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La Pollinica en Carretería.
Foto: Rocío Alarcón |
Al parecer debo llevar un despertador incorporado, como biológico, que me ha levantado insensible a la fatiga mucho antes de lo que había previsto. Sin pensarlo, se empieza esa letanía maravillosa que arranca con mirar al cielo y continúa con abrillantar esos zapatos que molestan tanto -debe ser la tiranía deseada de tratar de ponerse como un pincel-; se estrena el perfume, la camisa, el ansia guerrera de poder con las horas y la ilusión nunca perdida de adolescente. El café, bebido de un tirón a los sones de un par de marchas de Escámez, haciendo mi particular tributo a la banda madre y maestra, incordiando un poco a los vecinos y aclimatando el ánimo. En el autobús, temprano, leo entre mis cofrades navegantes una inquietud por buscar a Don Amadeo; a mí me parece verlo sentado, trajeado y con semblante serio -dada la importancia de la mañana- al final del vehículo.
Domingo de Ramos con su conveniente cielo azul, su impronta de novedad y, si cabe, de entrenamiento. Se empiezan a escuchar impertinencias entre el público, que debe hacerse a los achuchones y las bullas; “que me están estrujando al niño”, “pasar tiene usted que pasar, pero sin arrollar”. A mí todo me resulta muy familiar, con el encanto de las cosas que han sido ensayadas, como los andares de Lágrimas y Favores, que son una delicia para las criaturas que se hayan agolpado en cualquier rincón de calle Nueva. A las once y pico de la mañana, bien situado ante la Iglesia de la Concepción, se disfruta de lo variopinto: el chaval que sale de Casa Mira con el que bien podría ser el primer helado de turrón de la Semana Santa; la procesión de palmas y olivos de una comunidad latina con sede en la iglesia aledaña, que cruza entre los nazarenos guiados por el cura. Con la Virgen se acerca también la pequeña cofradía de torturadores, que no se van sin el esperado plano de los ojos del pregonero recortado en el capillo de capataz, que introducen la alcachofa radiofónica sorteando capirotes y pretenden hacerse con alguna primicia. ¿Para cuándo dejar a este hombre disfrutar tranquilo de sus procesiones? A la Virgen hay que volver a verla en Félix Sáenz, en Puerta del Mar, en Atarazanas. Cada tramo es un baile de sensaciones, que agrada al público y pone de manifiesto el trabajo bien hecho de algunos submarinos, que como sabemos llevan la voz cantante.
Por la tarde vivo la que sin duda se me clava en la retina como la estampa más hermosa del día. Los nazarenos blancos de Salutación, saliendo de San Felipe, mientras se recoge la Pollinica apenas a unos cuantos pasos. Al fondo, y con el bullicio conveniente de un encierro, se recortan palmas, capirotes verdes y morados, se mece la palmera, suenan campanillas... Y entre una cofradía y otra apenas media un carrillo de chucherías, de esos que abren los cortejos con más arte que la policía local. La calle Parras es una fiesta; las pinturas barrocas de algunas fachadas parecen animarse con esta locura de Semana Santa. A lo mejor hay que avisar a Fernando Prini para que nos dibuje las otras fachadas y nos deje la calle hecha un primor, que faltita le hace... La salida del misterio del encuentro de Jesús con las mujeres no se produce, como hace unos años, en absoluto silencio. Hay mucho alboroto de los que han acabado su encierro y no piensan más que en salir de allí a costa de lo que sea. El trono se desliza perfectamente al exterior sin rozar por ningún lado, y nos seduce y extraña al mismo tiempo el cántico sacro de dos sopranos en una reja del museo del vidrio. A mí, la verdad, me gustaba mucho más la saeta rota de Luz Mari; pero para gustos los colores.
Más metidos en el centro, nos dejamos rodear por turistas de crucero, con sus rubicundas caritas de satisfacción y de no entender nada. Los cirios que llegan no son de color pardo, como de anunciaba, más bien de caramelo, y endulzan la tarde. El Señor de la Soledad hace majestuosamente una curva llegando a Méndez Núñez, y me da por pensar que cuando por fin retiren los andamiajes y refuerzos de la Plaza del Teatro, el Señor tendrá seguro su cajillo dorado en oro fino. Vámonos a verla en Echegaray, que es de esas calles recuperadas y que luce fantástica. Alguien debe estar haciendo un retablo en su casa con las molduras arrancadas del pequeño local abandonado junto al teatro. Pasa Dulce Nombre con unos sones atrevidos -Madrugá de canela y clavo- antes de llegar a la Catedral. El manto hace una pizca de daño a la vista, con ese turquesa encendido, ese brillo, y la caída del tejido, con tan poco cuerpo.
