20 oct 2012

El cartel del 25 Aniversario de Redención

Autor: Francisco Naranjo Beltrán.



Pocas veces se afronta una efemérides con tal tino. Para la gozosa celebración de los 25 años de la bendición de la imagen del Santísimo Cristo de la Redención, se ha recurrido de manera excepcional a la cartelística no fotográfica, cumpliendo con creces con todas las expectativas. Al recurrir al pintor benalmadense Francisco Naranjo Beltrán, se acertaba de pleno en la seguridad de una técnica depurada y virtuosa; pero además se apostaba por una concepción del cartel que debiera ser mucho más frecuente en el ámbito cofrade. Entendiendo que el cartel no habría de ser pintura de salón ni estampa devocional. Muy en otra dirección, el cartel tiene vocación de manifiesto en la calle, un hábil despliegue de los recursos gráficos al servicio de lo que se pretende anunciar. En este caso se ha resuelto con modernidad, y al mismo tiempo referenciando tradición y clasicismo con sabio equilibrio.

Uno de los principales valores plásticos del cartel se resume en la confluente armonía que proviene de la simbiótica relación de colores. A las tonalidades verdoso-cetrinas que corresponden a la imagen de la Redención, el pintor contrapone un juego de colores complementarios en la gama de los rojos, y establece el color negro del ruan como fondo neutro.

Si tienen la oportunidad de contemplar la obra original de primera mano, verán que la seducción de este cartel proviene en gran medida de una técnica singular. Sobre las tintas planas de acrílico de buena parte de los campos de color, el autor ha superpuesto en diferentes niveles una casi invisible trama de sombreados, matices y transparencias, logrados todos ellos mediante el uso de lápices de acuarela. Potencia así una cualidades texturales muy alejadas de convencionalismos pictóricos. El magnífico torso del Señor de la Redención, gubiado por Miñarro, se manifiesta aquí en toda su perfecta volumetría como si de un mapa topográfico se tratase. Para cada nimio resalto de la enjuta musculatura del crucificado, el pintor otorga un tono propio, concediéndole a su figura un tratamiento distinto con respecto al resto de elementos representados. Incidiendo en la representación verista de una imagen polícroma, Naranjo alude a los brillos propios de los barnices habituales en esta. La forma de hacerlo visible es en el reflejo de una luz cenital idéntica a la que el crucificado recibe de forma natural en su capilla; al ser figurada en blancos y celestes, hacen imposible no vincularla a cierta idea concepcionista del carácter mariano de la Archicofradía. Decir que esas tonalidades de luz reflejada son las únicas del espectro cromático frío, por lo que colaboran a situar la efigie en primer plano y centrar la atención en lo importante del mensaje.

El Cristo de la Redención se ha dibujado en un plano de tres cuartos en la intención de concentrar el interés tanto en el sereno rostro -que al fin y al cabo es centro de una aureola de color rojo- como en el torso desnudo y el paño de pureza, lugares en que el imaginero exhibió un preciosismo inconfundible. Por ello, la imagen completa escapa del marco, dándose la circunstancia de que, para enfatizar esta idea, Naranjo Beltrán dibuja un límite rectangular a los que excede la imagen del Señor. El contorno de la figura ha sido potenciado con una gruesa línea que nos lleva a la idea de “cloisonne”, tal y como se haría con los perfiles de plomo de una vidriera para enmarcar las figuras principales.

En segundo plano, tres ideas complementarias han sido orquestadas para la consecución de un discurso coherente. De un lado, se prescinde de la representación de la cruz arbórea, que es sustituida por una alineación de símbolos ajustados al eje cruciforme, ahora imaginario. De otro, se ajusta la composición mediante un gran círculo rojo que hace las veces de enorme aureola. Y finalmente, se equilibra la zona inferior del cuadro mediante una sugerente humareda de incienso.

