Fotografía: Pepe Gómez. |
Probablemente
se tome su tiempo con un calentamiento muscular adecuado para
afrontar tamaño esfuerzo; quizá requiera incluso de otros
ejercicios de estiramiento tras el duro empeño. Puede que consistan
en algunas rotaciones de muñeca y unos cuantos movimientos flexores
de los dedos y las palmas de las manos, especialmente la derecha. Al
fin y al cabo, los días y las noches pueden ser maratonianos durante
el obstinado paroxismo cofrade de procesionar a varias decenas de
imágenes por la ciudad. “Esto es cultura”, debe decirse
cuando empuña el primero de los martillos que llega a sus manos.
Metálicos, lígneos, sencillos, telescópicos, los diferentes
martillos que se le ofrecen poseen asimismo diversos grosores en su
empuñadura, y por su peso y dimensiones ofrecen muy distinta
resistencia. No digamos de la voz de las campanas. Cada una de su
padre y de su madre, requiere del tino y la maestría de un golpe
certero; para ser más exactos, tres y adecuadamente distanciados
golpes certeros. Tras varios años de experiencia, sabe estar en el
sitio exacto y en el momento acordado, izando el brazo con
determinación, apostando por la cultura centenaria de la ciudad.
“Ya
tiene trabajo para toda la semana”, murmuran algunas voces
desde las aceras, al avistamiento de los primeros capirotes. Es más,
puede que lleve ensayado mucho durante los traslados de todo tipo que
conforman ese extraño entrenamiento al que se quiere incluso sacar
tajada turística. Y no se equivocan. Ahí está, con su espigada
figura, la sonrisa serena, la naturalidad y la campechanía que son
tan bien recibidas. Es capaz hasta de capitanear un pulso, de los
ordenados, con sus cuatro toques atinados y la vehemencia de estar
sembrando historia por las calles de Málaga.
Lástima
de los sinsabores que se llevan después esos cofrades. Con tanto
regocijo lo abrazan, con tanta efusión le ceden sus martillos...
Lástima. Será muy difícil seguir procesionando esos tronos y a
esos sones si la ciudad -representada en la Casona del parque- tilda
de ruido la música que es capaz de aglutinar a centenares de jóvenes
en torno a la formación y la camaradería. Será difícil también
profundizar en el sentido histórico y religioso de nuestras
tradiciones si no podemos siquiera encender unos cirios en las
procesiones de gloria -ni para honrar al mismo Jesús Sacramentado-.
Y qué difícil será, por el Amor de Dios, tomarse en serio las
políticas culturales de una ciudad donde la feria se celebra
empantanando el entorno de una iglesia del siglo XVI y agraviando sin
remedio a la Virgen de los Dolores, la del Puente, sí, esa misma que
luce también la medalla de la ciudad. ¿Es comprometido, es sincero,
el gesto de tocar nuestras campanas?
Permítanme
la elegancia de la duda.
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