el paso de los años, el color aplicado a la talla del cuello -que, si recordamos, fue todo obra de Duarte- había torcido hacia un extraño tono verdoso que producía un marcado contraste con la policromía del rostro. Ello se unía a la aparición de grietas en diversas zonas y al deseo de la archicofradía de eliminar unos desafortunados barnices aplicados en otras restauraciones acometidas: “Hace unos cuatro o cinco años, la Virgen sufre una limpieza total en la que lo único que hacen es alterar mi policromía, una limpieza que deja un antiestético brillo y con la que la hermandad no está contenta[18]. La restauración, además de resanar y consolidar los aspectos internos de la escultura, consistió en retocar la policromía de forma evidente. Se igualó la tonalidad del cuello a la de la cara y se procedió a una limpieza general que hizo desaparecer los antiestéticos brillos. Por otro lado, Duarte aprovechó para modificar sutilmente algunos detalles de su propia policromía de 1969, afinando las cejas y la sombra de las pestañas pintada en los párpados inferiores, al objeto de optimizar la dulzura de la mirada. Colocó pestañas nuevas -también algo menos abundantes- y lágrimas engarzadas en la policromía. Como ejemplo del modo en que son aceptadas e interpretadas estas intervenciones en las imágenes -dando por sentado que no se trata sólo de conservar-, citaremos una breve reseña de la prensa local: “El restaurador ha actuado sobre los brazos y su articulación, sobre la sujeción de la corona y ha tocado la policromía de la cara, devolviéndole el característico color moreno de su tez y dándole unos ligeros toques rosados en las mejillas[19]. Cabe añadir que el artista quiso realizar un nuevo juego de manos para la imagen, al objeto de sustituir las anteriores. “El propio autor ha venido manifestando durante años que las circunstancias en las que las realizó no eran las idóneas para ejecutar el trabajo que, incluso por su devoción personal hacia la Virgen, él hubiera deseado. Por esa razón se propuso a sí mismo que algún día, en la madurez de su carrera, le haría a la Virgen otras manos mejores”[20].

Comparativa: el antes y el después de la Virgen de las Angustias.
La restauración, en 2011, de la Virgen de las Angustias, consistió fundamentalmente en la consolidación de la mascarilla, en un peligroso estado, así como en la eliminación de repintes al objeto de restablecer un aspecto más aproximado al que pudo darle su autor -muy probablemente Castillo Lastrucci según la atribución de Juan A. Sánchez López-. El retoque de la policromía es evidente, especialmente -de nuevo- en las cejas y sombra de pestañas, así como en los labios -donde el repinte era más tosco-. Sin embargo, lo que destaca de esta restauración es la leve apertura de los párpados, trabajo que le acerca de nuevo a sus primeras intervenciones en imágenes marianas, propiciando una expresión ligeramente distinta. La exposición actual de este tipo de procesos a la opinión pública se materializa en el hecho de que buena parte de la misma se manifestó en el sentido de advertir elocuentes alteraciones en la imagen. A raíz de una representativa encuesta realizada por el portal cofrade El Cabildo en fechas inmediatas a la entrega de la imagen se ponía de manifiesto esa impresión: “Al preguntarse si los lectores evidencian cambios en la fisionomía de la talla, cabría unir los votos negativos que la advierten y los positivos que, aunque a mejor, también contemplan una alteración del aspecto. Ambas opciones acaban por sumar un 66´8 % del total, 263 votos[21]. En cierta medida, esa convicción viene dada por el remozado aspecto -gracias a una policromía mucho más uniforme-, la nueva expresividad dialogante y una impresión de lozanía o juventud redescubierta, quizá oculta por el oscurecimiento natural de la imagen.