En cuanto a los símbolos cercanos a la cabeza de la imagen, conviene resaltar el énfasis puesto sobre el carácter sacramental de la hermandad, aludiendo directamente al ostensorio procesional de la parroquia de San Juan Bautista, convertida aquí en nimbo de la imagen. A ambos lados, observamos dos representaciones clasicistas del sol y la luna. Decir que dicha iconografía es de las más antiguas de la Cristiandad, pues se tiene noticia de que las crucifixiones representadas en el siglo VI ya contaban con la pareja de astros jalonando la muerte de Cristo en la cruz. Ambos símbolos se entroncan en una visión teológico-astronómica relacionada con la aparición de las tinieblas en el momento de la muerte del Redentor, así como en una interpretación de la doble naturaleza humana y divina de Cristo, o de la dualidad entre Nuevo y Antiguo Testamento. Los dos astros han sido ejecutados con cualidades escultóricas. En ambos casos, se ha recurrido a la estatuaria clásica para obtener sendos modelos de belleza -masculino y femenino- ampliamente consensuados por el clasicismo greco-romano (frente y nariz rectas, ojos almendrados, labios pequeños y sinuosos, mejillas carnosas, rostro oval...), dándose un perfecto cruce entre lo antiguo -por ende, lo atávico- y lo atemporal -la imagen del Redentor como salvación de la estirpe humana más allá de los tiempos-. Completa el esquema cruciforme un último medallón en que encontramos los caracteres Alfa y Omega, anagrama clásico de Cristo como primero y último, principio y fin de todo.

Sin embargo, y al margen de la profundidad iconográfica desplegada hasta ahora, nosotros consideramos de máximo interés el lenguaje pictórico de este cartel, envuelto sin duda en una atmósfera muy arraigada en el arte oriental. Las evidencias de dicha filiación las encontramos, por una parte, en el extenso orbe rojo que circunda la figura del Cristo. Podría interpretarse como símbolo de la humanidad, contenida en la forma esférica del mundo; y sin embargo remite con mayor facilidad a la representación del sol naciente -un sol rojo, inabarcable-, uno de los emblemas icónicos más evidentes de la cultura japonesa, a la que creemos que este cartel rinde pleitesía estilísticamente. Esta adhesión la palpamos, de un modo mucho más elocuente, en el trazo caprichoso y arrebolado de las vaharadas de incienso que ascienden en torno al crucificado. Con su dibujo estilizado, matizado de múltiples ondulaciones, y su direccionalidad unánime, estas nubes de incienso se asemejan con naturalidad a la representación de la neblina y del oleaje en las numerosas estampas del paisajismo japonés.

Queda mencionar la importancia que Francisco Naranjo ha concedido al texto. La leyenda con el mensaje central del cartel (Redención – 25 aniversario – 1987-2012 – Málaga) no se ha entendido como elemento exento y luego yuxtapuesto al cartel. Más bien se ha tenido en cuenta como parte pictórica, haciéndola partícipe del equilibrio cromático del conjunto y aludiendo -en su degradado- a la coloración, respectivamente, de la policromía del Cristo y del rojo predominante en el resto de la composición. La tipografía, por su parte, bien recuerda a los espléndidos carteles de Semana Santa que se dieron lugar en las décadas de 1920 y 1930. Muy especialmente, los caracteres remiten a aquellos empleados por Aristo Téllez en su cartel de 1925.




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16 oct 2012

¿Cómo podrían celebrar las cofradías el Año de la Fe?

Fotografía: Álvaro Simón Quero.

“Hay muchos sedientos de Dios, que desean saciar su sed, como la samaritana; también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús”.
(homilía de Jesús Catalá en la apertura del Año de la Fe).


Es tiempo de hacerse preguntas; de plantearse si lo que las cofradías pueden ofrecer a la Iglesia es lo que Ésta necesita de ellas. Al tener las primeras noticias de las celebraciones del Año de la Fe, en seguida fantaseamos con la idea de otra procesión extraordinaria. El Via Crucis Jubilar, apabullante éxito de organización y resultado, nos inspiraría con facilidad. Y no es descabellado; tal es la grandeza de lo que se celebra.

Pero, ¿no sería ocasión de volver a beber de la fuente que es Cristo? Por unos días, que las cofradías sepan renunciar al boato y al oropel. Que hagan de la próxima Cuaresma una ocasión para situar el norte en Jesús. Celebremos la Fe en el templo. Con ello no digo que las cofradías, con sus inherentes cualidades, no aporten aquello más preciado que poseen. Sólo planteo: ¿Qué tal deshacerse por una vez de nuestra retórica?

