17 mar 2012

De dentro

La Salud. Fotografía: Álvaro Simón Quero.

Hace ya tanto que se abrieron de nuevo los dinteles... Tanto; aunque, por supuesto, esa conciencia del tiempo depende, y mucho, de lo vivido. Los de mi quinta, esos que crecimos aprendiéndonos la iconografía desaparecida en los tomos de Arguval y bebiéndonos cada edición de Via Crucis, saboreando los primeros programas de Bajo Palio, tenemos ya la sensación de que ha pasado bastante tiempo. Apenas nada, unos granos de arena, en el vasto discurrir de los siglos de una tradición varias veces centenaria. Y todo ha cambiado tanto... ¿Dónde han quedado aquellas imprescindibles convocatorias de culto impresas en papel de color vainilla, verdaderas joyas del dibujo? ¿Y las horas olisqueando novedades en las rendijas de los tinglaos? Muy atrás.

De aquellos años ochenta y los primeros noventa, del momento de eclosión de las hermandades nuevas, me queda un dulce regusto de aprendizaje. En todo momento, con la sensación de ir dejando crecer un criterio propio, tuvimos la grata experiencia de vislumbrar cómo nos reconducíamos al afán de superación y al inconformismo. En búsqueda del ahondamiento en las raíces, nunca sumidas en el experimento gratuito, las cofradías se reconciliaron con su madre. Una Iglesia que décadas atrás les había cerrado puertas, obligándolas a subsistir a la intemperie bajo toldos y andamios, y empujándolas a rehacerse en la grandeza y el orgullo de tronos colosales. Cuán difícil -cuánta lucha- para volver al templo, para sacar a relucir la fe por nuestras calles, pero desde el sagrario mismo, y regresando a él.

Se ponía de nuevo en valor lo litúrgico, concediendo a la procesión el sentido último de la que ésta es acreedora, por derecho legítimo, desde su propia acepción en el diccionario. Y así tuvimos en nómina una interesante sucesión de hermandades que salían de dentro, de dentro de la Casa de Dios, de allí mismo donde se encuentra el tabernáculo del Señor. Siempre para volver a él. Recuerden el tinglao que los Dolores del Puente, una de las abanderadas en este empeño, plantaba en el Pasillo de Santo Domingo: A tres o cuatro colores, varias lonas discordantes tejían un extraño edículo para proteger el único trono que procesionaba entonces. Era la forma, a conciencia, de reavivar la idea de lo indigno que suponía, para las imágenes sagradas, dormir en un tenderete teniendo tan cerca la verdadera y auténtica morada, con dintel más que suficiente y la necesaria unción sacra.

Amantes de la dificultad, los cofrades admiramos entonces a quienes echaron las rodillas a tierra o casi arrastraron los varales para salvar -por estas magias incomprensibles del hacer cofrade, que desafían a la física- las augustas portadas. Y en connivencia con ese feliz regreso del hijo pródigo, volvíamos allí donde, más allá de un encierro, presenciábamos la maravilla de ver a la hermandad indisolublemente ligada al altar y a lo que en su sagrario se encierra.

Pero, y conforme se echan encima los años, las costumbres se relajan. Y del mismo modo en que algunas  cuadrillas de acólitos -reinsertadas en las procesiones por esa didáctica de lo litúrgico- no parecen formadas por servidores del altar -el altar itinerante que es un trono procesional en la calle-; del mismo modo, decía, el templo empieza a ser relegado por la comodidad. ¿Qué criterio, si no éste, puede ser esgrimido para, dejando el templo, otorgarle a la casa hermandad un rol sustitutivo?

Viene a mi memoria la maravillosa recogida frente al portón de San Pablo, con el crucificado de la Esperanza en su Gran Amor clavado en el atrio para esperar a la trinitaria hermosura, la que es Salud de los Enfermos. Y también aquellos años en que la portentosa luz de la Estrella nacía bajo los arcos de la nave lateral de Santo Domingo, para dejarse acariciar por la primavera. Y quiero pensar, de corazón, que todo eso volverá.






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