Aspecto que lucía la Virgen de la Paz en la década de los 80, los 90, y tras la última restauración en 2012.
Finalizamos este análisis con la última de este rosario de restauraciones, llevada a cabo en el presente año de 2012, la de la Virgen de la Paz. Apuntaremos aquí que la presentación de la imagen ya restaurada ha concitado de nuevo la división de opiniones, entre los que afirman categóricamente que se ha devuelto a la Virgen el aspecto que tenía en los años 70 del siglo XX, y los que se avienen a que la aplicación de un estilo de policromía más maduro -respecto a la lógica evolución del imaginero- ha trastocado la que era una representativa obra de juventud. El objeto de la intensa polémica nace de la eliminación de unas carnaciones -sombreado de párpados, rojez de las mejillas, intensa encarnadura de los labios- que el autor afirma no considerar propias. Se atribuye, quizá erróneamente, esos defectos de la policromía a una de las restauraciones llevada a cabo por Estrella Arcos Von Haartman. Lo que sí se puede constatar es que tales detalles no existían con tal intensidad en la imagen cuando fue realizada; y una de las razones de este aspecto pudiera deberse a que estuviesen muy matizadas bajo la pátina original, quizá eliminada en la limpieza de la imagen. En la presente intervención, si bien se ha respetado la talla en su modelado, se ha conferido a la obra de una nueva policromía que, recreando la primitiva, se acerca mucho más a la producción más madura del escultor. Así, el enrojecimiento del borde interior de los párpados, la aplicación mucho más sutil de los frescores o el virtuosismo con que se han pintado unas cejas casi hiperrealistas, dan lugar a pensar en una obra reciente. Quizá en este sentido, y aún desde el convencimiento de que nos encontramos ante una policromía realizada con maestría, añoramos las pequeñas imperfecciones que la hacían referente de una etapa en la vida del escultor.

La visión del artista.

Llegados hasta aquí, se hace interesante cotejar nuestras afirmaciones con declaraciones del artista y restaurador que no siempre se corresponden con el método de trabajo aplicado en cada caso. Espetado por la posibilidad de que retoque las imágenes que restaura, Duarte responde: “Las imágenes se hacen en una época y yo no soy partidario de alterar su morfología … Yo siempre digo que para alterar una imagen prefiero hacerla nueva[22]. Un tanto consternado con la forma en que desempeñan su labor otros restauradores, asevera: “Hay quienes todavía no se han dado cuenta de que las imágenes son sagradas y a ellas se les rinde culto. No son fachadas de iglesias ni de catedrales las cuales hay que limpiar. En la restauración de una imagen nunca se debe limpiar, únicamente hay que conservar[23]. Bastante explícito, finalmente, se muestra cuando se le pregunta acerca de apartar la creatividad del trabajo restaurador: “La forma de trabajar es distinta. Uno debe limitarse a olvidarse de todo y trabajar. No cuesta trabajo[24].

Todos nos equivocamos; pero hay que tener respeto, empezando por uno mismo[25].