Llevemos nuestras imágenes al templo sin alharacas, música ni adorno. Por el camino más corto. Llenemos las catorce capillas que -sin contar la del Santísimo- posee la Catedral de la Encarnación. Con la devoción profunda en cada uno de los misterios de la Pasión -pues al fin y al cabo son el discurso con que queremos evangelizar-. Pero desnudemos la Pasión de bordado, orfebrería o cualquier otra distracción. Permanezcamos allí el tiempo suficiente -no una procesión efímera de un día, que podría disolver su espíritu en la algarabía de la calle-. Démonos a conocer a los que recelan de nosotros, tendamos puentes. En definitiva, invitemos de corazón a las demás comunidades cristianas de la diócesis que recen con nosotros el Camino de la Cruz.





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13 oct 2012

Redención. Una encrucijada en la obra de Miñarro

Santísimo Cristo de la Redención. Fotografía: Pepe Gómez.

Se cumplen 25 años desde que la imagen del Santísimo Cristo de la Redención se incorporase a la Archicofradía Sacramental por todos conocida como “Dolores de San Juan”. En ese tiempo, el crucificado se ha consolidado como hito contemporáneo de la imaginería, manifestándose como obra puente entre dos tiempos: un barroco ya lejano del que extrae la unción y el simbolismo de sus formas, y un rigor moderno que se sitúa muy por encima de lo habitual en este tipo de estatuaria.

¿Por qué Juan Manuel Miñarro?

Cuando la archicofradía de los Dolores acomete la difícil empresa de añadir un nuevo titular a su histórico devenir, en la mente de sus hermanos bullían de alguna forma las apasionadas palabras de Juan Casielles del Nido. Todavía hoy, algunos de los miembros que participaron en la revitalización de la cofradía desde 1978 recuerdan el modo convincente y animoso con el que el diseñador malagueño les hablaba de la que podía ser su iconografía cristífera. Fueron tiempos en los que, a raíz de la elaboración del boceto que serviría para realizar años después el trono de la Virgen, se tejieron largas conversaciones en torno a un concepto de hermandad. De todos es sabido el alcance como consejero de Juan Casielles, quien pudo extender su influencia a un nutrido grupo de cofradías. En esos casi diez años que transcurren hasta la hechura de la imagen, los cofrades de San Juan mantienen vívida una estampa imaginada hasta la saciedad, la de un crucificado inerte surcando estrechas callejas en silencio. No obstante, en algunas sesiones de la junta de gobierno anteriores al encargo de la talla[1], se llegó a proponer la idea de un Nazareno con la cruz a cuestas. En tal caso se habría recuperado la iconografía de aquél Cristo desaparecido que hubo en San Juan, Ntro. padre Jesús Nazareno bajo la advocación de su Dulce y Santo Nombre, entre los siglos XVIII y XIX.

Juan Manuel Miñarro durante el proceso de modelado en barro del Cristo de la Redención (1987).
Fotografía: Archivo Histórico de la Archicofradía de los Dolores de San Juan.

Los años comprendidos entre 1985 y 1988 se erigen como uno de los periodos más fructíferos de la corporación. En ellos, la estación de penitencia se enriqueció procesionando a Nuestra Señora de los Dolores bajo palio y se afrontaron nuevos empeños, como los de reabrir la puerta de la nave central de San Juan para poder salir de dentro; asimismo, en ese tiempo se preparó la celebración del III centenario fundacional de la archicofradía, que culminaría con la imposición de una corona a la Stma. Virgen. Aunque, sin lugar a dudas, lo que resultó crucial en esos años fue la decisión de hacerse con una efigie del Redentor acorde al espíritu de la hermandad. Diciembre de 1986 fue el límite máximo establecido por la junta de gobierno para encargar a un escultor la realización del Cristo[2].

Tras algunas gestiones en la línea de conseguir una imagen antigua, que resultaron infructuosas, una comisión encabezada por el entonces Hermano Mayor D. Alfonso Martín visitó diversos talleres en Granada y Sevilla al objeto de forjarse una idea del panorama artístico al que podrían acudir[3]. Fue en la segunda ciudad donde, tras visitar a los imagineros Elías Garó y Francisco Berlanga, pudieron conocer a Juan Manuel Miñarro López, quien se encontraba en situación de terminar y presentar su tesis doctoral de escultura en la Universidad de Sevilla[4]. En su taller contemplaron de primera mano el busto de un cristo yacente y la impresionante escultura de un hombre desollado crucificado. Aclaremos aquí que dicha figura constituyó un estudio anatómico de la musculatura humana en relación a la propia tesis doctoral, que versó sobre la representación artística del crucificado. Después, y acompañados por el imaginero, acudieron a la Parroquia de Rochelambert, donde recibía culto la imagen del crucificado de la Paz, resultado de la segunda fase de estudio en la ya mencionada tesis doctoral. La inspiración mesina de la efigie allí ubicada, el convincente coloquio sostenido por Cristo desde la cruz, así como el grado de perfección en la representación verista de la anatomía, impresionaron a los cofrades hasta el punto de despejar todas sus dudas para elegir al artista.

