10 abr 2011

Sahumerio del Sábado de Vísperas

Los titulares de la Cena en su traslado.
Foto: Álvaro Simón Quero

Después de una noche muy corta nos plantamos en el centro con la ropa equivocada, presagio de este tiempo loco en el que o se cala uno hasta los huesos o se cuece como un pollo. Se atraviesa calle Larios mirando a los balcones que dibujan una mañana de Corpus Christi -y eso que se empeñan en el Corpus vespertino, que pechá-, y se empieza a fantasear con el ruido precioso de sillas de madera desplegándose por Casa Mira. Llegamos tarde seguro. En Santa Lucía, con una parsimonia forzada, me encuentro con las andas de traslado de la Cena. Y le comento a mi madre lo del antiguo trono de la Virgen de la Paz, vendido y luego recuperado, a medio restaurar, que tiene tanta gracia bajo ese estuco sin refinar y ese dorado basto.

Viendo a los titulares de la Cena Sacramental, me regocijo en esa recuperación del esplendor; hay una categoría nueva, que huele a limpio, que promete. La categoría de las cosas bien hechas y cuidadas, que devuelven a cada uno a su sitio. Los Mártires ha sido lo mejor que le ha podido pasar a esta hermandad, tras el incierto paréntesis en Puerta Nueva que no poseía unción sagrada, ni alma, ni gracia. Entre el público distingo a Jesús Rodríguez, encorbatado, que tiene que sentirse mejor que nunca después de haber arreglado con tanto arte al Señor: el cíngulo enmarcando el broche como de rubí en la cintura, el mantolín recogido a la cadera con pellizco. Mi sobrina, subida sobre mis hombros, me hace preguntas sobre qué le irá diciendo la Virgen al Señor -y eso digo yo, qué le irá diciendo; si no será una sagrada conversación como aquella del Despedimiento de la Abadía del Císter- o qué es lo que va a beberse en la copa, cosas de niños.

Haciendo un poco de tiempo entramos en San Juan a comprobar esa algarabía de tronos medio montados que tanto nos reconforta. Uno de ellos con las barras sin el palio apuntando a la bóveda y desafiando el equilibrio de la lógica. Y al otro lado mi Dolorosa de San Juan, más bella que nunca preparada para su septenario, con candelería de bronce -ese dorado viejo que dialoga con el retablo- y claveles blancos alineados a la perfección en piñas de fanal. Rafaél de las Peñas la ha dejado hecha una reina, como siempre, pero esta vez dándole los siglos que siempre le han pertenecido, con un rostrillo liviano y el pecherín bordado, un corazón traspasado y una cinturilla de joyas que me hacen soñar con un Viernes Santo futuro. Algún día, cuando nuestra Virgen de los Dolores posea el manto que sin duda merece, podría llevar ese arreglo antiguo, quién sabe.

El traslado de la Cena pasando por la remozada fachada del Palacio de Villalón.
Foto: Álvaro Simón Quero

Como hay ansia de procesiones, aguantamos solano y volvemos a ver la Cena en la esquina de Parriego -qué toldos más feos han consentido poner en la fachada dieciochesca del pasaje de Chinitas-, y la volvemos a ver en el callejón de la Iglesia de la Concepción charlando con buenos cofrades y haciendo planes para estos días, y por último la esperamos -qué devoción- para verla delante del Palacio de Villalón, esa fachada que nos han regalado y tiene enfrente el defecto de los letreros fucsia del museo, tan ordinarios. Disfrutamos de los sones de la Agrupación Musical del Dulce Nombre (Granada), que interpreta allí una marcha extraña, como de cine, enfatizando el caminar pesado de la cofradía, que se resiste a encerrarse. A los pies del Señor y la Virgen hay anémonas, o eso me parece, salpicadas entre flores moradas y mucho verde. Me parecen preciosas junto a los pliegues del manto -pocas veces se cogen alfileres con ese tino-.

Virgen de la Esperanza y Refugio de los Ancianos.
Foto: Álvaro Simón Quero

Tras el refrigerio tomamos un café con hielo a la sombra de los naranjos de la Plaza de las Flores -quedan pocos, pero todavía hay naranjos en Málaga-; y nos vamos al Camino de Suárez en pos de la Esperanza del Asilo, que realiza con mucho mérito una especie de travesía del desierto, atravesando una barriada multitudinaria que sin embargo no se echa a la calle. La Virgen, Esperanza y Refugio de los Ancianos, lleva palio recto sostenido por barras de madera y nudos de orfebrería que sugieren un estilo diferente, comedido. Gustan las piñas de astroemerias, frecsias y flor de cera, arracimadas con elegancia; gustan las tulipas en candeleros, algo tan antiguo, los sellos en los cirios, el arreglo de la imagen, discreto, y el sabor añejo de la saya de colorines o el frontal con la patrona vestida como antaño en su templete. Tan sólo me puede ese cuerpo de nazarenos arremangados, a cara descubierta, con la insolencia del chicle y el caminar como de pandilla. Falta pedagogía nazarena, pero todo se andará.

Y como no tengo entradas para el pregón -algo muy de toda la vida- me apresuro a llegar a casa para saborear cada detalle del evento tan esperado sentado frente a la caja tonta. Algo tiene esta Semana Santa -y no otra- de nueva, en la que puedo comentar con cofrades a los que no adivino el rostro cada detalle, por obra y gracia de estas herramientas de pantalla sensible que nos han puesto entre las manos. Se abre el telón del Cervantes y suenan las composiciones más hermosas de Perfecto Artola con la grandiosidad de una filarmónica; referimos nuestra perplejidad mientras tanto, en mensajes cortos, de la conseguida hilación de las marchas. Casi me pongo de pie con el Himno de Coronación de la Esperanza. No puedo decir lo mismo llegado el turno de “Lágrimas de San Juan”, pues las marchas cantadas no insuflan mi ánimo. Y pienso agradecer a los que han publicado las crucetas musicales, pues con mucho respeto podré sortear esas y otras composiciones que tanto gustan por aquí.

Finalmente se asoma el pregonero a la inmensa tribuna -la del teatro, la de la radio, la de la televisión-, quizá más grande que nunca. A contarnos una vivencia rara -por qué no decirlo- que nos ha tenido desconcertados un mucho y que ha hilvanado de una manera sin duda distinta las historias de varios arquetipos de la Semana Santa malagueña. Como prometió, Antonio Banderas -ese al que tanto le hemos borrado el nombre artístico estos días, para hacernos más compadres suyos- ha dibujado una Málaga de la calle. Yo confieso que me he perdido varias veces, en un relato que no podría encarnar del todo el género del pregón y que por momentos ha rozado el subgénero tan actual del monólogo cómico. Lo que no se podría refutar, jamás de los jamases, es que este señor ha sido auténtico, tan intenso como de costumbre, forzando el acento hasta límites que la imaginación no podría encarar, pero derrochando amor por Málaga y regalando una petalada a su Virgen que nadie habría adivinado. Las lágrimas de sus ojos, al final, son la estampa con que me quedo.






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1 comentario:

  1. La marcha que se tocó delante de las puertas del museo (la de tintes cinematográficos) era "A la gloria".

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