16 nov 2012

#Redención25años

Altar del XXV Aniversario de la bendición de la imagen.
Fotografía: Pepe Gómez.


La Generosidad. Siempre que me relamo del último uno de noviembre -y no hace tanto, pero ya es de esa Historia para toda la vida-, es lo primero que me viene a las mientes. Porque apretujados en un banco de la nave de San Juan, ya embaucados para siempre, nos abandonamos a lo insondable, que resonaba en esa pieza del mejor Telemann. Y porque tal música gloriosa, en su certero nombre, reflejaba el mejor amor a los hermanos; el de ponerlo todo a los pies del Señor, y compartir la alegría de estar un cuarto de siglo arracimados en torno Suyo. Tan sólo una hora antes, con los bancos para autoridades casi vacíos, la parroquia era una fiesta; con esa algarabía que hay en las bodas -todos hechos unos pinceles, todos devolviéndose sonrisas- y con la sensación de que el tiempo no es más que una convención. Porque en San Juan hay días que el tiempo o no existe o se detiene o vaya usted a saber qué magias se derraman. Y eso que hasta ese día se contaron otros muchos de altares dibujados en la arena de la playa, de secretos guardados con celo, de maquinación maravillosa para ofrecerlo todo. Por esta Fe, por esta Iglesia, por esta ciudad. Sólo quien lee entre líneas sabe que tras esa escenografía hay tanto amor y trabajo que no cabe en una mañana. Podría decirse que tras cada nudo de la maravillosa alfombra hay un anhelo.

Desde mi sitio en la nave, por aquello del protocolo, no tenía asiento en mi encrucijada favorita -allí donde la mirada se posa tanto en el tabernáculo de Dios como en Aquella que está tras el vidrio. Pero tuvimos nuestro tiempo, antes y después, para verla rejuvenecida en su fanal. Que era cápsula del tiempo -la misma blonda, las mismas manos para prenderla, y hasta casi la misma proporción y medida en todo- y arca de nuestra alianza. Viéndola así, calcada de aquella su propia estampa con el manto de Viñeros, se acordaba uno de cuando la Archicofradía era sólo Ella. Y bien han hecho los que la han dispuesto así, arcano espejo de la memoria, pues nos hacen reparar en lo que nos une.

El Crucifijo nos llenaba tanto, desde su atalaya maravillosa en el huerto que los más astutos sembraron, que a duras penas había ojos o alma para nada más. Los lirios, en pequeños arriates -como si brotaran allí mismo-; el lentisco, devenido seto versallesco por la mano grácil de algún jardinero avezado; agrestes y salpicadas, otras flores crecían al filo de la antigua mesa de altar, valiente frontispicio que reverencia al corazón traspasado. Y solemnidad vaticana, y exquisitez, y elegancia, y otras muchas florituras que nos empalagarían. Pero en lo alto de todas ellas, autenticidad. Porque de nada sirve la tramoya sin la urgente fusión de los corazones de los hermanos. Al llegar el besapié, casi en volandas el ánimo, la iglesia toda ella una torrentera, se sentía uno para siempre unido a la Redención.





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