Estudio anatómico de un hombre crucificado -desollado-. J. M. Miñarro.
Fotografía: Pepe Gómez.

En junta de gobierno del 1 de agosto de 1986 se procede a narrar el grueso de las gestiones llevadas a cabo, añadiendo que D. Juan Manuel Miñarro López es quien ha causado la mejor impresión por su originalidad, calidad y seriedad de carácter[5]. Tras la presentación de fotografías por la comisión, se produjo unanimidad absoluta en torno a este artista, quedando como único candidato ante el cabildo general de la archicofradía. Tal decisión, como queda recogido en el acta, fue rodeada de un caluroso aplauso. Movido por lo extraordinario e histórico de la situación, D. Pedro Merino -en condición de secretario- “propuso que el Cabildo Extraordinario para el encargo de la hechura del Stmo. Cristo, o al menos la firma de su contrato, se celebrara en la Capilla de Ntra. Sra. de los Dolores, añadiendo que la fecha podría ser la del 15 de septiembre, festividad onomástica de Ntra. Sgda. Titular y ello al término de la Solemne Función religiosa de ese día, aprobándose la moción igualmente por unanimidad[6].

Apenas unos días antes de la firma del contrato, D. Pedro Merino dio lectura del borrador de escritura del mismo, aprobándose en su totalidad, acordándose así mismo que la espalda de la imagen llevase embutidos dos pergaminos con, respectivamente, una copia del contrato y una relación de los suscriptores que propiciaron el sufragio de la imagen.

Un contrato para la posteridad.

Tal y como fue previsto, el 15 de septiembre de 1986 se firmó el documento que comprometía al escultor a realizar un crucificado de singulares características. Cómo sería el cuidado puesto en torno a la rúbrica de dicho acuerdo, que el documento -inusual donde los haya- resultó ser sorprendentemente barroco. Entre otros pormenores, se le pedía a Juan Manuel Miñarro “una escultura o imagen de Nuestro Señor Jesucristo crucificado y muerto con todos los aditamentos que le son propios y característicos … así como a la realización de una cruz arbórea y tallada de cuyos brazos, (patíbulum), ha de pender la imagen de tan Dulce Peso y Excelso Cordero de Salvación ... manteniendo tanto en la cabeza como en el cuerpo, una postura propia a la de los momentos después de su muerte. La imagen de Nuestro Señor se procurará, con el mayor interés en el empeño, que una vez finalizada, por su forma y expresión, mueva a los fieles a la mayor devoción, piedad y meditación en el Sagrado Misterio de su Crucifixión y Muerte, verdadera semilla de la Redención del género humano que encuentra su esencia y su triunfo en la Gloriosa Resurrección del que es verdadero Hijo de Dios … Igualmente habrá de ser completamente original y única, si bien inspirada y fiel, en, y a los cánones artísticos de la Escuela sevillana de imaginería barroca de los siglos XVII y XVIII”[7].

Boceto en barro que el autor presentó a la cofradía.
Fotografía: Archivo Histórico de la Archicofradía de los Dolores de San Juan.
El singular tratamiento del texto, que resulta a todas luces historicista, no hace sino conducir nuestra memoria hacia el que probablemente ha sido uno de los textos más significativos en el estudio de la imaginería barroca: el contrato que redactó Mateo Vázquez de Leca para el meticuloso encargo de una figura de Cristo crucificado -el Cristo de la Clemencia- a realizar por Juan Martínez Montañés (1603) para ser ubicada en su capilla particular. Detallando milimétricamente la posición de la efigie y hasta la impresión que debía causar en el fiel, el contrato especifica que el Cristo “ha de estar vivo antes de haber expirado, con la cabeza inclinada sobre el brazo derecho mirando a cualquier persona que estuviese orando al pie de él como le está el mismo Cristo hablándole y como quejándose que aquello que padece es por lo que está orando y así ha de tener los ojos y rostro con alguna severidad y los ojos del todo atentos". Ya sobre aquella ocasión dice advertir Domingo Sánchez Mesa que parece más barroco el texto del contrato que la propia obra realizada, basándose en que el Cristo resultante mira, sí, a quien le reza, aunque no se queja dolorosamente de su martirio[8]. Así pues, entendemos que la redacción del contrato para la realización del Cristo de la Redención poseyó también el rango de cita elevada y culta, propio de la erudición y la habilidad en la retórica de D. Pedro Merino Mata. Constituye al mismo tiempo un homenaje velado a las mentes ilustres del Barroco, y pone todo el énfasis en subrayar la vida tres veces centenaria de la archicofradía. Como si, de algún modo, pudiese anticiparse al aura totalmente atemporal del Cristo de la Redención.

