9 mar 2012

Otra forma de presentarlo al pueblo

Boceto original del misterio de la Humildad. Fotografía: Álvaro Simón Quero.

Es la renovación completa del misterio de la Humildad el estreno que ha causado más expectación durante el último curso cofrade. Podría decirse que la ocasión lo requería. Al fin y al cabo, este año se cumplen exactamente treinta desde que el maestro Buiza acabase de tallar la imagen del Cristo antes de su muerte, en 1982 (luego fue policromado por su discípulo durante el año siguiente). La hermandad siempre tuvo en proyecto la sustitución del anterior grupo, de Berlanga de Ávila, que resultaba a todas luces endeble en parangón a la soberbia imagen del Ecce Homo, una auténtica joya de la imaginería contemporánea.

Llegado el momento, la Hermandad se plantea la iniciativa como una oportunidad única para asentar definitivamente la puesta en escena de la presentación de Jesús al pueblo tras su flagelación y coronación de espinas. Confía para ello en el onubense Elías Rodríguez Picón, quien ostenta en su currículo un interesante elenco de imágenes para cofradías y hermandades, entre las que destacan por su innovación aquellas destinadas, como personajes secundarios, a grupos de misterio. Si hay algo que destacar en el trabajo del artista en cuestión es, precisamente, la forma en la que profundiza en la personalidad de cada uno de los agentes del misterio representado, otorgándole a cada cual un grado de autonomía inhabitual en los grupos escultóricos.

Barrabás. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Una de las primeras cuestiones que podríamos abordar en este nuevo conjunto sería la de su efectismo escenográfico. Recurriendo a estrategias tan antiguas como eficaces, el imaginero propicia un enfrentamiento entre los personajes que encarnan la bondad y la malicia, respectivamente, componiendo una sugerente gama gradual de afectos que se solapan a la propia concepción física del rostro, entendido así como espejo del alma. Es a lo que el profesor Juan Antonio Sánchez López, el asesor iconográfico de este proyecto, alude cuando habla de la calocagacía. Así, Barrabás y Caifás, alteradas sus facciones por la mezquindad y la insidia, se erigen en los umbrales máximos de fealdad, mientras Claudia Prócula, encarnando la compasión, ostenta una belleza dulce y serena. En un término medio se encontrarían las figuras que representan al Imperio Romano, el procurador Poncio Pilatos y dos soldados, manifestando con una concepción clásica de los rasgos una posición pseudo neutral respecto al proceso.

Ropajes de caifás, de Ildefonso Jiménez. Fotografía: Álvaro Simón Quero.

Del afán por la teatralidad, Rodriguez Picón da un valiente paso hacia una concepción cuasi cinematográfica del grupo escultórico. A ello colabora, por otra parte, la interesante selección de los ropajes, tarea adjudicada al maestro bordador Ildefonso Jiménez, quien ha llevado a cabo, entre otros pormenores, una brilante labor que descuella sobre todo en el magnífico trabajo de pasamanería para el recamado del estolón y el efod de Caifás. Tal y como apunta el profesor Sánchez López, tras la sugestión colectiva que el cine obra en nuestra visión de la historia, se hace cada vez más difícil asumir nuevos grupos escultóricos que no procedan con precisión arqueológica en el atuendo de las imágenes.

Poncio Pilatos. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Al lado del Señor, consolidando la composición primigenia, encontramos la figura de Poncio Pilatos, presentándole con gesto contrariado debido a la reacción de la turba. Viste con uniforme militar y no con toga de senador, debido a que se encontraba en el pretorio, lo cual modifica cromáticamente la estampa clásica de esta escena. Despierta gran interés la configuración del rostro, en que el imaginero confiesa haber reinterpretado los modelos clásicos presentes en el género retratístico romano, siendo los bustos de mármol su principal fuente de investigación.

