Azahar en el trono de los Dolores. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Desde que pone uno el pie en la calle en Viernes Santo, tiene la maraña de emociones encontradas por el lamento de lo que se acaba -pecado del cofrade que casi olvida que el Sepulcro estará vacío dentro de nada- y casi con la certeza de que, más que yéndose, la Semana ya se fue. De pequeño, esa losa de certidumbre se abatía cuando llegaban los apagones a calle Larios y, de lejos, en la rotonda, se divisaba un halo de bombillitas. Ahí, por mucho que quedase de nazarenos de colorines en la mañana del Resucitado, había un desplome al unísono de las vacaciones y el espléndido trastocar de horarios. De madrugadas largas, de encierros, de desayunos nocturnos en calle Córdoba y de helados de Casa Mira en cualquier interludio de la noche. De tener media familia en casa y de aprenderse al milímetro el tarareo de Nuestro Padre Jesús -que era incesante todos los días-, de aplaudir el redoble de tambor a Revilla y de regastar unos itinerarios simplones.
Algo de todo aquello sigue muy vivo, aunque ese Viernes haya cambiado tanto. Hay una nueva generación que ya quiere jugar a las procesiones en los pasillos, que dibuja Vírgenes lloronas en hojas de cuadros y que se ha aficionado a recopilar estampitas de toda clase. Merecía la pena alzar ese relevo en los brazos, muy cerquita, para poder musitar al oído por qué estos nazarenos no le darán la mano ni unas gotitas de cera. Para enseñarle qué grato es el silencio, y en un bisbiseo, sorprenderse de los nazarenos que llevan la cruz de Jesús. Esta niña ya ha proclamado sus vocaciones para el futuro: Quiere ser nazarena, dar la mano, llevar una vela, aprender a tocar la flauta y la trompeta, y hasta plantarse una mantilla. Que digo yo que con algo de todo eso se quedará.
La concurrencia queda absorta en San Juan; aunque en seguida aterriza el murmullo. La tarde se está aclarando y hay que correr para calle Mariblanca, que el Calvario ha salido a su hora. Se hace estación en Aparicio y se renueva el debate de si las torrijas auténticas llevan o no crema pastelera. El nublado -de tiniebla y pedernal, que diría la copla- nos ha robado ver el palio de terciopelo de seda tornasolando su rojo de guinda a sangre. No hay cosa peor que manifestar un deseo tan concienzudamente, con tanto ahínco -"ese palio hay que verlo con el solazo dándole por el Altozano"-. Y es que fue visitar los bastidores de Salvador Oliver esta Cuaresma y quedar rendido ante el virtuosismo y la gracia. Cómo le chispeaba el gesto a Eloy Téllez el Martes Santo, hablándome de su palio nuevo, y con qué razón. Toda la Cofradía destila savia nueva, en el fondo y en las formas. El misterio de la Sagrada Mortaja, bajando elegante con Cristo Yacente, de Albero. Y la Señora del Monte Calvario, dulcísima con su tocado estrecho y grisáceo. En las arruguillas de los ojos de los capirotes se encuentran sonrisas; las de quienes saben que vienes a piropearla quedamente.
En Puerta del Mar se puede presenciar el cortejo del Sagrado Descendimiento sin perder de vista a mi archicofradía de los Dolores -que tiene en la Alameda su mejor luz, esa azulada y entreverada por el humo-. Nos quedamos más que colmados con los sones de la Vera Cruz de Campillos tras el trono del Cristo -cuando hay que morderse la lengua, se la muerde uno-. Queda demostrado que hay solemnidad -y vaya si puede cuajar con los años- en una Agrupación Musical con el repertorio adecuado. Nos gusta como ha tornado el colorido de las ropas a un estilo con más solera, con tejidos eclesiásticos y colores oscuros. Sólo nos parece endeble el risco moteado de siemprevivas. Cuando vemos a las Angustias, rejuvenecida, es inevitable preguntarse qué solución le darán al palio, pues se veía más digno con la antigua crestería.
Calvario. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Luego otra vez a Calle Nueva, a recrearse en la media penumbra y a contarle a algún desconocido entusiasta lo de la bambalina bordada a dos caras. Cada vez me gusta más el Calvario. Y al patio de los naranjos, a ver cómo llegan a la Catedral los nazarenos de ruán y esparto. Qué molestos me resultan los que salen del Sagrario sin saber a dónde salen, con su cacareo inoportuno. Siseo un par de veces, pero entonces recuerdo qué brillante es esa penitencia silente cuanto más turbio es el ruido en derredor. Mis nazarenos andan tranquilos, no hay voces que ensombrezcan el grito del silencio. Luego de buscar a la Piedad saliendo de Ollerías, cometemos la osadía de ver el Sepulcro en Álamos. Eso significa asistir a discusiones a gritos acerca de si la del estandarte es o no Juanita Reina -¿Ves, Montiel, lo que pasa con los retratos a lo divino?-. Hay tanto bullicio que se me está torciendo la noche. Ahí me pregunto qué haré yo sin mi cirio por esas calles de Dios...
Nos refugiamos en el oasis de Pozos Dulces, clavados frente al portón de las Penas. No es hasta el esperado negro definitivo -viene Servitas por Arco de la Cabeza- que se aprecia el resquicio de resplandor en los bordes de las jambas. Que los de las Penas le han encendido toda la lumbre a la Reina y Madre. Cuando se nos abren las puertas de la gloria, nos derretimos con esa belleza de Eslava que es almíbar de Martes Santo. Así, qué corta y qué dulce es la espera. Los siervos de María, de luto y rezando la corona dolorosa, algunos arrastrando las colas de las túnicas, preceden un corazón traspasado. Allí se canta la Salve para regresar en un santiamén al sigilo y al misterio.
Finalmente, retornamos a la estridencia. Inevitablemente. Al desorden herrumbroso de Carretería -que venga ahora un pregonero a alabarme la calle, a desgranarme el rosario de virtudes de sus balcones-, donde hasta la madre y maestra de las bandas de cornetas y tambores descompone sus hechuras. Romanos mal disfrazados, nazarenos de romería. Al trono del Traslado, que no fue diseñado para tanto gentío agolpado arriba, le faltan luminarias de cera. Y a la Soledad de San Pablo, otrora tan clásica, le sobran unas cuantas especies florales. Vemos el Amor por el Cervantes. Y a la Caridad por Cárcer, con su toca de noche rasa.
La Soledad del Sepulcro. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Aturdidos por la retahíla de procesiones, se diría que daríamos aldabonazo con el sabor agrio del ruido. Quien bien me conoce me recuerda que todavía la noche se nos enmienda. Por fin. Ahora sí. El catafalco de Moreno Carbonero arribando a la Plaza del Carbón, y Chopin. Puede que sea la mejor forma esta de divisar, a duras penas, al Señor con su sudario allí en lo alto del túmulo. Achicados por esa magnitud de estirpe romana, que hace tan presente a la muerte. Y la Soledad, cuando parecía que me escabullía, me llama consigo a los sones de Amarguras. Y así por Duque de la Victoria, y luego en esas dos esquinas preciosas que hay antes de la Catedral. Y toda la calle Císter, en ese regreso fastuoso con que han ganado tanto los de la Cruz de Jerusalem. Ahora sí. Con esta despedida -se la llevan a Alcazabilla con Virgen del Amor Doloroso- puedo respirar el último sahumerio.
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