Autor: Francisco Naranjo Beltrán. |
Pocas veces se afronta
una efemérides con tal tino. Para la gozosa celebración de los 25
años de la bendición de la imagen del Santísimo Cristo de la
Redención, se ha recurrido de manera excepcional a la cartelística
no fotográfica, cumpliendo con creces con todas las expectativas. Al
recurrir al pintor benalmadense Francisco Naranjo Beltrán, se
acertaba de pleno en la seguridad de una técnica depurada y
virtuosa; pero además se apostaba por una concepción del cartel que
debiera ser mucho más frecuente en el ámbito cofrade. Entendiendo
que el cartel no habría de ser pintura de salón ni estampa
devocional. Muy en otra dirección, el cartel tiene vocación de
manifiesto en la calle, un hábil despliegue de los recursos gráficos
al servicio de lo que se pretende anunciar. En este caso se ha
resuelto con modernidad, y al mismo tiempo referenciando tradición y
clasicismo con sabio equilibrio.
Uno de los principales
valores plásticos del cartel se resume en la confluente armonía que
proviene de la simbiótica relación de colores. A las tonalidades
verdoso-cetrinas que corresponden a la imagen de la Redención, el
pintor contrapone un juego de colores complementarios en la gama de
los rojos, y establece el color negro del ruan como fondo neutro.
Si tienen la oportunidad
de contemplar la obra original de primera mano, verán que la
seducción de este cartel proviene en gran medida de una técnica
singular. Sobre las tintas planas de acrílico de buena parte de los
campos de color, el autor ha superpuesto en diferentes niveles una
casi invisible trama de sombreados, matices y transparencias,
logrados todos ellos mediante el uso de lápices de acuarela.
Potencia así una cualidades texturales muy alejadas de
convencionalismos pictóricos. El magnífico torso del Señor de la
Redención, gubiado por Miñarro, se manifiesta aquí en toda su
perfecta volumetría como si de un mapa topográfico se tratase. Para
cada nimio resalto de la enjuta musculatura del crucificado, el
pintor otorga un tono propio, concediéndole a su figura un
tratamiento distinto con respecto al resto de elementos
representados. Incidiendo en la representación verista de una imagen
polícroma, Naranjo alude a los brillos propios de los barnices
habituales en esta. La forma de hacerlo visible es en el reflejo de
una luz cenital idéntica a la que el crucificado recibe de forma
natural en su capilla; al ser figurada en blancos y celestes, hacen
imposible no vincularla a cierta idea concepcionista del carácter
mariano de la Archicofradía. Decir que esas tonalidades de luz
reflejada son las únicas del espectro cromático frío, por lo que
colaboran a situar la efigie en primer plano y centrar la atención
en lo importante del mensaje.
El Cristo de la Redención
se ha dibujado en un plano de tres cuartos en la intención de
concentrar el interés tanto en el sereno rostro -que al fin y al
cabo es centro de una aureola de color rojo- como en el torso desnudo
y el paño de pureza, lugares en que el imaginero exhibió un
preciosismo inconfundible. Por ello, la imagen completa escapa del
marco, dándose la circunstancia de que, para enfatizar esta idea,
Naranjo Beltrán dibuja un límite rectangular a los que excede la
imagen del Señor. El contorno de la figura ha sido potenciado con
una gruesa línea que nos lleva a la idea de “cloisonne”,
tal y como se haría con los perfiles de plomo de una vidriera para
enmarcar las figuras principales.
En segundo plano, tres
ideas complementarias han sido orquestadas para la consecución de un
discurso coherente. De un lado, se prescinde de la representación de
la cruz arbórea, que es sustituida por una alineación de símbolos
ajustados al eje cruciforme, ahora imaginario. De otro, se ajusta la
composición mediante un gran círculo rojo que hace las veces de
enorme aureola. Y finalmente, se equilibra la zona inferior del
cuadro mediante una sugerente humareda de incienso.
En cuanto a los símbolos
cercanos a la cabeza de la imagen, conviene resaltar el énfasis
puesto sobre el carácter sacramental de la hermandad, aludiendo
directamente al ostensorio procesional de la parroquia de San Juan
Bautista, convertida aquí en nimbo de la imagen. A ambos lados,
observamos dos representaciones clasicistas del sol y la luna. Decir
que dicha iconografía es de las más antiguas de la Cristiandad,
pues se tiene noticia de que las crucifixiones representadas en el
siglo VI ya contaban con la pareja de astros jalonando la muerte de
Cristo en la cruz. Ambos símbolos se entroncan en una visión
teológico-astronómica relacionada con la aparición de las
tinieblas en el momento de la muerte del Redentor, así como en una
interpretación de la doble naturaleza humana y divina de Cristo, o
de la dualidad entre Nuevo y Antiguo Testamento. Los dos astros han
sido ejecutados con cualidades escultóricas. En ambos casos, se ha
recurrido a la estatuaria clásica para obtener sendos modelos de
belleza -masculino y femenino- ampliamente consensuados por el
clasicismo greco-romano (frente y nariz rectas, ojos almendrados,
labios pequeños y sinuosos, mejillas carnosas, rostro oval...),
dándose un perfecto cruce entre lo antiguo -por ende, lo atávico- y
lo atemporal -la imagen del Redentor como salvación de la estirpe
humana más allá de los tiempos-. Completa el esquema cruciforme un
último medallón en que encontramos los caracteres Alfa y Omega,
anagrama clásico de Cristo como primero y último, principio y fin
de todo.
Sin embargo, y al margen
de la profundidad iconográfica desplegada hasta ahora, nosotros
consideramos de máximo interés el lenguaje pictórico de este
cartel, envuelto sin duda en una atmósfera muy arraigada en el arte
oriental. Las evidencias de dicha filiación las encontramos, por una
parte, en el extenso orbe rojo que circunda la figura del Cristo.
Podría interpretarse como símbolo de la humanidad, contenida en la
forma esférica del mundo; y sin embargo remite con mayor facilidad a
la representación del sol naciente -un sol rojo, inabarcable-, uno
de los emblemas icónicos más evidentes de la cultura japonesa, a la
que creemos que este cartel rinde pleitesía estilísticamente. Esta
adhesión la palpamos, de un modo mucho más elocuente, en el trazo
caprichoso y arrebolado de las vaharadas de incienso que ascienden en
torno al crucificado. Con su dibujo estilizado, matizado de múltiples
ondulaciones, y su direccionalidad unánime, estas nubes de incienso
se asemejan con naturalidad a la representación de la neblina y del
oleaje en las numerosas estampas del paisajismo japonés.
Queda mencionar la
importancia que Francisco Naranjo ha concedido al texto. La leyenda
con el mensaje central del cartel (Redención – 25 aniversario –
1987-2012 – Málaga) no se ha entendido como elemento exento y
luego yuxtapuesto al cartel. Más bien se ha tenido en cuenta como
parte pictórica, haciéndola partícipe del equilibrio cromático
del conjunto y aludiendo -en su degradado- a la coloración,
respectivamente, de la policromía del Cristo y del rojo predominante
en el resto de la composición. La tipografía, por su parte, bien
recuerda a los espléndidos carteles de Semana Santa que se dieron
lugar en las décadas de 1920 y 1930. Muy especialmente, los
caracteres remiten a aquellos empleados por Aristo Téllez en su
cartel de 1925.
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