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Boceto original del misterio de la Humildad. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Es la renovación
completa del misterio de la Humildad el estreno que ha causado más
expectación durante el último curso cofrade. Podría decirse que la
ocasión lo requería. Al fin y al cabo, este año se cumplen
exactamente treinta desde que el maestro Buiza acabase de tallar la
imagen del Cristo antes de su muerte, en 1982 (luego fue policromado
por su discípulo durante el año siguiente). La hermandad siempre
tuvo en proyecto la sustitución del anterior grupo, de Berlanga de
Ávila, que resultaba a todas luces endeble en parangón a la
soberbia imagen del Ecce Homo, una auténtica joya de la imaginería
contemporánea.
Llegado el momento, la
Hermandad se plantea la iniciativa como una oportunidad única para
asentar definitivamente la puesta en escena de la presentación de
Jesús al pueblo tras su flagelación y coronación de espinas.
Confía para ello en el onubense Elías Rodríguez Picón, quien
ostenta en su currículo un interesante elenco de imágenes para
cofradías y hermandades, entre las que destacan por su innovación
aquellas destinadas, como personajes secundarios, a grupos de
misterio. Si hay algo que destacar en el trabajo del artista en
cuestión es, precisamente, la forma en la que profundiza en la
personalidad de cada uno de los agentes del misterio representado,
otorgándole a cada cual un grado de autonomía inhabitual en los
grupos escultóricos.
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Barrabás. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Una de las primeras
cuestiones que podríamos abordar en este nuevo conjunto sería la de
su efectismo escenográfico. Recurriendo a estrategias tan antiguas
como eficaces, el imaginero propicia un enfrentamiento entre los
personajes que encarnan la bondad y la malicia, respectivamente,
componiendo una sugerente gama gradual de afectos que se solapan a la
propia concepción física del rostro, entendido así como espejo del
alma. Es a lo que el profesor Juan Antonio Sánchez López, el asesor
iconográfico de este proyecto, alude cuando habla de la calocagacía.
Así, Barrabás y Caifás, alteradas sus facciones por la mezquindad
y la insidia, se erigen en los umbrales máximos de fealdad, mientras
Claudia Prócula, encarnando la compasión, ostenta una belleza dulce
y serena. En un término medio se encontrarían las figuras que
representan al Imperio Romano, el procurador Poncio Pilatos y dos
soldados, manifestando con una concepción clásica de los rasgos una
posición pseudo neutral respecto al proceso.
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Ropajes de caifás, de Ildefonso Jiménez. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Del afán por la
teatralidad, Rodriguez Picón da un valiente paso hacia una
concepción cuasi cinematográfica del grupo escultórico. A ello
colabora, por otra parte, la interesante selección de los ropajes,
tarea adjudicada al maestro bordador Ildefonso Jiménez, quien ha
llevado a cabo, entre otros pormenores, una brilante labor que
descuella sobre todo en el magnífico trabajo de pasamanería para el
recamado del estolón y el efod de Caifás. Tal y como apunta
el profesor Sánchez López, tras la sugestión colectiva que el cine
obra en nuestra visión de la historia, se hace cada vez más difícil
asumir nuevos grupos escultóricos que no procedan con precisión
arqueológica en el atuendo de las imágenes.
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Poncio Pilatos. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Al
lado del Señor, consolidando la composición primigenia, encontramos
la figura de Poncio Pilatos, presentándole con gesto contrariado
debido a la reacción de la turba. Viste con uniforme militar y no
con toga de senador, debido a que se encontraba en el pretorio, lo
cual modifica cromáticamente la estampa clásica de esta escena.
Despierta gran interés la configuración del rostro, en que el
imaginero confiesa haber reinterpretado los modelos clásicos
presentes en el género retratístico romano, siendo los bustos de
mármol su principal fuente de investigación.
