"El Cristo de la Muerte". Obra de Andrés García Ibáñez. |
El pasado 4 de julio un
grupo de legionarios denunciaba una exposición del artista
almeriense Andrés García Ibáñez organizada por la Consejería de
Cultura, refiriéndose particularmente a uno de los lienzos
contenidos en esa muestra. Esos catorce militares del tercio de
Melilla dijeron expresar el sentir de todo el cuerpo al esgrimir que
tal pintura es “un insulto contra el Cristo Legionario, contra
la Legión y todos sus símbolos”.
En el epicentro del
conflicto se sitúa el lienzo titulado “El Cristo de la Muerte”,
en que se representa la figura de un crucificado jalonada por
legionarios y un sacerdote castrense portando armas y entonando
himnos, además de la consabida cabra. El cristo, a priori
irreconocible por estar velado el rostro -mutando su apariencia en la
de un cráneo, como encarnación de la muerte-, toma literalmente la
referencia de uno de los crucificados más soberbios de toda la
imaginería barroca: El Cristo de la Clemencia, también conocido
como de los Cálices por venerarse en la sacristía homónima
de la catedral de Sevilla, obra de Juan Martínez Montañés de 1604.
Reconocer la cita no es demasiada erudición para los cofrades, por
su carácter emblemático y la masiva divulgación de su efigie. Sólo
el particularísimo tratamiento de los pliegues textiles del perizoma
ya lo hace paradigmático, así como la evidencia de que el
crucificado montañesino ha sido fijado al patíbulo con cuatro
clavos y no con los tres que se utilizan en el Cristo de Palma. Que
los legionarios lo hayan confundido con su sagrado titular, el Cristo
de la Buena Muerte, es un desliz cuanto menos desafortunado.
El nombre de Andrés
García Ibáñez no debiera resultar un profano en materia de
cofradías. Tal es así que en 1993 realizó uno de los conjuntos
pictóricos de mayor envergadura en nuestra ciudad; nos referimos a
los frescos que enlucen las bóvedas de la Basílica de la Esperanza.
El entonces muy joven pintor representó en esos frescos un santoral
de figuras monumentales que se inspiraba de manera muy directa en las
bóvedas de la Basílica del Pilar de Zaragoza, pintadas por
Francisco de Goya en torno a 1772. Cabe aquí apuntar que el joven
García Ibáñez dedicó buena parte de su formación a copiar de los
maestros españoles de la pintura, con singular atención al genio
que obrase las majas del Museo del Prado o La pradera de
San Isidro.
No es de extrañar que,
al igual que el genio de Fuendetodos, Ibáñez se inclinase hacia la
sátira. Es más, ha centrado su producción reciente en un lenguaje
crítico y mordaz muy en la línea de aquellos Caprichos o Los
Desastres de la Guerra, en los que el hoy considerado precursor
de las vanguardias del siglo XX se cebaba con todos los vicios de la
sociedad española, incluidos aquellos que tenían que ver con la
religión, la política o el ámbito militar.
Cabría preguntarse si el
lienzo de García Ibáñez, una sátira entre anticlerical y
antimilitarista -muy frecuente por otro lado en su obra-, puede
resultar ofensivo. El propio artista confiesa que su obra “resucita
heridas no cicatrizadas” y que es “subversiva de la España
rancia y tradicional”. Al fin y al cabo, el pintor refleja el
pensamiento de una parte importante de la sociedad, que se muestra
crítica hacia la imbricación tan profunda de lo militar y lo
religioso en la Semana Santa. El contexto democrático permite al
artista decir con imágenes aquello que otros denunciarían con
palabras. Que alguien ejerza una reflexión de esta índole, desde el
lenguaje simbólico que permite la creación artística, no es sino
el libre ejercicio de la libertad de expresión.