[1] PINTOR ALONSO, Pilar y OLIVA, Yolanda: La imaginería procesional: una manifestación de la religiosidad popular andaluza. Criterios técnicos para su conservación. Revista “Eúphoros” Nº 6, Ed. Centro Asociado a la Uned Campo de Gibraltar, 2003. P. 189.
[2] Ibídem. P. 193.
[3] Carta de Restauro 1972, traducida por María José Martínez Justicia a partir del texto italiano.
[4] Carta de Restauro 1987 de la Conservación y Restaración de los Objetos de Arte y Cultura.
[5] RUBIO FAURE, Cinta y REAL PALMA, Mayte: La imaginería devocional como sujeto vivo: criterios de conservación y propuestas para su preservación material. Ponencia en representación del Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico en las jornadas “El patrimonio religioso y su conservación: valor social e inmaterial”, Jardín Botánico de Valencia, mayo 2012.
[6] Entrevista a Luis Ávarez Duarte, LaTribuna.org, Málaga, noviembre de 2012.
[7] CARRERA HERNÁNDEZ, Dolores: Semblanza de Luis Álvarez Duarte, publicada con motivo de la llegada a Málaga de la imagen del Santísimo Cristo de la Esperanza en su Gran Amor, en 1991. En la página de la Hermandad de la Salud: http://hermandaddelasalud.org/id38.html
[8] SÁNCHEZ LÓPEZ, Juan Antonio: “El alma de la madera. Cinco siglos de iconografía y escultura procesional en Málaga”. Edición de la Real y Excma. Hermandad de Nuestro Padre Jesús del Santo Suplicio, Santísimo Cristo de los Milagros y María Santísima de la Amargura. Málaga, 1996. P. 322.
[9] ABADES, Jesús y CABACO, Sergio: Entrevista a Luis Álvarez Duarte, página web “La Hornacina”, 2009. Enlace: http://www.lahornacina.com/entrevistasduarte.htm
[10] SÁNCHEZ LÓPEZ, Juan Antonio: “El alma de la madera... P. 322.
[11] CLAVIJO GARCÍA, Agustín: La Virgen de la Esperanza: historia, estilo e iconografía. “Esperanza Nuestra”. Edición de la Real Archicofradía del Dulce Nombre de Jesús Nazareno del Paso y María Santísima de la Esperanza. Málaga, 1988. P. 207.
[12] SÁNCHEZ LÓPEZ, Juan Antonio: “El alma de la madera... P. 382.
[13] SÁNCHEZ LÓPEZ, Juan Antonio: “El alma de la madera... P. 336.
[14] ESPINAR CAPPA, Ana María: La imagen de María Santísima de Gracia, Boletín informativo “Faro de la Victoria”, Nº 34, Málaga, 2007. P. 20.
[15] PANIAGUA, D: Según Álvarez Duarte, la Virgen de Consolación, p. 30.
[16] SÁNCHEZ LÓPEZ, Juan Antonio: “El alma de la madera... P. 384.
[17] ABADES, Jesús y CABACO, Sergio: Entrevista a Luis Álvarez Duarte...
[18] ABADES, Jesús y CABACO, Sergio: Entrevista a Luis Álvarez Duarte...
[19] Elogios a la restauración de la Esperanza, Diario SUR, Málaga, 7-12-2009.
[20] GARCÍA MORGADO, Salvador: Las manos de la Virgen, Boletín informativo “Esperanza”, Nº 54, Málaga, 2010. P. 10.
[21] La restauración de las Angustias divide las opiniones, ElCabildo.org, Málaga, 13-11-2011.
[22] LEÓN, José Joaquín: Entrevista a Luis Ávarez Duarte, Diario de Cádiz, 28-03-2012.
[23] SANTA BÁRBARA, Eugenio: Entrevista a Luis Ávarez Duarte, Cruz de Guía, Úbeda, 13-01-2008. Enlace: http://www.ubedaenlared.com/cruzdeguia/newcg/cruz-de-guia-entrevista-a-don-luis-alvarez-duarte/
[24] Encuentro digital con los lectores de Diario de Sevilla, 31-03-2011.
[25] Entrevista a Luis Ávarez Duarte, LaTribuna.org, Málaga, noviembre de 2012. 





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4 nov 2012

Los Cultos al Stmo. Cristo de la Redención

El altar de la bendición de la imagen, 1987.
Fotografía: Archivo Dolores de San Juan.


Mucho antes de la revitalización experimentada en la Archicofradía a partir de los cultos celebrados en 1978, la historia centenaria de la corporación ya nos brindaba que la principal preocupación de sus hermanos fue, desde sus orígenes, la celebración solemne del culto interno. Ejemplo de esta piadosa vocación fueron siempre los septenarios en honor de Nuestra Señora de los Dolores, cuyos altares reflejaban en su profusa ornamentación la importancia de uno de los cultos más antiguos que se han celebrado de forma ininterrumpida en la ciudad de Málaga. A la llegada de la imagen del Santísimo Cristo de la Redención, los archicofrades de San Juan apenas tenían que interpretar con acierto una transposición de códigos simbólicos -el color y la disposición de los elementos- para hacer una adecuada analogía entre las celebraciones cuaresmales dedicadas a su Sagrada Titular desde antaño y aquellos nuevos cultos que habrían de incorporarse a la vida de hermandad desde la feliz integración de la talla de Juan Manuel Miñarro en su seno.

