12 abr 2012

Sahumerio del Viernes Santo (II)

Azahar en el trono de los Dolores. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Desde que pone uno el pie en la calle en Viernes Santo, tiene la maraña de emociones encontradas por el lamento de lo que se acaba -pecado del cofrade que casi olvida que el Sepulcro estará vacío dentro de nada- y casi con la certeza de que, más que yéndose, la Semana ya se fue. De pequeño, esa losa de certidumbre se abatía cuando llegaban los apagones a calle Larios y, de lejos, en la rotonda, se divisaba un halo de bombillitas. Ahí, por mucho que quedase de nazarenos de colorines en la mañana del Resucitado, había un desplome al unísono de las vacaciones y el espléndido trastocar de horarios. De madrugadas largas, de encierros, de desayunos nocturnos en calle Córdoba y de helados de Casa Mira en cualquier interludio de la noche. De tener media familia en casa y de aprenderse al milímetro el tarareo de Nuestro Padre Jesús -que era incesante todos los días-, de aplaudir el redoble de tambor a Revilla y de regastar unos itinerarios simplones.

Algo de todo aquello sigue muy vivo, aunque ese Viernes haya cambiado tanto. Hay una nueva generación que ya quiere jugar a las procesiones en los pasillos, que dibuja Vírgenes lloronas en hojas de cuadros y que se ha aficionado a recopilar estampitas de toda clase. Merecía la pena alzar ese relevo en los brazos, muy cerquita, para poder musitar al oído por qué estos nazarenos no le darán la mano ni unas gotitas de cera. Para enseñarle qué grato es el silencio, y en un bisbiseo, sorprenderse de los nazarenos que llevan la cruz de Jesús. Esta niña ya ha proclamado sus vocaciones para el futuro: Quiere ser nazarena, dar la mano, llevar una vela, aprender a tocar la flauta y la trompeta, y hasta plantarse una mantilla. Que digo yo que con algo de todo eso se quedará.

La concurrencia queda absorta en San Juan; aunque en seguida aterriza el murmullo. La tarde se está aclarando y hay que correr para calle Mariblanca, que el Calvario ha salido a su hora. Se hace estación en Aparicio y se renueva el debate de si las torrijas auténticas llevan o no crema pastelera. El nublado -de tiniebla y pedernal, que diría la copla- nos ha robado ver el palio de terciopelo de seda tornasolando su rojo de guinda a sangre. No hay cosa peor que manifestar un deseo tan concienzudamente, con tanto ahínco -"ese palio hay que verlo con el solazo dándole por el Altozano"-. Y es que fue visitar los bastidores de Salvador Oliver esta  Cuaresma y quedar rendido ante el virtuosismo y la gracia. Cómo le chispeaba el gesto a Eloy Téllez el Martes Santo, hablándome de su palio nuevo, y con qué razón. Toda la Cofradía destila savia nueva, en el fondo y en las formas. El misterio de la Sagrada Mortaja, bajando elegante con Cristo Yacente, de Albero. Y la Señora del Monte Calvario, dulcísima con su tocado estrecho y grisáceo. En las arruguillas de los ojos de los capirotes se encuentran sonrisas; las de quienes saben que vienes a piropearla quedamente.

En Puerta del Mar se puede presenciar el cortejo del Sagrado Descendimiento sin perder de vista a mi archicofradía de los Dolores -que tiene en la Alameda su mejor luz, esa azulada y entreverada por el humo-. Nos quedamos más que colmados con los sones de la Vera Cruz de Campillos tras el trono del Cristo -cuando hay que morderse la lengua, se la muerde uno-. Queda demostrado que hay solemnidad -y vaya si puede cuajar con los años- en una Agrupación Musical con el repertorio adecuado. Nos gusta como ha tornado el colorido de las ropas a un estilo con más solera, con tejidos eclesiásticos y colores oscuros. Sólo nos parece endeble el risco moteado de siemprevivas. Cuando vemos a las Angustias, rejuvenecida, es inevitable preguntarse qué solución le darán al palio, pues se veía más digno con la antigua crestería.

Calvario. Fotografía: Álvaro Simón Quero. 
Luego otra vez a Calle Nueva, a recrearse en la media penumbra y a contarle a algún desconocido entusiasta lo de la bambalina bordada a dos caras. Cada vez me gusta más el Calvario. Y al patio de los naranjos, a ver cómo llegan a la Catedral los nazarenos de ruán y esparto. Qué molestos me resultan los que salen del Sagrario sin saber a dónde salen, con su cacareo inoportuno. Siseo un par de veces, pero entonces recuerdo qué brillante es esa penitencia silente cuanto más turbio es el ruido en derredor. Mis nazarenos andan tranquilos, no hay voces que ensombrezcan el grito del silencio. Luego de buscar a la Piedad saliendo de Ollerías, cometemos la osadía de ver el Sepulcro en Álamos. Eso significa asistir a discusiones a gritos acerca de si la del estandarte es o no Juanita Reina -¿Ves, Montiel, lo que pasa con los retratos a lo divino?-. Hay tanto bullicio que se me está torciendo la noche. Ahí me pregunto qué haré yo sin mi cirio por esas calles de Dios...

Nos refugiamos en el oasis de Pozos Dulces, clavados frente al portón de las Penas. No es hasta el esperado negro definitivo -viene Servitas por Arco de la Cabeza- que se aprecia el resquicio de resplandor en los bordes de las jambas. Que los de las Penas le han encendido toda la lumbre a la Reina y Madre. Cuando se nos abren las puertas de la gloria, nos derretimos con esa belleza de Eslava que es almíbar de Martes Santo. Así, qué corta y qué dulce es la espera. Los siervos de María, de luto y rezando la corona dolorosa, algunos arrastrando las colas de las túnicas, preceden un corazón traspasado. Allí se canta la Salve para regresar en un santiamén al sigilo y al misterio.

Finalmente, retornamos a la estridencia. Inevitablemente. Al desorden herrumbroso de Carretería -que venga ahora un pregonero a alabarme la calle, a desgranarme el rosario de virtudes de sus balcones-, donde hasta la madre y maestra de las bandas de cornetas y tambores descompone sus hechuras. Romanos mal disfrazados, nazarenos de romería. Al trono del Traslado, que no fue diseñado para tanto gentío agolpado arriba, le faltan luminarias de cera. Y a la Soledad de San Pablo, otrora tan clásica, le sobran unas cuantas especies florales. Vemos el Amor por el Cervantes. Y a la Caridad por Cárcer, con su toca de noche rasa.

La Soledad del Sepulcro. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Aturdidos por la retahíla de procesiones, se diría que daríamos aldabonazo con el sabor agrio del ruido. Quien bien me conoce me recuerda que todavía la noche se nos enmienda. Por fin. Ahora sí. El catafalco de Moreno Carbonero arribando a la Plaza del Carbón, y Chopin. Puede que sea la mejor forma esta de divisar, a duras penas, al Señor con su sudario allí en lo alto del túmulo. Achicados por esa magnitud de estirpe romana, que hace tan presente a la muerte. Y la Soledad, cuando parecía que me escabullía, me llama consigo a los sones de Amarguras. Y así por Duque de la Victoria, y luego en esas dos esquinas preciosas que hay antes de la Catedral. Y toda la calle Císter, en ese regreso fastuoso con que han ganado tanto los de la Cruz de Jerusalem. Ahora sí. Con esta despedida -se la llevan a Alcazabilla con Virgen del Amor Doloroso- puedo respirar el último sahumerio. 