Caifás. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Tratando de compensar cierto vacío iconográfico, se apuesta por la inclusión de un Caifás instigador con el que se alude directamente al juicio paralelo desarrollado por el sanedrín judío. En línea al rol asumido por este personaje, que trató de asegurarse la condena del Mesías, Rodríguez Picón le compone un rostro afeado por la crueldad, sumido en el odio. Sumo sacerdote y por tanto máxima autoridad religiosa del pueblo de Israel, Caifás viste adecuadamente según la dignidad de su rango, a saber: Ostenta sobre el pecho un pectoral repujado por el orfebre Adán Jaime -quien además ha compuesto todas las demás piezas de orfebrería- engastado con doce piedras en referencia a las doce tribus de Israel; sobre su cabeza, una mitra con caracteres hebraicos y la estrella de David; y en su mano derecha, un báculo rematado en una granada, símbolo que para el pueblo judío tenía gran predicamento. Decir por último que el escultor había planteado en su boceto en barro una actitud mucho más agresiva de manos del sanedrita, empujándolo hacia delante con gesto amenazador y empuñando el cayado como una lanza para agitar al pueblo. Entendemos esta suavización final como una tendencia general hacia el equilibrio, descargando el principio dinamizador en la escena protagonizada por Barrabás y el romano que lo sujeta.

Las manos de Barrabás. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
El Evangelio sitúa a Barrabás como violento opositor al régimen imperial, adjudicándole un papel diametralmente distinto al de Jesús, que es un transgresor mediante la palabra y el amor. De esta forma, si Barrabás encarna el opuesto a Jesús, y por tanto a la idea última de pecado, ha de ser representado también como el individuo más feo de la escena. El reo que fue preferido por el pueblo judío, un zelote responsable según los evangelios de Marcos y Lucas de un motín en el que se produjo algún homicidio, es mostrado aquí desfigurado en una mueca horripilante. Sin duda alguna, nos es fácil asimilarlo a esa larga tradición de personajes de aspecto desagradable, entre los que encontramos a nuestro peculiar Verruguita -que procesiona en el misterio de la Puente del Cedrón- o los hercúleos sayones que castigan al Cristo de Azotes y Columna. En este sentido, es probablemente la efigie que más nos remite a la tradición barroca española, muy aferrada a lo pintoresco, proclive a la representación de tipos populares. El Barrabás de este misterio victoriano, descompuesto por la ira, se nos ofrece desgreñado y sucio, y tipifica un físico propio de alguien descuidado y hosco.

Manos de un soldado. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Del soldado que tiene asidas las cadenas de Barrabás, podemos decir que presume de una dinámica y atractiva arrogancia, adelantando su posición en una firme zancada y afianzando en su mano izquierda un gesto seguro, autoritario. Podríamos detenernos aquí para alabar el modelado de sus manos, así como el de las de todos los figurantes, virtud que no es todo lo frecuente que sería deseable en empresas de esta envergadura.

Aquilífer. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
El otro soldado, el aquilífer -el portador de la insignia imperial-, evocando la profundidad de los retratos psicológicos más logrados, adquiere una estática pose en virtud de su papel representativo. Lo vemos tocado con casco y penacho, a pesar de que en el barro original se le concibió cubierto con una piel de león. Así era costumbre en el ejército romano: La piel del león atribuía al ejército imperial un pasado mítico, toda vez que enraizaba en la leyenda del héroe más prolífico, Hércules, quien según el relato de uno de sus doce famosos trabajos, desolló al León de Nemea, al cual dio muerte, para vestir con su piel. Es de imaginar las dificultades que encontraría hoy día una cofradía para utilizar la piel real de un animal protegido, aunque no debemos descartar que este detalle del atrezzo, tan particular, llegue en algún momento a formar parte de la cuidadísima escenografía de este misterio.

Claudia Prócula. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Jugando un papel contemplativo, y situada como hasta ahora al final de la secuencia, encontramos a Claudia Prócula, siendo testigo mudo de los injustos procedimientos aplicados al Nazareno. Atesora una actitud compasiva que remite al modo en que actuó, movida por la piedad, obrando como voz de la conciencia de su esposo, el procurador romano. Elías Rodríguez ha tratado aquí de representar una belleza naturalista levemente distanciada de los conceptos clásicos del resto de figuras, toda vez que atiende, probablemente, a cánones de belleza actualizados, e incluso, cabe decir, que aplican rasgos de cierto localismo. El modelado del cuerpo, no obstante, sí queda inserto en la tradición escultórica grecorromana; imbuído en el concepto clásico de proporción y belleza ideal.







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