El paréntesis tiene gusto amargo de gintonic en la Plaza de Mitjana. La tertulia es buenísima, y toda la conversación se centra en esa joya que será el Trono de la Redención, quizá en un par de años. Obra de arte maravillosamente coordinada que se colará en la futura terna de los tronos imborrables, eternos e imperecederos, a saber: Expiración, Sepulcro y -si no al tiempo- Redención.
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El nazareno que vio la luz.
Foto: Álvaro Simón Quero |
Cumplimos con la tradición de ver el Prendimiento en Ollerías, con una estética perfecta y los tronos bien llevados. Gustan los nazarenos con capas de damasco, y el color ya amortiguado de los bordados de la mejor túnica del Señor, la granate, con su botonadura de broches de oro. La Virgen del Gran Perdón va tan preciosa que no hay sitio para sacarle punta a nada; los dibujos de Casielles se recortan perfectos, con un brillo almibarado en toda la orfebrería. Atrás quedaron aquellos arreglos florales explosivos y tropicales que escondían y disimulaban carencias. Ahora es un esplendor de buen gusto.
Cuando me acerco al Huerto, en Carretería, me percato del error de haber escogido este enclave. No está mal que los niños armen gruesas bolas de cera; pero es que no se les ha educado en las formas, y aquello parecía un recreo de colegio. El Señor de estirpe dieciochesca no merece el risco improvisado y dispuesto con desgana de ramajos tronchados y florecillas de colorines. Ni el repinte del ángel, que le acentúa una rara y discutible guapura; así que busco un ángulo de visión donde los arbotantes me enmarquen al Señor, tan bien peinado, como siempre, vestido con las rocallas elegantes que un día idearon Salvador Aguilar y Manuel Mendoza. La Virgen llega apagada, lástima del siempre fascinante pecherín, por mor de la brisa. Pero apenas hay empeño en remediarlo. ¿Qué le ha pasado al dorado de Guzmán Bejarano que ya se ha vuelto completamente mate?
Con Humildad nos planteamos una buena ristra de preguntas. Si es compatible el afán de recuperar el sello de los otrora Servitas blancos con esta música alegrona para levantar el ánimo y avanzar camino de la Victoria. Desde luego, el ánimo de los portadores se ha multiplicado por dos, si pensamos en el año pasado. Calle Granada se hace complicada con sus balcones y esa larga curva en tensión hasta llegar a Santiago; quizá demasiadas voces de capataz para una maniobra que debe hacerse más limpia en el futuro. Pregunto por el arreglo de la Virgen, que me gusta. Desconocía que desde el año pasado la viste Pepito, de los Mártires. Le ha dejado las mejillas algo más despejadas, y los drapeados no son simétricos, más bien aportan naturalidad. Lleva un pecho de bullones magnífico, y la imagen va bien armada.
Para disfrutar de la Salud en calle Nueva se hace necesario dejarse llevar por la bulla y ensayar el paso de cangrejo para no pisar a nadie. Mira que la Salud lleva palio de recortes y trono de hojalata, mira que todavía esconde un trocito de tren de velas; pero qué sentido de la proporción, Ella en el medio, a buena altura, mejor iluminada que ninguna. Da igual la ventolera que haya; en la Salud se preocupan de que se vea esa cara. Si la miras de lejos no ves venir un trono, ves venir a la Virgen. Petalada, un Ave María entonado por toda la calle, alegría y más gente cada año. Al Cristo le han festoneado el monte de claveles con rosas rojas, espinos, cardos y hasta pequeñas orquídeas, de dulce. En el puente de la Aurora se dibuja la luna entre nubarrones raros, inciertos. Y al regresar, después de mil abrazos con aquellos que se espera uno encontrar en Domingo de Ramos, se forma un batiburrillo de sensaciones, y se es consciente del dolor de pies, ese dolor inconfundible que no se parece a ningún otro. Y que es tan buena señal.
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