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10 abr 2012

Sahumerio del Viernes Santo (en silencio).

Redención. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
El silencio es algo muy grande. Porque sobrecoge, porque nos obliga a susurrar, porque en él parece que en verdad nos detengamos. Porque en silencio no corre la brisa, ni parece que pase el tiempo. Apostados en un recoveco de calle San Juan, no llegamos a tener la sensación de estar viendo pasar una procesión. Los nazarenos adultos, calmos, leales a la máxima de rehacer cada año un camino reverente, producen en el espectador la sensación de que no obedecen a nada humano. Se hacen innecesarias las órdenes, las indicaciones, y el cortejo -tan grande en calidad, tan entregado a la perfección- avanza como un lento glaciar oscuro: Lamiendo los bordes del valle de lágrimas, arrastrando con él un poco de cada uno de nosotros, ejecutando una leve erosión a la que no podemos escapar. ¿O es que acaso no se ha hecho nuestra presencia más ínfima, más insignificante? Los músicos, en cuarteto, adelantados a las andas del Señor y de la Virgen, dejan en el aire una vaharada tan intensa como la del incienso; incluso cuando culmina cada una de las escuetas piezas musicales, las notas se quedan flotando, cayendo muy despacio en las aceras, como pétalos. El silencio clarifica, otorga esa capacidad para arrastrar la música hacia uno, la prende. Y con las saetas, tan cortas y frágiles, tres cuartos de lo mismo. Sin el prorrumpir en aplausos ni el afloramiento de un olé sincero, más se diría que permanecen hasta que los lirios ya se han ido. En cada flor ha habido un tímido jaspeado de amarillo -qué pestañeo de primavera-, y sobre cada una de ellas, la vida arrebatada. Nunca tiene más sentido un sahumerio que cuando el incienso, al ser quemado, profiere una humareda tan persistente que aguanta en el aire hasta que todo se ha terminado. Sólo así, impregnados, podemos recordar con tal precisión. Y al mismo tiempo, no estar seguros de haberlo presenciado.

Dolores. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Sólo a las espaldas de Ella, cuando el azul del manto nos aboca al ruido -porque el público es impaciente y osado-, somos devueltos a la vida en cuerpo. Sentimos de nuevo la ley de la gravedad, y hasta puede que, tras haberla contenido más de la cuenta, reavivemos la respiración, entre otras cosas para suspirar. Luego el clasicismo tiene la virtud de hacernos permanecer en serenidad. En las hileras de claveles blancos, contados, que en algún momento acordaron la mesura de sus corolas para, exactos unos a otros, no pecar de vanidad. En el tejadillo de encajes sobre su frente, y en las levedades oscilantes de su pechera -cómo se mece con la corriente cada punta de la blonda-. En las ramitas de azahar, casi escatimadas, que con sus verdes hojas de naranjo refrescan la exactitud rectilínea del templo de Salomón que es su trono. Sobre las egregias columnas, doce félidos evocan al León de Judá -de qué forma tan hermosa ha marchitado Dios en una cruz-, mientras cruje el arquitrabe de su palio.




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8 abr 2012

Sahumerio del Jueves Santo

La Sagrada Cena. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Hay romero a tus plantas. Alguien, con plegaria discreta y callada, ha puesto en la peana un martillo. Durante tantísimos años, he visto ese martillo en las manos de un hombre satisfecho y sonriente. Era una gloria, un plenilunio de primavera tras otro, ver a Carlos Gómez Raggio tan feliz. Jamás removido por los nervios -para eso siempre hay otros menos curtidos, que al fin y al cabo es el tiempo quien otorga el temple-, con su terciopelo y su cíngulo de varias vueltas, Don Carlos siempre regresaba al encierro con una sonrisa que no le cabía en la cara. El brillo de los ojos nos daba la bienvenida a todos. Escuchar la música de Artola mientras los galeones crujían ya en el salón de tronos, y apenas dar un toque simbólico a esas campanas que suenan a catedral; difícil ordenar a más de doscientos hombres que depositen a la Virgen hasta el año que viene. Quién habrá puesto ese martillo a los pies de la Esperanza...

Es Jueves Santo, Esperanza, y desde muy temprano nos andamos preguntando si querrás echarte a la calle. Santa Cruz ha aprovechado una tregua para serpentear junto a esos paredones intramuros (es que en Carretería hay una trastienda de cachibaches que es mejor eludir cuanto antes). Unos amigos nos han brindado su azotea en la Plaza de la Virgen de las Penas para ver llegar a la dolorosa. Tras el oratorio y al otro lado de la falsa muralla -maquillaje de cemento de arqueologías potajeras- hay cornetas que anuncian a la Cena y a Viñeros; al fin y al cabo estamos en el meollo de todo. La tarde, mirando arriba, parece torcida, pero es que si no se le echaba un poquito de valor no habríamos tenido Semana Santa. Luego debates estériles podrán decir misa de hermandades valientes y de esto y lo otro, pero todas las decisiones son difíciles.

El día sigue hospitalario, pues nos invitan a torrijas caseras en un balcón de Arriola cuando ya hay nazarenos rojos. Podría intentar, por adorno, hacer alguna filigrana de palabras de los tejados del mercado y sus aires morunos. No hace falta. Es tan asombroso el discurrir de la Sagrada Cena Sacramental que nos tiene a todos ensartados. ¿Te acuerdas, Esperanza, de cuando venías a las monjitas? Por primera vez en mi vida descubro el entarimado de madera del cenáculo, y el mantel tan bien puesto, y las escuetas viandas; y sigo el dibujo, a vista de pájaro, del manto de la Paz. Qué privilegio, pues además estos hermanos no hacen distingos entre calles de primera y de segunda. Desde que salen de Puerta Nueva, toda Málaga es digna de sus denuedos. Se trata, sabiamente, de conectar con el pueblo, sin importar el rango de tu palquillo o la modestia de tu escalón. 

A Viñeros los habíamos visto en Puerta del Mar, ya algo incómodos por la bulla pero anhelantes del aire de cofradía antigua que parece recuperar. Hay mucho mimo; el Nazareno, con su llave del sagrario, viene andando por Nueva en buganvillas y racimos de uvas. Lástima que el trono, por esas desavenencias raras, se ha tallado y dorado de dos maneras que no casan bien. A la Virgen del Traspaso y Soledad, con un tocado especialísimo, se la ve cada vez más arraigada en su peana y su trono. Hay unos faroles de rocalla, que les dibujó Eloy Téllez, que serían perfectos para ir en las esquinas alumbrando su camino. La saya, de un particular tono ceniza, me recuerda de qué manera fascinante se te ha tostado, Esperanza, tu vestido de Elena Caro, ese maravilloso atavío que, con un volante preñado de florecillas diminutas, me recuerda que eres la primavera. Tú eres el renacer de la naturaleza, a tus pies rompe el azahar y brotan las hierbas aromáticas para bendecir los hogares de los malagueños.


