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Altar del XXV Aniversario de la bendición de la imagen. Fotografía: Pepe Gómez. |
La Generosidad.
Siempre que me relamo del último uno de noviembre -y no hace tanto,
pero ya es de esa Historia para toda la vida-, es lo primero que me
viene a las mientes. Porque apretujados en un banco de la nave de San
Juan, ya embaucados para siempre, nos abandonamos a lo insondable,
que resonaba en esa pieza del mejor Telemann. Y porque tal música
gloriosa, en su certero nombre, reflejaba el mejor amor a los
hermanos; el de ponerlo todo a los pies del Señor, y compartir la
alegría de estar un cuarto de siglo arracimados en torno Suyo. Tan
sólo una hora antes, con los bancos para autoridades casi vacíos,
la parroquia era una fiesta; con esa algarabía que hay en las bodas
-todos hechos unos pinceles, todos devolviéndose sonrisas- y con la
sensación de que el tiempo no es más que una convención. Porque en
San Juan hay días que el tiempo o no existe o se detiene o vaya
usted a saber qué magias se derraman. Y eso que hasta ese día se
contaron otros muchos de altares dibujados en la arena de la playa,
de secretos guardados con celo, de maquinación maravillosa para
ofrecerlo todo. Por esta Fe, por esta Iglesia, por esta ciudad. Sólo
quien lee entre líneas sabe que tras esa escenografía hay tanto
amor y trabajo que no cabe en una mañana. Podría decirse que tras
cada nudo de la maravillosa alfombra hay un anhelo.
Desde mi sitio en la
nave, por aquello del protocolo, no tenía asiento en mi encrucijada
favorita -allí donde la mirada se posa tanto en el tabernáculo de
Dios como en Aquella que está tras el vidrio. Pero tuvimos nuestro
tiempo, antes y después, para verla rejuvenecida en su fanal. Que
era cápsula del tiempo -la misma blonda, las mismas manos para
prenderla, y hasta casi la misma proporción y medida en todo- y arca
de nuestra alianza. Viéndola así, calcada de aquella su propia
estampa con el manto de Viñeros, se acordaba uno de cuando la
Archicofradía era sólo Ella. Y bien han hecho los que la han
dispuesto así, arcano espejo de la memoria, pues nos hacen reparar
en lo que nos une.
El Crucifijo nos llenaba
tanto, desde su atalaya maravillosa en el huerto que los más astutos
sembraron, que a duras penas había ojos o alma para nada más. Los
lirios, en pequeños arriates -como si brotaran allí mismo-; el
lentisco, devenido seto versallesco por la mano grácil de algún
jardinero avezado; agrestes y salpicadas, otras flores crecían al
filo de la antigua mesa de altar, valiente frontispicio que
reverencia al corazón traspasado. Y solemnidad vaticana, y
exquisitez, y elegancia, y otras muchas florituras que nos
empalagarían. Pero en lo alto de todas ellas, autenticidad. Porque
de nada sirve la tramoya sin la urgente fusión de los corazones de
los hermanos. Al llegar el besapié, casi en volandas el ánimo, la
iglesia toda ella una torrentera, se sentía uno para siempre unido a
la Redención.
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