La Virgen del Amor. Foto: Álvaro Simón Quero |
Cuánto he dudado en volver sobre estos pasos para deshacer lo andado. Ahora lo que me empuja es este vacío del tiempo de Pascua, enfadados como estamos con la primavera -a la que nos gustaría ponerle cara para cruzársela-, y esta necesidad primaria que nos empuja una y otra vez a rebuscar en los mentideros habituales, donde hemos comentado los ínfimos detalles del buen hacer, fruslerías de esas que nos encantan -la leche frita de la Canasta- y primicias necesarias para estar en la esquina adecuada.
La tarde gris del Miércoles Santo -que epíteto lo de la coloratura, vaya novedad- se materializaba de verdad este Calvario donde se torcían las proporciones y eran menos las que se echaban a la calle que las que se quedaban en casa. Ya no sería de otra forma, quién lo iba a decir. Entre unos y otros andábamos tejiendo la información puntual de dónde se encontraba Salesianos, con la ventaja de llegar por el camino más corto a la Catedral. Iban bien arropados de público, una vez que Fusionadas plantaba sus cuatro tronos en San Juan, y con una calma deliciosa que nos hacía olvidar, por momentos, los trances de lluvia que iban a asolar la ciudad para dejarla huérfana de sus grandes devociones.
El último angelillo de Salesianos portaba una banderola con el anagrama de las JMJ. Foto: Álvaro Simón Quero |
Así que nos lo tomamos con deleite. Y nos recreamos con ese grupo escultórico, que es de los pocos en los que se tiene en todo momento la sensación de estar ante un conjunto, por lo bien hilado de las conversaciones entre unos y otros. Entre la madera barnizada, los dorados como viejos y los ropajes tostados, el misterio de Salesianos consigue esa impronta completa en la que nada desentona. Bueno, la pañoleta de propaganda que aireaba un angelillo en la trasera, que ya la podían haber anudado en otro sitio. Pecata minuta.
Los vimos llegar al primer templo un tanto encogidos en el alma porque sabíamos que esas no eran sus horas y que andaba todo trastocado; esta no es la Semana Santa que hemos señalado en los itinerarios, que hemos planificado al milímetro, esa que tenemos prevista y aún así nos sorprende...
Nuevo Vía Crucis del Rico, ejecutado por varios pintores malagueños. En primer plano, "Jesús con la Cruz a Cuestas", de Antonio Montiel. Foto: Álvaro Simón Quero |
Después de unas menudencias de La Exquisita, pillamos sitio ante el piramidión del Teatro Romano mientras van llegando los capirotes de habichuela que siempre acarrean algún chascarrillo. Y un poco más y se nos atraganta la torrija con esa pinacoteca prescindible que es el Vía Crucis del Rico. Una pena el gasto en hilos de oro para enmarcarlos como lábaros. Viene a la cabeza, bien en el medio, el estandarte de Antonio Montiel, que se ha vuelto a pintar a sí mismo de Jesucristo abrazando la cruz; pero con qué expresión incierta de cualquier cosa menos del sufrimiento del Señor. Y mira que en su momento lo de Juanita Reina no me pareció tan grave. Pero esto no tiene nombre. Me digo que ya los perdonará Jesús el Rico, que no saben lo que hacen.
El Cristo, el de verdad, se aproxima haciendo invisible la que prometían dificultosa maniobra en diagonal. La Virgen del Amor, mucho más seria. Jesús Frías la ha arreglado con tablas y le está midiendo la estrechez del pollero para dejarla en su esencia y nada más. Es la Virgen más bonita de Dubé, pidiendo en susurros un palio de categoría. Que digo yo que tiempo al tiempo, que todo se andará.
La noche se gasta en Madre de Dios entretenidos con un cable que no deja avanzar la cruz del Cristo de las Penas; y se forma uno de esos espectáculos bochornosos, acude una grúa y el gentío estalla en aplausos al resolverse el entuerto. Cosas de esta nuestra Málaga que habría aplaudido también al sistema hidráulico de los arbotantes de la Paloma, de haber salido. Por cierto; qué maravilla de trono parece estrenar el Señor de la Puente.
Camino a casa, desvaídos, nos sorprende un nazareno de la Sangre que camina junto a sus padres con el capirote puesto. Tamaña es la impronta de lo visto que acordamos hacerle un monumento no ya al nazareno en general, sino a ese nazareno concreto de la Sangre. Qué mérito, en esta ciudad donde no se estila el anonimato de la penitencia, empeñarse en el antifaz. Sin embargo todo se trunca a la altura de Puerta Nueva cuando el nazareno se vuelve tiernamente a su progenitor pidiéndole algodón de azucar. Era mucho pedir...
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