Qué acierto después esperar la Cena en el nudo entre Cárcer y Casapalma, donde trenzan las marchas para demostrar hasta qué punto se puede hilar de fino para llevar un trono, bien mecido, a la gloria. Se recrean de tal guisa -es que el Jueves se escapa de entre los dedos- que puedo fijarme en el detallismo que se ha puesto en todo. El apostolado, vestido de dulce con diferentes estolas, capas, esclavinas y mantolines; los primeros apóstoles -entre ellos el encarnado por un joven Duarte- están sentados un poco más apartados, como abriendo la escena desde el frente. Y el Señor, con su manteo anudado al cíngulo, qué arte. A estas alturas, ¿todavía hay nostálgicos del Domingo de Ramos? Por aquello de que más valía ser cabeza de ratón que cola de león. Hoy parece una tontería. Se están haciendo amos de la tarde del Jueves. La Paz viene en el mismo plan; el vergel de flores, al milímetro en cada buqué -me encantan las cráteras del frente, entre ánforas-. Y caminando despacio y bailando un poquito allí donde encarta. No me queda más remedio que escribirle rápido un mensajillo a Sergio Bueno para contarle qué bien anda con "Carmen Coronada" -tan flamenca, tan perchelera-. A tí, Esperanza, te habría encantado ver como se enreda tu morillera con esa música de barrio. De tu barrio.

Santa Cruz. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Madre de Dios, devuelta al luto, regala su luz cansada para el balanceo del sudario de Ladrón de Guevara. Allí los rocieros de la Caleta obsequian una singular oración de flauta y tambor al paso de la Virgen de Santa Cruz. Me acuerdo de aquellos Viernes de Dolores con música de capilla y mucho silencio por calle Parras; y lo añoro. Me hace llegarme un instante a tu pequeño traslado, Esperanza, que apenas besa la calle y donde Málaga te besa.  

Luego no queda más remedio que armarse de valor. Para ver al Cristo de la Buena Muerte y Ánimas -ese es su nombre, Málaga, que no se te olvide- hay que echarle paciencia, dejarse arrollar por maleducados y hasta sentir algún insulto en las inmediaciones -tal que lo vivo lo cuento-. Muchos son capaces de pasarte por encima con tal de ver un palo en el aire y unos fusiles... ¡Ay! Pagaría por ver esa devoción al día siguiente, por encontrar ese silencio reverente. El Cristo de Paco Palma se aleja por Tejón y Rodríguez y la muchedumbre ya busca otro enclave. Será buena cosa buscar a la Soledad en la doble curva, donde le llueven pétalos y, ahora ya sí, las primeras aguas. ¿Son tus lágrimas, Esperanza? Se trata de un pensamiento fácil, como de literatura barata. Ando imaginando a la ciudad otra vez huérfana.

La Soledad de Mena. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
A Zamarrilla y al Chiquito le sobrevienen los goterones a esa hora, llave de la madrugada, en que el romero debía alfombrar la rotonda del nazareno verde. Apenas cuatro gotas, que dirán algunos; un chaparrón, cuentan otros. Suficiente para que no haya bendición del Nazareno. Tras acompañar un poco a estas hermandades, me voy contigo, Esperanza. A descubrirte, como si acabaras de volver.

Qué guapa te pone Juan Francisco Leiva con blondas prendidas a pellizcos y decenas de pañuelos enganchados a tu enagua. Quién sabe cuántos milagros habrán empapados en esos pequeños retazos de tela... Sabes que guardo aquél pañuelo, el que sostuvo a mi padre unos años más de lo que los médicos decían.  Qué gran hombre de trono fue, Esperanza. Ando agarrado a la cabeza de varal, medio encogido, cuando Paqui Ríos te canta una saeta, a mi vera. No me hagas esto, Esperanza.




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5 abr 2012

Sahumerio del Miércoles Santo

Azotes y Columna. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
En el Miércoles Santo siempre me acuerdo de algo que decía un amigo, a propósito de cómo ver las procesiones ese día. Es la pescadilla que se muerde la cola. Las cofradías apenas se desligan del recorrido más monótono, hay pocas propuestas de enclaves con encanto y si no has pagado por unas sillas te las puedes ver un poco negras. Uno, que llegados a este punto se va haciendo más benévolo -será por agotamiento, habida cuenta de la frenética crítica constructiva que se estrena en Domingo de Ramos-, va perdonando esto y aquello. Pero al final, y a pesar de lo amantes que somos de encontrar la esquina especialísima, nos achantamos y vemos procesiones hasta en el Pasillo de Santa Isabel, que ya son ganas.

Vemos Fusionadas degustando una torrija grande de miel -qué difícil es elegir en la Canasta, que tienen torrijas de todas clases- y hablando del trono nuevo, del Cristo solo, de esto tan malagueño de quitar una cosa para que se luzca más el estreno de otra -yo es que no me creo del todo que los sayones de Suso de Marcos no aguanten un año más-, y de Juan Vega Ortega, que por lo visto nos hará los nuevos sayones. Me da a mí que ese trono, tan ancho, me lo van a llenar de gente; a lo peor incluso le ponen plumeros grandes. Hoy, sin el café todavía, me ha dado por buscar esa foto antigua de Azotes y Columna en el tronito barroco de Rodríguez Zapata, con los sayones delgaduchos y caricaturescos, de grandes bigotes. Y al verle al Señor, enmarcado en el arco nazarí del mercado, su postura forzada en los brazos, los rasgos arcaizantes y la pureza de brocado -puesta con poco temple este año-, me parece que no es empresa fácil hacerle su misterio y acertar. El trono mejora en la calle con los lirios, aunque el Cristo va un poco bajo. Con Exaltación comentamos aquello de que jamás el cajillo y los arbotantes fueron en sintonía: Cuando el trono era nuevo, los arbotantes comprados ya tenían un dorado viejo y mate; cuando se han hecho que reluzcan de oro fino, el trono ha envejecido con solera. Qué buenos crucificados tienen estas cofradías. Nos gusta particularmente Ánimas de Ciego con su aspecto marfileño, la cruz plana y el monte muy oscuro; en Mayor Dolor, nos distrae mucho la forma en que las barras y las corbatas del palio se voltean por no ir bien sujetas.

Ya en la desangelada ribera del río, hacemos cábalas de itinerarios serpenteantes para la Paloma. Como somos únicos en buscar el ángel, hacemos de los nubarrones -a los que, fíjense, ya no les tememos- un espectacular celaje pintado, como en los grandes cuadros barrocos, y así se saborea un poco más el discurrir de la Puente del Cedrón, desde el lado bueno -donde se escucha algo de guasa por el Verruguita y se ve mejor al Señor-. Pasan muy rápido, casi todo el pasillo a redoble de tambor, como si ese público sin tribunas no se hubiese ganado, por su paciencia, al menos una marcha y un andar más tranquilo. Apenas tiempo para fijarnos en el dorado que el año pasado no pudo estrenar. La Paloma llega con ese chasquido metálico de los rosarios en las columnas del palio, música para mis oídos. Y me detengo en ver lo guapísima que viene por el arte de Guillermo Briales.

