10 abr 2012

Sahumerio del Viernes Santo (en silencio).

Redención. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
El silencio es algo muy grande. Porque sobrecoge, porque nos obliga a susurrar, porque en él parece que en verdad nos detengamos. Porque en silencio no corre la brisa, ni parece que pase el tiempo. Apostados en un recoveco de calle San Juan, no llegamos a tener la sensación de estar viendo pasar una procesión. Los nazarenos adultos, calmos, leales a la máxima de rehacer cada año un camino reverente, producen en el espectador la sensación de que no obedecen a nada humano. Se hacen innecesarias las órdenes, las indicaciones, y el cortejo -tan grande en calidad, tan entregado a la perfección- avanza como un lento glaciar oscuro: Lamiendo los bordes del valle de lágrimas, arrastrando con él un poco de cada uno de nosotros, ejecutando una leve erosión a la que no podemos escapar. ¿O es que acaso no se ha hecho nuestra presencia más ínfima, más insignificante? Los músicos, en cuarteto, adelantados a las andas del Señor y de la Virgen, dejan en el aire una vaharada tan intensa como la del incienso; incluso cuando culmina cada una de las escuetas piezas musicales, las notas se quedan flotando, cayendo muy despacio en las aceras, como pétalos. El silencio clarifica, otorga esa capacidad para arrastrar la música hacia uno, la prende. Y con las saetas, tan cortas y frágiles, tres cuartos de lo mismo. Sin el prorrumpir en aplausos ni el afloramiento de un olé sincero, más se diría que permanecen hasta que los lirios ya se han ido. En cada flor ha habido un tímido jaspeado de amarillo -qué pestañeo de primavera-, y sobre cada una de ellas, la vida arrebatada. Nunca tiene más sentido un sahumerio que cuando el incienso, al ser quemado, profiere una humareda tan persistente que aguanta en el aire hasta que todo se ha terminado. Sólo así, impregnados, podemos recordar con tal precisión. Y al mismo tiempo, no estar seguros de haberlo presenciado.

Dolores. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Sólo a las espaldas de Ella, cuando el azul del manto nos aboca al ruido -porque el público es impaciente y osado-, somos devueltos a la vida en cuerpo. Sentimos de nuevo la ley de la gravedad, y hasta puede que, tras haberla contenido más de la cuenta, reavivemos la respiración, entre otras cosas para suspirar. Luego el clasicismo tiene la virtud de hacernos permanecer en serenidad. En las hileras de claveles blancos, contados, que en algún momento acordaron la mesura de sus corolas para, exactos unos a otros, no pecar de vanidad. En el tejadillo de encajes sobre su frente, y en las levedades oscilantes de su pechera -cómo se mece con la corriente cada punta de la blonda-. En las ramitas de azahar, casi escatimadas, que con sus verdes hojas de naranjo refrescan la exactitud rectilínea del templo de Salomón que es su trono. Sobre las egregias columnas, doce félidos evocan al León de Judá -de qué forma tan hermosa ha marchitado Dios en una cruz-, mientras cruje el arquitrabe de su palio.




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1 comentario:

  1. A medida que leía cada palabra me he ido transportando al umbral del recuerdo, aún reciente, de este Viernes Santo.

    Mi más sincera enhorabuena por tus MAGNÍFICOS Sahumerios, que con este del Viernes, han puesto el broche de oro a una de las mejores descripciones de la Semana Santa que he leído.

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