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Caifás. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
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Tratando de compensar
cierto vacío iconográfico, se apuesta por la inclusión de un
Caifás instigador con el que se alude directamente al juicio
paralelo desarrollado por el sanedrín judío. En línea al rol
asumido por este personaje, que trató de asegurarse la condena del
Mesías, Rodríguez Picón le compone un rostro afeado por la
crueldad, sumido en el odio. Sumo sacerdote y por tanto máxima
autoridad religiosa del pueblo de Israel, Caifás viste adecuadamente
según la dignidad de su rango, a saber: Ostenta sobre el pecho un
pectoral repujado por el orfebre Adán Jaime -quien además ha
compuesto todas las demás piezas de orfebrería- engastado con doce
piedras en referencia a las doce tribus de Israel; sobre su cabeza,
una mitra con caracteres hebraicos y la estrella de David; y en su
mano derecha, un báculo rematado en una granada, símbolo que para
el pueblo judío tenía gran predicamento. Decir por último que el
escultor había planteado en su boceto en barro una actitud mucho más
agresiva de manos del sanedrita, empujándolo hacia delante con gesto
amenazador y empuñando el cayado como una lanza para agitar al
pueblo. Entendemos esta suavización final como una tendencia general
hacia el equilibrio, descargando el principio dinamizador en la
escena protagonizada por Barrabás y el romano que lo sujeta.
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Las manos de Barrabás. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
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El
Evangelio sitúa a Barrabás como violento opositor al régimen
imperial, adjudicándole un papel diametralmente distinto al de
Jesús, que es un transgresor mediante la palabra y el amor. De esta
forma, si Barrabás encarna el opuesto a Jesús, y por tanto a la
idea última de pecado, ha de ser representado también como el
individuo más feo de la escena. El reo que fue preferido por el
pueblo judío, un zelote responsable según los evangelios de Marcos
y Lucas de un motín en el que se produjo algún homicidio,
es mostrado aquí desfigurado en una mueca horripilante. Sin duda
alguna, nos es fácil asimilarlo a esa larga tradición de personajes
de aspecto desagradable, entre los que encontramos a nuestro peculiar
Verruguita -que procesiona en el misterio de la Puente del
Cedrón- o los hercúleos sayones que castigan al Cristo de Azotes y
Columna. En este sentido, es probablemente la efigie que más nos
remite a la tradición barroca española, muy aferrada a lo
pintoresco, proclive a la representación de tipos populares. El
Barrabás de este misterio victoriano, descompuesto por la ira, se
nos ofrece desgreñado y sucio, y tipifica un físico propio de
alguien descuidado y hosco.
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Manos de un soldado. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
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Del soldado que tiene
asidas las cadenas de Barrabás, podemos decir que presume de una
dinámica y atractiva arrogancia, adelantando su posición en una
firme zancada y afianzando en su mano izquierda un gesto seguro,
autoritario. Podríamos detenernos aquí para alabar el modelado de
sus manos, así como el de las de todos los figurantes, virtud que no
es todo lo frecuente que sería deseable en empresas de esta
envergadura.
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Aquilífer. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
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El otro soldado, el
aquilífer -el portador de la insignia imperial-, evocando la
profundidad de los retratos psicológicos más logrados, adquiere una
estática pose en virtud de su papel representativo. Lo vemos tocado
con casco y penacho, a pesar de que en el barro original se le
concibió cubierto con una piel de león. Así era costumbre en el
ejército romano: La piel del león atribuía al ejército imperial
un pasado mítico, toda vez que enraizaba en la leyenda del héroe
más prolífico, Hércules, quien según el relato de uno de sus doce
famosos trabajos, desolló al León de Nemea, al cual dio muerte,
para vestir con su piel. Es de imaginar las dificultades que
encontraría hoy día una cofradía para utilizar la piel real de un
animal protegido, aunque no debemos descartar que este detalle del
atrezzo, tan particular, llegue en algún momento a formar parte de
la cuidadísima escenografía de este misterio.
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Claudia Prócula. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
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Jugando un papel
contemplativo, y situada como hasta ahora al final de la secuencia,
encontramos a Claudia Prócula, siendo testigo mudo de los injustos
procedimientos aplicados al Nazareno. Atesora una actitud compasiva
que remite al modo en que actuó, movida por la piedad, obrando como
voz de la conciencia de su esposo, el procurador romano. Elías
Rodríguez ha tratado aquí de representar una belleza naturalista
levemente distanciada de los conceptos clásicos del resto de
figuras, toda vez que atiende, probablemente, a cánones de belleza
actualizados, e incluso, cabe decir, que aplican rasgos de cierto
localismo. El modelado del cuerpo, no obstante, sí queda inserto en
la tradición escultórica grecorromana; imbuído en el concepto
clásico de proporción y belleza ideal.
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