A Salesianos los vemos salir de la Catedral. Aunque se hacía difícil asumir las cornetas y tambores para este misterio, hay que reconocer que llevan un repertorio serio y solemne. No estoy diametralmente en contra, ni mucho menos. No sé de qué manera nos encajamos en la puerta del Pimpi para ver esa que puede ser la última maniobra de San Agustín con Granada. Parece que la solución será enfilar Granada desde abajo, pero ¿no hay formas más hermosas, con música apropiada, de hacer muy despacio ese giro, sin tirones? Como siempre, el momento más dulce nos llega cuando vemos el trono marcharse, alzados los rostros hacia el Cristo de las Penas.


Consolación y Lágrimas. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Buscando a la Sangre para verla en calle Sagasta, nos cruzamos con una copiosa familia de nazarenos azules y de la cruz de malta, hartándose de bocadillos en mitad de la calle. Nazarenos descapirotados, nazarenos vagos, nazarenos maleantes -desde el cariño-. Surge el tema de las actitudes, y sale a colación la última tendencia: Acólitas desmelenadas -sí, parece un título de Almodóvar, pero es llanamente una realidad-. Ojo, no vayan a pensarse que mi comentario es sexista; tan ordinario me parece ver a estas chicas vestidas de dalmática y con la cabellera al viento, como los flequillos cortina o los penachos en ellos. Más que nada porque en la procesión lo fundamental es el abandono de la identidad, todo al servicio de los Sagrados Titulares. Pero suspiremos, que a esto va llegando la liturgia. Al fin y al cabo lo que importa es sacar todos los enseres a la calle, la plata a relucir, y ya está.

En el trono de la Sangre, ya solamente iluminado por los hachones, va la Virgen del Santo Sudario arreglada con las mejores intenciones, aunque alguien me susurre que por su peor enemigo. Lo mejor fue avistar al fondo de la calle, meciéndose, a Consolación y Lágrimas bajo ese palio nuevo de largas morilleras, que de lejos recordaban los flecos de los mantones de manila. Qué dibujo más bonito tiene ese techo de palio -viva Eloy Téllez-, con el gran escudo de la Merced, y qué bien han quedado los arbotantes, mejorados por Raúl Trillo y Salvador Lamas; ahora lucen mucho más armados de luz.

Virgen del Amor. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Por Alcazabilla el público se agolpa allí donde se tiene la panorámica completa del Teatro Romano. Buscando la postal; al fin y al cabo, el Rico es el Cristo en la Alcazaba. Aunque llegue a los sones de Macarena o Callejuela de la O -con lo bien que aguantaría Nuestro Padre Jesús, de toda la vida, tocado hasta reventar-. Disfrutamos la procesión desde ese lado, pero luego hay que cruzar para  verle la cara, dejarse fascinar por esa impronta antigua, como de pueblo, del Cristo con chorreras y túnica de cola. El risco, magnífico, muy trabajado. La Virgen del Amor luce tan espléndida como siempre -no en vano cuenta con la dedicación de Jesús Frías, de más de treinta años al cuidado de la imagen- y quizá mejor llevada que otros años a esas horas de la procesión.

Dolores. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Queda el colofón. No hay más remedio que hacer una paradita para un refrigerio en las terrazas de la Plaza del Obispo. Cuando llega Expiración nos disponemos, ahora sí, a no perdernos ni uno solo de sus nazarenos. Desde la Cruz Guía, todo es excelente en la Expiración. Al Cristo, con el que la gente tiene una reacción muy cercana a la que se vive con el Sepulcro, lo vemos andar con Virgen del Valle -nunca habría imaginado que esa fusión me resultaría perfecta- y después con sus timbales que derraman algo de Viernes Santo. La Virgen de los Dolores, muy poderosa, nos hace deshacernos en elogios. Está preciosa. Como siempre, van llegando las caras conocidas, y nos metemos en calle Larios -pues es de las pocas ocasiones que podemos mendigar un poquito de recorrido oficial- a ver llegar a la Reina de San Pedro con La Estrella Sublime. Aunque los adornos de geranios de las farolas me parecen pascueros, la calle se diría construida entera para ella y su categoría. La procesión lleva muy buen ritmo, sin prisa pero sin pausa, y entre Martínez y Atarazanas, con una oscuridad deliciosa, el cortejo encuentra mejor acomodo. Un acierto para regresar. Cómo me gusta que en su itinerario rece, para una vuelta muy lucida, el Puente de la Esperanza y la calle Nazareno del paso. Y qué orgullo para Málaga que la Esperanza le abra sus puertas para recibirles. Qué sueño de Jueves Santo.




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4 abr 2012

Sahumerio del Martes Santo (II)

La Agonía. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Tras dejar, resistiéndonos, al Rocío yéndose a Carretería, vamos a ver las Penas. Qué buena esquina la de Compañía con Fajardo, donde se han apostado los directivos de la Cena con el guión. El malapipa de la tienda de marcos ha colocado unos macetones y un cartón grande para que no se le plante allí nadie, y sale un par de veces a regañar a los que se apoyan en el cristal. Echa la persiana, hombre de Dios, y cierra el negocio. Saborío. Con la Cruz guía llegando, la llovizna nos hace revivir una pesadilla de cofradías que se vuelven con solo poner un pie en la calle; pero ahí andamos haciéndole burla al agua, cruzando los dedos en el bolsillo, rentabilizando cada minuto en que nos escapamos por los pelos. Y el Señor de la Agonía sale a Compañía doblando despacito. No se escucha una voz más alta que otra, no hay rachas ni empujones, y así se puede uno dejar llevar por esta esplendorosa mecida. Cuánto ayudan los sones de la banda de cornetas y tambores de la Esperanza, una de las cosas de las que más puede presumir la Archicofradía perchelera. Qué bueno irse de nuevo a lo clásico, al monte de claveles rojos sin más. Cuando el crucificado ya nos ha robado unos cuantos padrenuestros, el último angelillo de Carlos Valle, lloriqueando, nos señala desde la trasera el por qué de las Penas de la Señora, que llega poco después flanqueada de piñas compactas de clavel blanco. Al tenerla cerca le prometo, como así hice, verla dar ese giro de trescientos sesenta grados en su plaza, a los sones de esa marcha rimbombante y marcial que se nos quedó enganchada gracias a otras ya antiguas cuaresmas de radio. Eso sería casi al final de la noche, con la cera de diferentes alturas regastada y formando un agreste jardín de candelas.