Ideales artísticos e investigación científica al servicio de una imagen.

Para contextualizar convenientemente el plazo en que fue realizada la escultura del Cristo de la Redención, se hace necesario acudir a las líneas maestras de la Tesis Doctoral de Juan Manuel Miñarro. La finalización de tal investigación se yuxtapone en el tiempo a los primeros meses de ejecución de la talla cristífera para la cofradía malagueña, pues la tesis es firmada y presentada en la Universidad de Sevilla en marzo de 1987, sólo unos meses antes de entregar el crucificado. En este texto encontramos no ya sólo el producto de una laboriosa investigación, sino propiamente una suerte de manifiesto artístico en el que, leyendo entre líneas, podemos encontrar una definición del crucificado ideal que el escultor pergeñaba en su mente. Muchos de los parámetros precisados a lo largo del estudio nos hacen tener en todo momento presente la apolínea y serena figura del titular de los Dolores de San Juan.

Juan Manuel Miñarro durante el proceso de talla en madera del Cristo de la Redención (1987).
Fotografía: Archivo Histórico de la Archicofradía de los Dolores de San Juan.


Partimos de la base de que la obra es un Crucificado. Refiriéndose a dicha iconografía, asevera:“No tendremos dudas en afirmar que es la expresión más perfectamente elaborada de toda la historia del arte. Extraordinaria y fiel interpretación del DIOS-HOMBRE … su misión es docente y por lo tanto ha de emocionar y despertar amor en el hombre de la calle que de esta forma asimila su mensaje y lo hace suyo”[9]. Valoremos aquí la extraordinaria cercanía de posiciones entre los postulados teóricos del imaginero y las intenciones de la archicofradía de San Juan al contratar sus servicios artísticos.

El escultor considera abiertamente que la imagen del crucificado debe cumplir rigurosamente con la veracidad de una representación que deja a la vista el cuerpo humano desnudo. De ahí que el estudio del natural se haga imprescindible, así como el examen de cadáveres y los tratados anatómicos desde Vesalio hasta Juan de Arfe y Villarfañe. Sin embargo, y en paralelo a ese manifiesto posicionamiento clínico, Miñarro es consciente de que la obra artística se encuentra sujeta a la propia intencionalidad desde su concepción inicial: “Debemos insistir pues en la necesidad de saber compaginar equilibradamente arte y anatomía o anatomía y arte. ¿Quién al servicio de cuál? Mantenemos que el perfecto equilibrio se consigue a través de la interpretación de lo analizado sobre el modelo vivo, base fundamental de la naturalidad”[10]. Así, el artista deja lugar a una cierta modificación de la realidad al objeto de dosificar el conocimiento anatómico, en pos de un simbolismo religioso que ha de trascender la obra.

Pero, ¿cómo se manifiestan estos criterios en la efigie del Cristo de la Redención? Si prestamos atención al boceto en barro entregado por el autor, apreciaremos diferencias sustanciales entre lo que debería haber sido y lo que fue finalmente el crucificado de San Juan. Algo en la posición de los brazos -casi paralelos al madero- lo situó en una escala iconográfica distinta, que ponía todo el énfasis en la interpretación simbólica de la advocación -Redención-. Un Cristo de brazos extendidos, dispuesto a abrazar a la humanidad. Aquí, la consistencia de sus argumentos venían del estudio del maestro Miguel Ángel Buonarrotti; al referirse al crucificado realizado para el Hospital de Santo Spirito, Miñarro apunta: “Es la visión del tormento ennoblecida para lo que después encontramos en sus obras. Los brazos alineados con el travesaño no parecen soportar el cuerpo muerto del Redendor, que además tampoco acusa los síntomas de martirio”[11]. No es muy absurdo considerar que esas palabras resultaron premonitorias de la escultura que Miñarro aún no había concebido.