La bendición de la imagen. 1987.

En una suerte de declaración de intenciones, la Archicofradía erigió una singular tramoya para la puesta en valor de la que hoy es considerada una de las imágenes de mayor mérito artístico del panorama escultórico contemporáneo. Era, por un lado, la plasmación de buena parte de las aspiraciones de la hermandad en cuanto a la celebración anual del Quinario, puesto que recurría a tal efecto a la semántica propia de la Cuaresma -aunque, como sabemos, el quinario se celebra precediendo en varias semanas a la misma-; por otro, conseguía enmarcar de un modo extraordinario a la imagen, facilitando su contemplación y resaltando algunos de sus valores plásticos sin renunciar a ninguno de los parámetros que define la liturgia.

El retablo del presbiterio fue absolutamente cubierto con telones de color rojo, circunstancia que veló todo barroquismo y envolvió de solemnidad la impronta del altar, alcanzando debidamente el propósito de enaltecer únicamente la soberbia figura del crucificado. En una inteligente adecuación a la línea arquitectónica del retablo, esos telones se dispusieron a dos alturas, diferenciando la importancia de la calle central. Aprovechando el eje vertical del telón, se dispuso un escudo pintado de considerables dimensiones, remarcando así la vivencia de una efeméride a nivel corporativo que fue historia viva de la Archicofradía. En el centro del presbiterio y tras la mesa de altar, se erigió un dosel de color morado con forma de vano de medio punto. No sólo se tuvo en cuenta la armonía de las proporciones -aproximándose de forma intuitiva al llamado rectángulo aúreo-, sino que se escogió el más apropiado cromatismo para el tejido soporte ante el que se situaría la imagen. Por las particularidades de la propia policromía del crucificado, de tonalidades cetrinas, el color morado potenciaba el aprecio de las diversas coloraturas de la efigie.

Sirviendo de acomodo a la imagen y su dosel, se dispuso un frontal de altar elaborado ex profeso para la ocasión. Ideado como predela para un retablo, presentaba una organización tectónica a partir de cuatro pilastras corintias, y encerraba tres casetones ornamentales de filiación barroca, muy en sintonía con la trama decorativa del damasco del dosel. Se guardó un equilibrio y una mesura que no fueron sino auténtica vocación de clasicismo, puesta en práctica de la creencia en una estética del orden, la proporción y la armonía.

El altar de Quinario.

El primer altar de quinario, 1988.
Fotografía: Archivo Dolores de San Juan.


Para el ejercicio del Quinario, durante los primeros años de culto al Stmo. Cristo de la Redención se revistió dicha celebración de un despliegue fastuoso de medios. Fundamentalmente, se emuló lo llevado a cabo en el altar de la bendición, limitando eso sí la presencia de los telones rojos a una demarcación rectangular que dejaba a la vista las calles laterales del retablo y el ático del mismo, presidido por el titular de la Parroquia, San Juan Bautista. Podría decirse que se estaba ante una clara línea de continuidad con los fastuosos altares del Septenario de la Virgen levantados también en el presbiterio, y que alcanzaron cotas de suntuosidad extraordinarias en los cultos de 1989, donde la disposición de la cera superó la cifra de cien puntos de luz. En esos altares de Quinario, y siguiendo la pauta establecida en el altar de la bendición, tanto la cera como la flor se instauraron en un color rojo sacramental, empleando de un modo clásico el clavel y sirviéndose del espléndido plantel de ánforas del ajuar mariano.