Luego hacemos eso tan típico de buscar amplitud en la plaza de la Merced para ver revolotear las capas amarillas y grises del Rescate. Al Señor me da por rezarle para que lo dejen como está; que parece que con impronta de Lastrucci ya no queda otra imagen en Málaga. Su grupo escultórico, sin ser una joya de la imaginería, tiene esa teatralidad y ese casticismo encantador que tan bien entona con la túnica clasicona de Casielles y el trono de Antonio Martín. No le veo falta al arreglo del trono, está todo como siempre, como en aquellos años que me montaban los tronos en el patio de mi colegio. Yo le apagaba la antorcha al sayón cegato del Rescate, eso sí; pero vamos, pecata minuta. Lo que sí echo en falta es tomarse la calle con más interés, detenerse un poquito más, disfrutar de las horas que se van. Recorrió todo el sur de la plaza casi con prisas, con un par de marchas muy de Virgen, chimpún chimpún, y se nos quedó un regusto a medias. La Virgen de Gracia va arreglada con gusto; se la ve perfectamente con las azucenas tan comedidas en las ánforas, y ya parece que no se puede mejorar la estampa entre el palio, el manto cayendo en pliegues estudiados, la saya espléndida y la toca que no se queda atrás. Bueno, irse a encargar unos arbotantes dorados a alguien que sepa ponerse a la altura del maestro, que nos dejó hace un par de años.

El risco del Nazareno del Perdón. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Saliendo de Echegaray -qué difícil no seguir para arriba con la Virgen del Rocío- acordamos ver Nueva Esperanza con el telón añejo de Calderería. El trono de Toledano cada vez va gustando más, con esas esquinas arquitectónicas y valientes. Lo de los cristos asomados en las cartelas me resulta raro, pero eso tiene arreglo. Nada más falta hacerle a ese Nazareno unos faroles grandes, en condiciones. Lleva risco de musgo, nada visto, algo muy jerezano por lo que escuché, y una sinfonía entre rosa y morada de flores. Una preciosidad. La Virgen, con un arreglo muy trianero -llevaba brochecitos perfilándole el rostrillo- no parece ser ni la sombra de la que fue. En todos los sentidos.

A esa hora de la noche se produce un particular enredo de procesiones en la confluencia de Calderería con Uncibay, Méndez Núñez con Tejón y Rodríguez. El Rescate corre que se las pela Casapalma arriba mientras las Penas aguanta para hacer lo propio, en transversal. Y luego la Sentencia, de nuevo buscando su barrio. 

La Virgen del Rosario. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Lo que se respira viendo la Sentencia son ganas. La sensación de un gran equipo, de una gran familia con mucho interés por pulir detalles. Al Señor le cae cada vez mejor esa túnica de Juan Rosén, de hojas tan grandes que al principio chocaba tanto. Algún arreglillo de sastrería hay por ahí... Viéndolo venir entre tulipas de cristal de caramelo, pensamos en cuánto ha mejorado. Y la Virgen está más hermosa qué nunca. No puedo evitar ir a decírselo a Alicia Vallejo, que vive entregada por la Reina del Rosario. Le ha hecho el tocado tan despejado que desde los perfiles parece, como es, una Virgen de Gloria. Y, ya enfrascados en la emoción, hacemos de cangrejo un poquito calle Cárcer arriba, viendo el portento de subir el trono de un tirón. La lluvia de pétalos, en oleadas que parecían dejarse aconsejar por la música, fue la única lluvia del Martes Santo. 

De camino a casa recalo, ya solo, en ese Perchel abatido y a oscuras, donde refulge la Estrella con toda su cera encendida, y por si fuera poco, no una sino dos medias lunas, la bordada en la saya y la de plata en la peana. Alegra ver chispearle los ojos al bueno de Salvador Oliver, al mando del trono. Y de nuevo, por principios, les dejo apenas arrimándose a la Casa Hermandad. Un rápido avemaría en la capilla del Puente, donde ya está enlutada la Virgen, y a descansar que el cuerpo se resiente.




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Sahumerio del Martes Santo (El Rocío)

Rocío. Fotografía: Álvaro Simón Quero.

El duende nos pilló desprevenidos. Todavía de sobremesa, en esa tertulia familiar que es norma del Martes Santo, recibo un mensaje con unos versos en forma de seguiriya. El cónclave no es arbitrario; desde que el Rocío decidiera lanzarse a conquistar la tarde temprana, en mi familia hemos inventado una especie de segundo Domingo de Ramos. Que por Ella tienen su nombre mi madre y mi hermana, ese nombre de brisa fresca y azahar victoriano -como reza una revolera de música de gloria que Sergio Bueno le ha escrito a la Virgen-. Primero leo los versos de Fali para dentro, sabiéndome casi en primicia; luego me permito la licencia de leerlos a la concurrencia, sobre todo para que mi madre -que me ha llevado de la mano a cada uno de aquellos traslados de las siete de la mañana del Martes Santo, y al Via Crucis de San Lázaro, y a llevarle claveles a Ella- los saboree como el postre más dulce. Quedamos así avisados de lo que, por boca de Luz Mari, se le dirá a la Novia de Málaga en calle Echegaray cuando se vaya cerrando la noche: 

En tu blancura de novia
la pureza se ensimisma,
eres Rocío de la Gloria, 
tu nombre huele a marisma
y a barrio de la Victoria

Aprovecho la emoción del momento para explicarles que hoy la Virgen del Rocío llevará su candelería restallante de jazmines. Como estamos en abril, las biznagas tienen que ser de cera; más que el año pasado, que todo parece poco. El entusiasmo de la tarde, viendo como el cielo se ha clareado, se va convirtiendo en un rosario de tópicos geniales. Miguel Gutiérrez, con su capacidad para regalarnos pequeños pregones de menos de ciento cuarenta caracteres, va y dice que Málaga la trae del brazo, a la antigua, con el azahar prendido en el pecho. Y Alejandro Cerezo, del que aprende uno tanto, le implora ¡Novia! No invites al agua a tu boda... Cuando, inevitablemente, hablamos entre nazarenos blancos de cómo se portará el tiempo, y salpicados de un chispeo mínimo, convenimos que se trata de Rocío, rocío del cielo, como en Pentecostés. Y así, adornando hasta la inclemencia, nos empeñamos en un martes maravilloso.

Los amigos nos cruzamos sonrisas grandes, congratulándonos de la algarabía del Altozano y la Cruz Verde. Y no hay forma de resistirse a venir con ella, desandando la calle, y desde ahí hasta Peña y Mariblanca, embelesados en la espuma de encajes que ha puesto, tan sencilla y clásica, Curro Claros, regalándonos su particular interpretación de la pureza y sumándola a una tradición de mantillas de blonda. Nervioso perdido, le digo unas cuantas cosas bonitas a la Virgen. El ánimo está como los gladiolos, apuntando en todas direcciones.

Pasos en el Monte Calvario. Fotografía: Álvaro Simón Quero.