El sagrado titular de la cofradía de los Dolores, aun representando el patetismo del tormento en la cruz, es de una serenidad sobrecogedora. Como bien asegura el profesor Sánchez López, “las facciones, perfectamente dibujadas, soslayan cualquier truculencia para efigiar la placidez y el descanso de la muerte”[12]. Es al fin y al cabo ese momento exactamente después de la expiración el que ha sido figurado, un instante denominado plenitud mortal. Miñarro lo describe como una relajación de las estructuras anatómicas anteriores a las transformaciones cadavéricas, incluso el rigor mortis. De nuevo en la contemplación de otra obra del genio del Renacimiento, el famoso grupo escultórico de la Pietá del Vaticano, Juan Manuel Miñarro plasma sus intereses advirtiendo hasta qué punto Miguel Ángel conocía la expresión de la muerte: “Los ojos apagados del Cristo, la apacible tirantez del torso, una plenitud mortal exenta de rigidez, un cuerpo sin vida”[13]. Es evidente que en el Cristo de la Redención se consolidan todas estas apreciaciones, en un difícil equilibrio con la representación de un cuerpo lacerado.

Cabeza en barro del Cristo de la Redención.
Fotografía: Archivo Histórico de la Archicofradía de los Dolores de San Juan.

Acerca de la composición, absolutamente clásica, se alcanzan en las palabras de Miñarro algunos de los conceptos clave para entender este crucificado. Contextualizando, necesitamos advertir que Juan Manuel Miñarro dedicó todo un capítulo en su tesis a la realización de una escultura anatómica, antes mencionada, un “ecorché”. A sabiendas de que la segunda fase de su investigación consistiría en la ejecución de una imagen religiosa al uso, el escultor teorizaba sobre las posibilidades narrativas y simbólicas que le depararían unas determinadas coordenadas de lo anatómico: “Si la figura la inscribimos –en nuestro afán compositivo, que viene dictado por nuestro ideal y genio-, en un triángulo cuyo vértice sean las manos y los pies, el eje del cuerpo es la altura del triángulo, que los brazos presenten el mismo ángulo con dicho eje y además marche casi paralelos con el lado o travesaño de la cruz… Conseguiremos una figura serena, sensación de resignación y no lucha, tal vez la majestuosidad de un Cristo Rey del Románico o la serenidad clásica que respiran algunos crucificados del Renacimiento”[14]. He aquí el secreto de esta imagen: la composición tan simétrica, el tratamiento de las formas circunscritas a un limpio orden geométrico, le confieren la impronta de icono y de símbolo.

El Cristo de la Redención como encrucijada.

El Cristo de la Redención en la calle. Fotografía: Pepe Gómez.

¿Quién podría, pasado un cuarto de siglo, negar que la efigie del Cristo de la Redención fuese en su momento un punto de inflexión para Juan Manuel Miñarro? Como perfecta traslación del estudio pormenorizado de la anatomía humana, se erigió como referente. Al ser la primera imagen del autor destinada a un fin procesional -el crucificado de Rochelambert no ha procesionado hasta mucho después-, le concedió una consagración que marcó, sin lugar a dudas, un antes y un después. Si tuviésemos que imaginar la trayectoria de Juan Manuel Miñarro como una línea del tiempo, podríamos establecer dos clarísimos hitos que posibilitan la estructura de un pensamiento teórico y una plasmación escultórica: De un lado, en 1987, la efigie del Santísimo Cristo de la Redención, que evidencia el dominio de la ciencia y el sabio equilibrio con la intención artística; de otro, en 2010, otro crucificado singular y que obviamente ha significado un vuelco en el trasunto de su devenir creativo: el Cristo de la Universidad -o de los Estudiantes- de Córdoba, obra en la que plasma todos los conocimientos atesorados durante el estudio de la Sábana Santa de Turín. De la dulzura al dramatismo, sin dejar en ambos casos de mantenerse fiel a un principio artístico. Hoy, viendo el impacto de esas imágenes en sus templos y en la calle sobre el fiel, comprendemos que, por lejanas que parezcan unas doctrinas estéticas, el genio que las anima proviene de una misma mente preclara.

¿Qué mejor palabra que Redención atina ante la visión de este Cristo? En la evidencia del sacrificio encontramos la muerte, “verdadera semilla de Redención”, y en la plenitud de lo imperturbable adivinamos la resurrección. Mensaje indivisible que es, al fin y al cabo, piedra angular para el cristiano.


