17 ago 2012

El Cristo de la Muerte

"El Cristo de la Muerte". Obra de Andrés García Ibáñez.


El pasado 4 de julio un grupo de legionarios denunciaba una exposición del artista almeriense Andrés García Ibáñez organizada por la Consejería de Cultura, refiriéndose particularmente a uno de los lienzos contenidos en esa muestra. Esos catorce militares del tercio de Melilla dijeron expresar el sentir de todo el cuerpo al esgrimir que tal pintura es “un insulto contra el Cristo Legionario, contra la Legión y todos sus símbolos”.

En el epicentro del conflicto se sitúa el lienzo titulado “El Cristo de la Muerte”, en que se representa la figura de un crucificado jalonada por legionarios y un sacerdote castrense portando armas y entonando himnos, además de la consabida cabra. El cristo, a priori irreconocible por estar velado el rostro -mutando su apariencia en la de un cráneo, como encarnación de la muerte-, toma literalmente la referencia de uno de los crucificados más soberbios de toda la imaginería barroca: El Cristo de la Clemencia, también conocido como de los Cálices por venerarse en la sacristía homónima de la catedral de Sevilla, obra de Juan Martínez Montañés de 1604. Reconocer la cita no es demasiada erudición para los cofrades, por su carácter emblemático y la masiva divulgación de su efigie. Sólo el particularísimo tratamiento de los pliegues textiles del perizoma ya lo hace paradigmático, así como la evidencia de que el crucificado montañesino ha sido fijado al patíbulo con cuatro clavos y no con los tres que se utilizan en el Cristo de Palma. Que los legionarios lo hayan confundido con su sagrado titular, el Cristo de la Buena Muerte, es un desliz cuanto menos desafortunado.

El nombre de Andrés García Ibáñez no debiera resultar un profano en materia de cofradías. Tal es así que en 1993 realizó uno de los conjuntos pictóricos de mayor envergadura en nuestra ciudad; nos referimos a los frescos que enlucen las bóvedas de la Basílica de la Esperanza. El entonces muy joven pintor representó en esos frescos un santoral de figuras monumentales que se inspiraba de manera muy directa en las bóvedas de la Basílica del Pilar de Zaragoza, pintadas por Francisco de Goya en torno a 1772. Cabe aquí apuntar que el joven García Ibáñez dedicó buena parte de su formación a copiar de los maestros españoles de la pintura, con singular atención al genio que obrase las majas del Museo del Prado o La pradera de San Isidro.

No es de extrañar que, al igual que el genio de Fuendetodos, Ibáñez se inclinase hacia la sátira. Es más, ha centrado su producción reciente en un lenguaje crítico y mordaz muy en la línea de aquellos Caprichos o Los Desastres de la Guerra, en los que el hoy considerado precursor de las vanguardias del siglo XX se cebaba con todos los vicios de la sociedad española, incluidos aquellos que tenían que ver con la religión, la política o el ámbito militar.

Cabría preguntarse si el lienzo de García Ibáñez, una sátira entre anticlerical y antimilitarista -muy frecuente por otro lado en su obra-, puede resultar ofensivo. El propio artista confiesa que su obra “resucita heridas no cicatrizadas” y que es “subversiva de la España rancia y tradicional”. Al fin y al cabo, el pintor refleja el pensamiento de una parte importante de la sociedad, que se muestra crítica hacia la imbricación tan profunda de lo militar y lo religioso en la Semana Santa. El contexto democrático permite al artista decir con imágenes aquello que otros denunciarían con palabras. Que alguien ejerza una reflexión de esta índole, desde el lenguaje simbólico que permite la creación artística, no es sino el libre ejercicio de la libertad de expresión.