Viendo el Calvario del Señor se nos afianza la creencia de que esta cofradía nos lleva por buenos pasos. Entre el corcho, regueros de sangre prorrumpiendo en claveles reventones; aquí y allá matas de romero -romerito santo, romerito bueno, que salga lo malo y entre lo bueno, que decía mi abuela para bendecir la casa- y algunos cardos. Al filo del cajillo, lirios morados como su pasión, escoltados de ramitas de lavanda, y algún detalle de pita. Y la roca en que apoya su sagrada mano, bien integrada en el risco, sin duda el mejor que he visto. Quién nos iba a decir que después, en Echegaray, sus hombres de trono iban a traer magníficamente orquestada una puesta en escena de lujo. Con esos cambios de paso antes impensables, denostados, y que ahora son delicia del pueblo entregado.

Avisados como íbamos de la fiesta que iba a ser esa calle, buscamos sitio cuando ya no cabe un alfiler, cayendo la tarde. Y por esa puntería disparatada, encontramos un portalón con carteles de recién pintado, donde no se ha puesto nadie. Enfrente mismo del balcón señalado. La puerta huele a barniz -mucho mejor que a lo que olía la noche anterior la rampa de la Aurora-, efectivamente, pero no mancha. Y se cumple el vaticinio; Luz Mari hace su saeta como ella sabe, rota, sin ese final de martinetes a que nos han acostumbrado. Cortita para que sepa a poco. A mi lado una familia me agradece que les haya insistido en quedarse, casi me besan la mano. Y luego suenan esos últimos acordes de Rocío, de Vidrié, con su alma de flauta y tambor, para que la bulla enloquezca del todo. Y la Virgen se va.



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3 abr 2012

Sahumerio del Lunes Santo

La Trinidad. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Qué difícil se hace hilar estas palabras evitando mirar por la ventana. A la luz de la noche espléndida que se abrió para nosotros ayer, sólo cabe sumirse en el paladeo de esta Málaga volcada hacia sus grandes devociones. Imposible desasir de mis retinas la locura de belleza a la que ha llegado la Trinidad; por aquello de que es la última, la pongo la primera. Y por la rotundidad con que algo tan amado, tan llevado en volandas, tan arropado, se queda anidado. Empezamos a intuirla desde la rampa, atisbando nada más que las bambalinas y macollas del palio -que llevaban un vaivén maravilloso, venidos arriba con el impresionante recibimiento en la Tribuna de los Pobres-. Conseguimos agarrarnos a la barandilla y verla, privilegiados, pararse delante nuestra. Qué arreglo de pecherín tan hermoso, cuajado de condecoraciones; qué lujo verla así, alumbrada por los candeleros -reverberando la luz entre los chorreones de cera petrificada, producto de una noche gloriosa en la que ni el aire le ha levantado la voz a la Virgen-. Y esa medida disposición de la flor -atrás quedó la impronta selvática, como subtropical-, con pequeñas calas del color de la Trinidad, ese difícil tono entre magenta y malva, que nos hacen preguntarnos si las tiñen para Ella o es que en la naturaleza hay prodigio de esta categoría. Qué alegría ver que nadie te empuja para sacarte de la bulla -en las cofradías sabias, se conoce de lejos que la Virgen va a gusto con los suyos, mirándole a la cara y diciéndole cosas muy bajito-. Qué ufano y con cuánta razón va Joaquín Salcedo delante, sin quitarle ojo, sin dejar de sonreír a todo el mundo; qué privilegio haber bordado ese manto para Ella, una coraza a la que le falta todavía mucha batalla para que termine de caer. Cuánto se pierden los que, dejando pasar el Cautivo, se escabullen. 

El Cautivo. Siendo de la misma cofradía, y es un mundo aparte. De todo, incluso de la Semana Santa. Cómo se vio anoche que no hay luz eléctrica, ni de la cera virgen, ni de la luna, que haga falta. El Señor, con las sombras lógicas de una imagen morena, se acaba de encarnar en hombre para hacerse uno de los nuestros. Sin ninguna de esas distorsiones, el Cautivo recupera toda la sacralidad, y toda su humanidad. El público se olvida de esos falsos efectismos, se sobrecoge al verlo tan erguido -y sin embargo tan humilde-, mayestático, flotando al caminar, deslizado por una marea. Lo vimos en la doble curva, donde se nos olvidaron la maniobra, la música a sus espaldas y lo difícil que sería después cruzar al otro lado de la gran riada de penitentes. El que más y el que menos, por poca devoción que le tenga al Cautivo, se rinde ante la evidencia -contundente como una losa- de que pocas veces una imagen de madera parece palpitar de vida y pegarnos un tirón del alma. Y sí, quiero recordar que es una talla de madera; pues si no fuera de este modo, con qué facilidad caeríamos en una idolatría abnegada, habida cuenta de lo especialísimo que resulta verle. También lo buscamos, unas horas después, en ese puente suyo. Para quedarnos con los tópicos de los pregones, lo de la túnica al moverse -que al fin y al cabo, es la verdad del Evangelio- y lo de que parece que va andando. Es que va andando.

Amor Doloroso. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Qué difícil pues, tras ese regalo trinitario, recordar la llovizna de la media tarde de ayer, y echar un ojo de nuevo por la ventana. Pocas cosas me duelen tanto como ver en los Mártires ese dechado de perfección que es la Archicofradía Sacramental de Pasión, suspendida su procesión hasta otro Lunes Santo de mejor fortuna; cuánto habría deseado estar de nuevo en el patio de los naranjos, viéndoles llegar como sólo ellos saben acercarse al Templo.

Muy pendientes a esos nuevos itinerarios virtuales, esperamos a Estudiantes en Santa María; el maremagnum de nazarenos rojos precede al Coronado de Espinas, que como anunciaban no lleva las absurdas bombillas coloradas en los faroles. Lástima que más tarde, con la noche ya cerrada, se encendieran de nuevo todas las otras bombillas del cajillo. Como escuché de alguna voz preclara, tengamos paciencia, poquito a poco, que esto es como estar en el mesolítico. Las evidencias, visto lo visto en el Cautivo, se irán dejando caer por su propio peso. Algún día no habrá miedo de distribuir tulipas por el contorno de ese trono. La gran sorpresa llega con Gracia y Esperanza; con toda la cera encendida y hecha un primor por la habilidad de Guillermo Briales, luciendo la nueva corona que le ha dibujado Fernando Prini y le ha hecho Manuel Valera. Qué bien armado se ve el manto, restaurado, sobre los hombros de la Virgen -que ahora sí, va donde siempre debió ir, en el centro-.

Encontramos el hueco para llegarnos a calle Frailes por Hinestrosa, donde me sorprenden unos dibujos barrocos preciosos en varias fachadas, y entramos a ver los Gitanos. El trono del Señor, reluciente de oro fino, como nunca. La Virgen, luciendo toda esa primavera intacta de flor de cera, y recordando en los sellos de los cirios que ellos son de la Merced.

Y Dolores del Puente. Qué gran escenario Echegaray para esta cofradía de estilo único. Con la elegancia de las hermandades serias, y al mismo tiempo con ese regusto popular inherente a los fervores de verdad. Le echamos cara al asunto para encontrar sitio en un lado de la calle, que está casi imposible, y llega el grupo escultórico del Perdón del Buen Ladrón. Los sones de Margot, tan operísticos, resonando con fuerza en la estrechez de la calle; la mirada del Cristo del Perdón, si has tenido la picardía de plantarte en el lado derecho de la calle, te busca. No hay otro Dimas salvado, mas que uno mismo, si se entrega. Resulta muy difícil dejarlo ir, ya con la soberbia marcha Mektub, deteniendo la pupila en cada nudo del ciprés centenario con que Suso de Marcos le hizo el madero al Cristo, y en la cera desparramada sobre el manto de la Encarnación -así son los hachones, de cera auténtica, que tanto escasean-.