[1] Archivo Histórico de la Archicofradía de los Dolores de San Juan (A.H.A.D.S.J.), Libro de Actas de Juntas de Gobierno 1986-1988, fols. 35 V., Junta de Gobierno de 9-mayo-1984.
[2] IbidemLibro de Actas de Juntas de Gobierno 1986-1988, fols. 4 V., Junta de Gobierno de 26-abril-1986.
[3] IbidemLibro de Actas de Juntas de Gobierno 1986-1988, fols. 6., Junta de Gobierno de 1-agosto-1986.
[4] MIÑARRO LÓPEZ, Juan Manuel: Estudio de anatomía artística para la iconografía del crucificado en la escultura. Dirigida por Juan Abascal Fuentes. Tesis doctoral inédita. Universidad de Sevilla, Facultad de Bellas Artes, 1987.
[5] A.H.A.D.S.J., Libro de Actas de Juntas de Gobierno 1986-1988, fols. 6., Junta de Gobierno de 1-agosto-1986.
[6] Ibidem, fols. 6., Junta de Gobierno de 1-agosto-1986.
[7] A.H.A.D.S.J., Secc.: Secretaría, pza: “Contrato de arrendamiento de servicio para la ejecución del Cristo de la Redención”, documento fechado en 15-septiembre-1986.
[8] SÁNCHEZ-MESA MARTÍN, Domingo. Escultura, pintura y artes decorativas, en “Historia del Arte en Andalucía”, Vol. VII, Sevilla, 1994, p. 169.
[9] MIÑARRO LÓPEZ, Juan Manuel: Estudio de anatomía..., p. 6.
[10] MIÑARRO LÓPEZ, Juan Manuel: Estudio de anatomía..., pp. 10-41.
[11] MIÑARRO LÓPEZ, Juan Manuel: Estudio de anatomía..., pp. 10-41.
[12] SÁNCHEZ LÓPEZ, Juan Antonio: “El alma de la madera. Cinco siglos de iconografía y escultura procesional en Málaga”. Edición de la Real y Excma. Hermandad de Nuestro Padre Jesús del Santo Suplicio, Santísimo Cristo de los Milagros y María Santísima de la Amargura. Málaga, 1996. Pag. 392.
[13] MIÑARRO LÓPEZ, Juan Manuel: Estudio de anatomía..., pp. 10-41.
[14] MIÑARRO LÓPEZ, Juan Manuel: Estudio de anatomía..., p. 33.


Devoción táctil

Fotografía: Álvaro Simón Quero.

Septiembre nos devuelvió a la ebullición; en paralelo al dormitar de la luz del verano, nos zambullimos en un regocijo complaciente que rebusca en el calor pegajoso de las iglesias. Como el aroma dulzón de las últimas biznagas, se reviste la antesala del otoño de un oropel casi incómodo. Y por ese despertar de sopetón del ansia cofrade, que se encuentra de la noche a la mañana con un buen puñado de altares suntuosos, el alma se disloca. Como un animalillo nervioso.

Y nos arremolinamos ante las capillas abiertas, felices en la penumbra buscada. Sudando la gota gorda, respirando un aire denso que se alimenta de la fragancia viscosa de los nardos. Se da la oportunidad de besar nuestras devociones, en ese contacto efímero para el que se espera un año y en cuanto se gana ya se ha perdido. Y en ese encanto de septiembre se obra una magia que te lleva un momento a la Cuaresma, para posarte de nuevo en el verano.

Nos embelesamos, murmuramos unas cuantas admiraciones. Y a la primera de cambio, en un impulso que parece devenido de un atolondrado y comedido síndrome de Sthendal, encuadramos. Unos con más fortuna que otros, quizá temiendo arañar el magnífico aura que las albacerías han construido. Probablemente lo hagamos en la inercia de esta vida cotidiana que retrata lo que se come, lo que se hace, donde se está y lo que se tiene entre manos; por esa incontenible necesidad de compartir -así nos lo han diseñado como obligación primera de la vida en red-, extraemos nuestro flamante teléfono y disparamos. Porque ya no llevamos la estampita en la cartera. Porque hay quien no podrá venir a besarle las manos. Porque necesitamos atesorar con nosotros ese momento recortado en una pantalla que cabe en el bolsillo. ¿Qué perdemos de lo ancestral en esa obsesión que obedece a impulsos? ¿Y si nos quedamos en esa connivencia con lo estético, y si perdemos el norte por consideraciones que, en lugar de acercarnos, nos alejan?

