11 abr 2011

Sahumerio del Domingo de Traslados (I)

El traslado de la Sangre, por Comedias.
Foto: Álvaro Simón Quero

Entre unos y otros, a fuerza de repetirlo, hemos acabado bautizando esa jornada maratoniana como Domingo de Traslados. Y si no al tiempo, que esto se ha quedado instaurado como una tradición más, con esa facilidad que tenemos aquí para inventar y asentar en un plis-plás lo que se nos ocurra.

Acuden en algarabía los cofrades de todos los colores, incluso los que afirman que no les gustan los traslados. Y es que hay una fuerza imperativa que está implícita en escuchar un tambor, no lo podemos remediar. En el autobús hay una soflama generalizada; el lateral derecho de la Alameda está cortado para no sé qué podas o trasplantes que nos dejarán los ficus macrofila hechos un Cristo y veremos con qué porcentaje de sombra para ver la Pollinica a gusto. Y además se ha organizado no sé qué carrera urbana con bicicletas y se ha cerrado también el Paseo de los Curas. El chófer enardece a las masas, quizá en el ánimo de menoscabar las protestas por la insoportable lentitud con que avanzamos. Hay piezas desparramadas de las tribunas y palquillos por todos lados, a partes iguales con ramas recién cortadas; para mí todo esto tiene su encanto. Un tuit me avisa de que la Sangre va por Calle Nueva, y yo todavía aguantando ese calor insano de estos autobuses herméticos cerrados a cal y canto.

Por calle Larios me parece que es la Feria de Agosto. Treinta grados y mucha gente en bermudas y chanclas, y a lo lejos bulla de procesión. Imposible verla allí. Así que en la esquina de Aparicio, que tiene mucho encanto. Y mientras, me llego al besapié de Pasión. Al acceder al templo -ese que uno frecuenta tantas veces y es como una segunda casa- una señorita me indica que el Señor Cura ha advertido de que si no se asiste a escuchar misa no se puede entrar. Alguien debería recordarle a esta Iglesia Católica que a lo largo de su historia los templos con dos o más naves laterales se erigieron de ese modo para facilitar el transitar de fieles y peregrinos sin entorpecer el desarrollo de los oficios religiosos. Me molesta entrar en el saco de lo que consideran visita turística; yo vengo a ver al Señor -y lo mismo vengo a verlo en su Sagrario que también en la cara que tallase Ortega Bru, que para eso somos católicos; vamos, hombre-. Deslumbra toda esa platería con que se han hecho los de la Pasión; con los recortes de Cayetano González y un poquito más, se han fabricado un frontal de altar, una peana, un sagrario. Eso es habilidad deconstructiva, qué mérito.

Fuera ya es difícil encontrar un pedazo de pared al que arrimarse. Cuando llega el crucificado de la Sangre, no percibo sahumerio ninguno. Ni incienso ni ciriales; nada más que una nube de fotógrafos -profesionales, amateurs, advenedizos, ocasionales- que parecen participar de ese revuelo que comenta la muchedumbre: “¿Ves si lo lleva el Banderas?” Y eso que por aquí lo están portando mujeres; son ganas de ver cosas donde es imposible verlas. Y a propósito del pregonero, que efectivamente, y como es preceptivo cada año, ha llevado unos minutos el madero del Cristo de la Sangre, leo a Cristófol en mi terminal: “Yo ya no quiero jamón york, he probado el pata negra en el Cervantes. Ahora que no me pongan poetas de garrafón”. Me sonrío, muy brevemente; y se me nubla la sonrisa, y me da por pensar si no estaré cayendo yo mismo en la horterada con mis sahumerios semanasanteros...

La Virgen llega con su jardincito de siemprevivas y rosas, un tanto cursi entre tanto malva y tonos pasteles, y se coreografía un par de marchas en Calle Comedias. Me prometo un día más la torrija de Aparicio, que llevo deseando toda la Cuaresma y al parecer todavía no me he merecido. Y me recojo.






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