Dolores del Puente. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
La Virgen de los Dolores es atávica. Algo hay en su presencia totémica, de silueta triangular, ajena a todo el oropel, y sin embargo revestida de una lluvia de medallitas y broches. En qué hora bendita le hicieron ese triunfo de madera dorada y tuvo la luna a sus pies. Suena Valle de Sevilla -solemnísima donde las haya-, y bien parece que mucho antes de la religión católica el ser humano ya intuyese -quizá con las diosas fenicias o de la Grecia preclásica- una madre de todo, una madre del Creador, una dueña de las especies, una dominadora de la tierra. Potnia Theron, que diría Rafael Chenoll, asignando a nuestras dolorosas la capacidad de asumir en su presencia hierática todas las religiones anteriores; y en su condición de Madre del Señor y, por las palabras de Cristo en la Cruz, madre de todos, la condición de madre fértil. Isis y Astarté; quizá hubo inspiración divina en aquellos antiguos. Fue tan sabio Jesús Castellanos llevándonos siglos atrás, engañándonos cada año con un sublime trampantojo de Semana Santa, haciéndonos creer que la Virgen de los Dolores siempre tuvo esa maquinaria barroca. Hay que verla otra vez en calle Polvorista, para dejarla marcharse con La Madrugá, salpicado su manto de ramilletes de flores. Imaginando como seguirán los exvotos agolpándose muy cerca de sus mejillas de porcelana. 




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2 abr 2012

Sahumerio del Domingo de Ramos (la tarde y la noche)

Stmo. Cristo de la Humildad en su Presentación al Pueblo.
Fotografía: Álvaro Simón Quero.
A la hora del café ya voy tirando de toda una troupe; enaltecido el brío por la comida en familia, las ganas contagiosas de Semana Santa, los amigos que se van arracimando para hacer juntos esas primeras horas de la tarde. Qué encanto tiene ese punto tempranero de cofradías recién escapadas de los templos, de corrillos, de conversaciones, de hacer a un lado el chispeo levísimo, como quien no quiere la cosa, de empeñarse en esperar los santos. Y vamos apiñándonos en un portalón de Calderón de la Barca a ver nazarenos blancos de capa. Pero hay un retraso importante; y entonces me voy enterando -uno que tiene ojos en calle Parras, en calle Trinidad, en calle San Millán- de que el encierro de la Pollinica no ha dejado avanzar a Salutación a su hora. Menudos vecinos, deben pensar los de San Felipe; una vez hecho su espectáculo, el que venga detrás que arree. Pero con la cháchara se pasa volando. Una amiga de Rumanía, que en cuatro años que lleva con nosotros habla el andaluz como usted y como yo, se interesa por cada palabrilla de la jerga -al final de la noche ella misma me habla de estas o aquellas bambalinas- y al final la acabo enredando en una estación de penitencia. Sin presiones, oigan.

Salutación se hace ama de la calle; y es una delicia ver qué belleza oculta le ha sabido entresacar Marcos Morales a las mujeres de Jerusalem. Los tejidos, rebuscados a conciencia, de unos grises ceniza, verdes esmeralda, rosa palo, ocres apagados, formaban una sinfonía cromática que era un regalo para el ojo del esteta; se le olvidaba a uno el expresionismo abstracto del paño de la Verónica -que digo yo: Vaya manera de darle la vuelta a la leyenda, si en ese paño quedó estampado el rostro del Señor, con todos mis respetos para Jorge Rando-. Giran hacia San Juan encarando el portón del templo que un día pudo ser origen de una arcana cofradía con esta advocación de la Salutación -aunque hay sangregordas que lo ponen en duda-.

Trono del Prendimiento. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Como somos una marabunta de diez o doce no hay más remedio que buscar un buen pedazo de calle, y me olvido de Ollerías -que es una de mis citas obligadas- para poner el huevo allí donde Andrés Pérez desemboca en Carretería. Me gustan los cardos borriqueros del pecado a los pies de Judas Iscariote, las rosas rojas del trono del Prendimiento, el Señor de morado; y le voy perdonando algo a Juan Manuel García Palomo por desandar un trecho con esta nueva policromía del capuchinero, más aceitunada. Sigue sin parecerme bien que rehagamos a los cristos a la medida de los grupos escultóricos. Ha pasado en Capuchinos y ha pasado en San Pablo. El cambio puede no ser traumático; pero, seamos claros, al Cristo le queda de Castillo Lastrucci apenas un deje.

El Huerto llega, literalmente, en la más triste de las penumbras. El chavea de la caña y el pabilo va, sencillamente, desfilando tras el trono como quien lleva un banderín. Y ni en los parones hace un amago. No corre una brizna de aire, y en los arbotantes quedan como quien dice un par de cirios testimoniales. El risco ha mejorado una pizca, pero todavía hay que afinar más; lo salva el moldurón de claveles rojos que sigue siendo estupendo. Y el Cristo de mi memoria, el primero que me vio llevar una vela, luce su túnica mejor armada que nunca, componiendo bien la postura arrodillada. En contraste con el pabilero del Señor, el espabilado de la Señora, que iba matándose por encender hasta la tulipa más escondida. Qué bonitos y qué bien se mueven esos arbotantes. Y qué eterna resulta Ella. Al irse calle abajo, nos parece que ese manto lo están dejando morir, en una lenta agonía; Dios quiera que nunca lo cambien ni lo rehagan, que para eso hay buenos bordadores que saben restaurar sin añadir una puntada nueva ni mejorar ni ampliar el diseño ni paparruchas de esas...

El Dulce Nombre en Madre de Dios nos lleva de nuevo a la Semana Santa preparada y representada con ganas. Hay todavía dibujo a lápiz en algunos paños del lateral del cajillo, a medio troquelar, testigo de una hechura sin acelerones. Ya habrá tiempo de terminarle y dorarle bien el trono al Señor de la Soledad. Las farolas de luz ambarina trazan el sendero hacia Montaño, y da gloria mirar la trasera del trono, a la mujer acusadora y a San Pedro embargado de culpa. Salve, Rey de los Judíos. Y viendo a esos hombres derechos, luciéndose en tres marchas en toda la calle, con su suave pendiente ascendente, se les vislumbra el corazón disfrutón. Y lo que está por venir Capuchinos arriba.