Lo peor llega cuando olvidamos. Tan preocupados en atiborrar nuestros teléfonos -como quien colecciona itinerarios o carteles- que quizá no atinemos en la compostura. Mira atentamente a lo sagrado. Qué unción tan hermosa tienen San Juan, Santo Domingo, San Julián, la Victoria, Santiago o Los Mártires. ¿No es una invitación a recordar lo atávico? Más allá incluso de la oración -inherente, inseparable-, el besamano -o el besapié- es un culto que hace nuestros a los sagrados titulares, mediante el mundano tacto de la madera polícroma, particularmente terso, que relumbra entre los cirios y se nos ofrece. Que por un lado mantiene nuestro apego y al mismo tiempo sirve de advertencia: No es más que simulacro, lo auténtico viene a continuación. Mira el salón de trono en que se convierte la capilla, y sí, déjate avasallar por la majestad artificiosa que tanto define nuestro apego barroco a esta vida. Pero cuando deposites tu beso, pregúntate por lo auténtico. Está bien saber qué somos.



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10 oct 2012

El Simpecado de los Remedios



Fotografía: Hermandad de los Remedios.

Nos encontramos ante una personalísima pieza suntuaria que, con su original traza, viene a enriquecer el patrimonio artístico de la hermandad de los Remedios. Buena parte de su valía procede del propio diseño, en este caso llevado a cabo por el propio bordador de la pieza, Joaquín Salcedo Canca, quien se ha basado asimismo en ideas de José Soler, miembro de la corporación. Siguiendo fielmente el concepto estético del patrimonio de la hermandad, el dibujo ha sido orquestado según los parámetros del bordado dieciochesco, dando lugar a una obra de estilo claramente rococó. La pieza ha sido bordada en oro fino sobre terciopelo de color rojo guinda, según técnicas que se alejan del consabido bordado a realce, pues ha sido ejecutado casi en su totalidad sobre el tejido soporte, rescatando técnicas antiguas propias de los obradores monacales. El resultado es una obra que presume de un riguroso historicismo.

Detalle del medallón central, bordado en seda.

El corte del enser es el propio de un estandarte de tipología clásica, concebido como un lábaro acabado en dos puntas. Su contorno prácticamente rectilíneo se anima sutilmente por la disposición del ornamento en forma de rocalla, festoneando todo el perímetro. Buena parte de esas formas la constituyen clásicas ces que encierran livianas hojas de acanto. En el centro de la insignia, la imagen de Nuestra Señora de los Remedios ha sido representada en seda de colores según la práctica de los añejos verdaderos retratos, a partir de una pintura realizada por el pintor benalmadense Francisco Naranjo Beltrán, artífice de otras piezas singulares para la hermandad como el cierre del camarín o el frontal de altar que se dispone en los cultos. Así, el óvalo con la imagen de la Virgen sigue muy de cerca algunos modelos zurbaranescos de la Inmaculada Concepción, especialmente en la forma en que se dispone el manto sobre nubes y cabezas de querubín. El vivaz cromatismo del celaje figurado como fondo delata un virtuoso trabajo de la seda. Muy singular resulta el marco de esta representación, guarnecido de una cenefa de rocalla que, al alternarse en un ritmo pareado, confiere un acusado perfil mixtilíneo muy interesante. El resto de la superficie textil ha sido tejido como una doble malla de cuadrados al sesgo.

Especial atención merece la propia selección de los puntos de bordado. Se da con mucha profusión la cartulina en diversas variantes, sobre todo en el molduraje de la rocalla; la hojilla, por su parte, destaca en las pequeñas ces secundarias de la cenefa y en los nervios de la rocalla; en los motivos vegetales, finalmente, se combinan distintas formas de tejido, completándose la labor con pedrería de cristal. Digno de mención es el denodado trabajo de la corona real que remata esta obra, pues se ha configurado como un elemento exento. El canasto es una fastuosa muestra armada en que tienen cita múltiples puntos de bordado, con especial énfasis en la hojilla de oro y la pedrería. Los achatados imperiales, sumamente evocadores del periodo dieciochesco, acogen un orbe exento que remata el astil del simpecado. El cincelado del metal ha correspondido a los talleres de Orfebrería Andaluza de Sevilla, siguiendo el mismo estilo que los bordados.




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