Stmo. Cristo Yacente de la Paz y la Unidad en el Misterio de su Sagrada Mortaja. Ntra. Sra. de Fe y Consuelo. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Christus factus est pro nobis,
obediens usque ad mortem;
mortem autem crucis,
propter quod et Deus exaltavit
illum et dedit illi nomen,
quod est super omne nomen.
(Cristo se hizo obediente por nosotros hasta la muerte y muerte de cruz.
Por lo cual Dios lo exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre.)
Así reza la filacteria pintada a mano que, desde las manos de un angel pasionista, se esparce por el risco del Calvario. Enredada en la hiedra -representación del triunfo de la vida sobre la muerte- y en matas de espinos y cardos -que evidencian la presencia del pecado y la redención del mismo a través de la penitencia-, dibuja un sinuoso sendero a las plantas de las sagradas efigies, como en las elocuentes pinturas de la Edad Media. Es difícil asumir esa auténtica vocación de cuaresma, por la que ha de desprenderse de todo y abandonarse a la obediencia (la obediencia del amor, quizá la más difícil). "Christus Factus est", parte del gradual de la misa de Jueves Santo -la de la Cena del Señor-, es un cántico de origen gregoriano muy frecuente en el tiempo de penitencia, y una de las piezas de capilla preferidas por los hermanos del Calvario para el acompañamiento del Yacente de la Paz y la Unidad al recorrer algunas de las estaciones.
Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Podría decirse que en el Via Crucis de antorchas del primer sábado de Cuaresma todo acompaña. Por su solemnidad, pero sobre todo por la manera en que, de forma natural, se aparta de esta vida -alejándose simbólicamente de la ciudad, desde el principio, prefiriendo jardines y la ladera de un monte- para acercarse a la otra. Apenas hay tregua para que los cofrades anden de palique acerca de bordados, estrenos o marchas, pues la lobreguez sucumbe a primera instancia. Desde muy pronto se cobra conciencia de que se anda siguiendo la cruz, que con sus discretos remaches de plata centellea en las sombras y hace de guía; lo de seguir la cruz se hace más literal si se acepta como auténtica la reliquia de la cruz que atesora el pequeño ostensorio junto a otra reliquia de San Francisco de Paula. La campana del muñidor, con toque sobrio, avisa de esta oportunidad.
Luego hay piedras en el camino, se advierte el aroma de romero e hinojo, se pisa un lecho seco de agujas de pino, y conforme lo mundano se aleja y el silencio se agolpa, la comitiva asciende la vereda del Monte de la Calavera. Las Saetas del Silencio traen aires del XVII, brevísimas y suficientes, entre una estación y otra. El sevillano anónimo que las compusiera para honrar a Jesús Nazareno no sería consciente de lo perfectas que resultan como resumen de la música de capilla. Quién podría imaginar ahora que en otras centurias era la única música que acompañaba a las imágenes en las procesiones, cuando el exorno floral era considerado un exceso y todas las vírgenes vestían de negro. Todo me hace mirar hacia dentro, lo que no siempre es cómodo. El ambiente es sereno, y llevo aferrada la mano de mi sobrina, que pone piedrecitas en las cruces, como se ha hecho toda la vida, pensando las mejores peticiones que se le ocurren.
Apenas se superan uno o dos de los meandros de la senda penitente, llegan lejanos algunos clamores de la ciudad apenas olvidada. Lo mundano se hace presente de nuevo, y el público se inquieta un poco, sin perder la compostura, absorto por los cuatro o cinco goles que debe estar marcando el equipo local al Zaragoza. Tan fuerte es el rumor de unas treinta mil almas en la Rosaleda, que desafía al silencio y a la noche, y nos devuelve por segundos a lo cotidiano.
Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Queda la ermita. Hay un recodo al final del camino donde las copas de los árboles se abren. Y allí se olvidan las penitencias y se despista el espíritu hedonista con la visión de la ciudad del Paraíso, que parece más paraíso si se la mira desde el Calvario o desde Gibralfaro, o desde Pedregalejo. Aunque luego, de cerca, conozcamos sus miserias y sus fealdades. La Catedral iluminada, la luna como una tajada de melón, y recortes de la Alcazaba. Allí me vienen siempre los versos de Serrat, adivinando su descanso eterno:
En la ladera de un monte,
más alto que el horizonte,
quiero tener buena vista.
Mi cuerpo será camino,
le daré verde a los pinos
y amarillo a la genista.
La llegada de la piedad a la ermita es sobrecogedora. Antes de abrirse las puertas, ya se cuelan por las rendijas unos hilillos de la luz de los cirios. Luego la gloria, Santa María del Monte Calvario en la cima de su altar de Septenario, el más elegante y proporcionado de los que se están viendo esta Cuaresma, sólo a esa luz perfecta de la cera que en nada se parece a otra. Un buen nubarrón de incienso en mitad de la presencia vigilante de los acólitos -pocas veces se cuenta con una cuadrilla de esa madurez y presencia-.
Y al acercarnos, ya detenidas las andas a los pies del templo, a besar los pies del Cristo, se recuerda -con el tacto frío de la madera polícroma- que todo en esta vida es simulacro. Miro a la Señora de Fe y Consuelo, a la que Guillermo Briales parece haberle tallado un rostrillo como lo haría un Fernando Ortiz (qué armoniosa conjunción entre atavío e imagen, formando un todo indisoluble), y con ese hálito de bienaventuranza emprendemos la bajada.
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