Después de muchos años sin hacerlo, recuperamos el plantarse frente al arco de San Felipe. No de cualquier manera: Como nos gusta, en medio. Porque no tiene precio atisbar la oscuridad absoluta del interior del templo cuando la cofradía regresa a su casa -sí, esta cofradía sale de dentro y regresa adentro-. Y luego ver que se derrama una luz tibia cuando van entrando las luminarias de los penitentes. Y ya la hermandad al completo, la Cruz guía escoltada por faroles en el presbiterio, los cirios dibujando el mismo óvalo de la bóveda en la nave, puede recibir al misterio de la Salutación. La maniobra nos hace sufrir al ver doblarse los cuerpos para superar el desnivel de la acera y encarar el trono con la puerta, y sólo nos estropean la estampa los inesperados focos de horrenda luz blanca de los cámaras de una televisión local. Qué paradójica situación, que para llevar un momento clave a los espectadores haya que chafarles la magia a los que esperan un año para hincar allí sus plantas resentidas. Un mano a mano de saetas a pie de trono, luego una bajada de los varales a tierra con la delicadeza más extrema, y una obediencia impecable a la voz de un solo capataz. Vamos, las cosas bien hechas. La entrada del Cristo es tan emocionante como la primera vez, siempre.

Y cuánto rejuvenece uno al salir a Dos Aceras y recibir a la capuchinera invadiendo la calle por malagueñas. Recordando cuando no me importaban los pisotones ni las rachas de empujones. En un borde de la calle, me siento minúsculo, y el trono es una catedral espléndida.

Exorno floral de la Merced. Fotografía: Álvaro Simón Quero.
Como todo se nos ha trastocado, me quedo sin ver la Humildad por Granada, y me la encuentro en la Merced, avanzando sobre esos baldosines luminosos donde quedan esparcidos los nombres de malagueños ilustres. Me parece que el nuevo grupo escultórico, de Elías Rodríguez Picón, ha acabado de completar perfectamente la iconografía del Señor. Eso sí, la soberbia imagen de Buiza empieza a diluirse un poco en el conjunto. No sería mala idea pensar en desnudar al Cristo y presentarlo al pueblo como el maestro imaginero lo concibió, mostrando toda su anatomía y cubierto con clámide. Pero una clámide de un buen tejido y bien puesta, no como aquella intentona de hace unos años que se hizo sin gracia ninguna.  La Virgen de la Merced, señorita victoriana de extraordinaria belleza, va perfectamente arropada por San Juan. Qué tino el de esa mano confortando la espalda de la Señora. 

Se nos hace tarde y aún no hemos visto a la Salud. Qué suerte encontrarla a mitad de calle Nueva -cómo hace Ella nueva a la calle cada año-, con esa mecida única como de galeón que la hace parecer incluso algo gaditana en sus andares, como bien me apuntan Alejandro Cerezo y Rocío Cortés. Se nos olvida que la Salud lleva tren de velas -con tan buen arte está colocada la cera, que es la Virgen mejor iluminada del Domingo, con diferencia-, y se agradece escuchar La Estrella Sublime cuando acaba la rampa para cruzar hacia su barrio. Cuánto bien le hacen los gladiolos, tan denostados hoy, y el color blanco de las flores. Y cómo habrá sido la petalá que en los pliegues del manto hay auténticos glaciares de clavel. Con esa estampa me quedo, pues por principio no encierro a una cofradía que no vuelve a su auténtica casa.





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Sahumerio del Domingo de Ramos (la mañana)

Lágrimas y Favores. Fotografía: Pedro Enrique Alarcón.

¿Qué se podría decir, tras la interminable letanía de predicciones -chubascos, chubascos dispersos, chubasquillos, borrascas, frentes nubosos- y las cuatro gotas del Sábado? Pues que ni se desayuna uno tranquilo ni prepara el uniforme capillita con el esmero de siempre. Y eso que andaba todo controlado: el incienso encendido desde las nueve de la mañana, Amarguras y torrijas de confianza en la cocina, amén de un cafelito bien servido, la dosis recomendable de relajante muscular -amigo de la ciática que es uno- y dos bonitas corbatas compradas el sábado. Tratando de estar en todo, entre torrija y afeitado lee uno doscientos mensajes iguales con eso de que ya es Domingo de Ramos. Y el nublao, ahí afuera, para multiplicar por dos el efecto del café y enervar un poquito las ganas. Qué leches, que me voy enterando de que en San Juan se están formando y que en Parras ni se lo van a pensar... Este año, lanzados. Y que sea la Providencia quien decida.

Con niños pequeños lo natural es buscar la Pollinica antes que nada; pero hago trampas y guío al personal para ver salir a la Niña de San Juan de Calderón de la Barca. Es decir la Niña de San Juan y se me repiten en los adentros esas cinco palabras con el tono más castizo, más forzado, más malagueño posible. Y a sabiendas de que nuestro pregonero del año pasado, exportador del acentazo malaguita llevado a sus últimas consecuencias, debe andar cerca, a punto estoy de explicarle a mi sobrina -que todavía quiere más nazarenos, ahora que le ha pillado el truco a eso de darles la mano- de que el capataz es el gato con botas. Pero me centro en mi particular catequesis para que la niña sepa lo que es un palio, y el primer suspiro de la certeza -de a ver quién me estropea a mí la mañana- se me va enredado en la espiral de flores de las ánforas.

En el Pasillo de Santa Isabel nos entrenamos en el arte sibarita de la discusión: Señoras que pretenden reservar la visibilidad de todo el ancho de la calle por haber puesto los pies en el bordillo de la acera. Filigrana de mire usted lo que llevamos esperando, mire usted que la calle es de todos y mire usted qué pocas procesiones llevará en el cuerpo que no sabe de verdad cómo se toma la calle para ver procesiones.
Damos ánimos a un amiguito de la niña que va de faraoncito, muy serio, muy consciente de que llevar una palma delante del Señor no es cosa de juego. Así quisiera ver yo a más de uno llevando las insignias, que vaya posturitas se acaban viendo a lo largo del día... Como la Pollinica viene tan cansina, tan lenta, retornamos a calle Nueva, y luego a Félix Sáenz, y luego a Sagasta. Porque no hay nada como ver a una cofradía entregada hasta el último hueso para resplandecer. Los hombres de trono de Lágrimas y Favores me vienen muy ensayados, muy leídos y estudiados, y a cada marcha le saben hacer una virguería, arrancándole a la gente el amor intrépido -porque aquí, en Málaga, los amores y las devociones, muy rápido, vienen y van-. Qué bueno que nos pique el sol al lado del Mercado Central, viéndole brillar ese cúmulo de ornamentos; porque se podría decir que esta Virgen lo lleva todo: arbotantes, faroles -más chicos y más grandes-, capillas y capillones, y un cajillo que es un oleaje de cornisas. Es Domingo de Ramos y no hace falta ser pitiminí, se le perdona la falta de purismo, y nos gusta -mucho- la Niña de San Juan en la calle.

Ya en la Alameda esperamos encontrar esa estampa de toda la vida, la del paso pollinico en olor de multitudes, la de la música fulgurante y algún himno cantado. Pero me amargan con un pulso, inesperado, desconcertante; y luego atraviesan la desorbitada bóveda de ficus sin más gracia que un redoble de tambor. Se me viene un tufillo de desgana, o de prisa, o de vaya usted a saber qué. Queda mucha tarde.







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