En los años 90, el quinario de vino celebrando en la capilla de la Virgen.
Fotografía: Archivo Dolores de San Juan.
A partir de 1991, y por recomendación expresa del párroco, los cultos se trasladaron a la capilla de la Archicofradía, que entonces estaba presidida por el camarín de la Virgen y presentaba al crucificado en una pequeña hornacina lateral. Las soluciones que se dieron ante esta circunstancia no menoscabaron la avenencia de las proporciones, si bien conllevaron una estampa totalmente constreñida al reducido ámbito de la capilla. También se cubrió el retablo con un dosel, y como aportación singular, a veces fue situada la imagen de Ntra. Sra. de los Dolores a los pies del Señor, dibujando de manera excepcional la iconografía del Stabat Mater: “Estaba la Madre dolorosa, junto a la cruz, llorosa, en que pendía su Hijo. Su alma gimiente, contristada y doliente atravesó la espada”. En esos años, el magnífico frontal de altar del retablo fue trasladado desde su ubicación al basamento del altar de cultos.

En 1996 se daba la feliz circunstancia de que sería el último en celebrar el Quinario en la capilla de la Virgen, pues se había acordado la adaptación de la que es hoy Capilla Sacramental de la Parroquia para albergar definitivamente al Cristo de la Redención. De modo extraordinario, y en la quinta jornada de los cultos, la imagen fue situada en un lateral del presbiterio por tener lugar la visita del entonces obispo D. Antonio Dorado Soto. Por este motivo, se prescindió de la habitual candelería y se recurrió únicamente a los portentosos faroles del trono de la Virgen, entendidos así como elementos móviles fácilmente reubicables en su segunda disposición.

El Cristo de la Redención en la Capilla Sacramental.

Entronización del Cristo de la Redención en la capilla sacramental.
Fotografía: Archivo Dolores de San Juan.
Fue en enero de 1997 que se entronizase al Señor en la Capilla Sacramental de San Juan, para lo cual se procedió a la rehabilitación de este espacio, antes ocupado por la Paloma. En cierta medida, la actuación llevada a cabo determinó contundentemente cómo se celebrarían los cultos a partir de entonces, pues el entelado del lienzo frontal con damasco rojo se convertiría en dosel permanente de la imagen. Si bien para dicha ceremonia se empleó un exorno floral adecuado a los colores amarillo y blanco de la enseña pontificia, durante los quinarios sucesivos no se ha hecho sino consolidar la estética atemporal de las altas candelerías de bruñida cera roja y un atemperado ornato de claveles del mismo color dispuestos en piñas cónicas o de fanal, según el caso. En esas ocasiones, el pedestal del Sagrario se oculta tras una mesa de altar vestida con un elegante faldón. La diafanidad de dicho espacio ha permitido la inclusión de una balaustrada de madera y el jalonamiento del altar mediante altos blandones de cera que contribuyen a realzar el conjunto.

El quinario de 2011.
Fotografía: Archivo Dolores de San Juan.
Caso aparte constituyen aquellos años en que, por las obras llevadas a cabo en la Parroquia de San Juan entre 2006 y 2009, la hermandad se trasladó al Sagrado Corazón de Jesús. Allí, la Archicofradía situó al Cristo de la Redención en uno de los paños de las naves laterales del templo neogótico, adaptando con exquisitez al crucificado en el exiguo cerco de una ojiva. Si bien las modestas dimensiones del altar no permitieron un alarde en el trabajo de albacería, nunca se renunció a la solemnidad y la elegancia, contando de nuevo con la mesa de altar de la capilla de la Virgen.

La revisión de estos altares son el correlato efímero del carácter de la Archicofradía. La sobriedad, el inconformismo, el anhelo de la perfección en la simetría, la búsqueda constante de un canon... Empeños todos que se transmutan virtud y estilo. Vocación incansable que apunta en una única dirección: La contemplación piadosa de Jesús Crucificado. El Redentor.



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