Mediadora en su salida. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
A estas horas el ánimo se agrisalla; ha sido escuchar lo de la llovizna sobre el Cautivo, y se han cernido todos los fantasmas de una vez, con aplomo. Ayer, en la escueta espera de Mediadora -a quien se supone esa puntualidad británica que es sello de los que cuidan cada minucia- ya se avinieron los agoreros -de los que me encontraba rodeado, sin escapatoria- echando mano de aquesta o aquella predicción fiable. Anticiclones a los que se invoca, borrascas a las que maldecimos como a la madrastra que aparece sin ser invitada... Y de las cabañuelas esas, que no dieron agua, nadie se acuerda ya. Ni el orejeo de las mulas, ni las nubes de agosto, ni el cimbreo de las aves, sirven ahora que lo único que tenemos es incertidumbre. Suerte que iba bien acompañado de mi sobrina de tres años, entusiasta donde las haya de los nazarenos, en mis brazos y profiriendo una deliciosa pregunta tras otra: Que cuándo sale la Virgen, que qué nazareno es el que manda... Pegando saltitos nerviosos en la espera, me pide el librito de las procesiones. Luego le dan estampitas de la dolorosa, y me pregunta que por qué llora la Virgen. Difícil momento, pues comienza aquí la ligera catequesis, muy ligera todavía, en pinceladas de cuento. Todavía no se le dice nada de romanos ni judíos, es complicado. De momento, la evidencia del daño que le han hecho al Señor.
Mediadora. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
El palio se encajona bajo el arco, con la consiguiente vibración de la candelería, y con los varales a tierra se echa la Virgen a la calle en medio de la confusión de los que piden silencio y los que no pueden acallar la algarabía de otra Semana Santa. Esta sí es una procesión de Semana Santa. Bien medido, cada clavel en su lugar y cada cirio abrillantado y encendido. Hablamos -mi sabia compañía y yo- del collar que le cuelga a la Virgen de la mano, y de la barquita. Y luego la buscamos en una petalá, de esas buenas, cargadas. Cuando la niña vuelve con su madre, rezuma maravillas.
Función Principal del Septenario. Dolores de San Juan. Fotografía: Pedro Enrique Alarcón. |
Queda encaminarse al centro, a cumplir con el culto más antiguo de los que se han venido celebrando ininterrumpidamente en la ciudad. Función principal en San Juan. Me arrimo al Redentor en su besapie, que sobrecoge, y por esos azares hermosos, nos sentamos en el único banco de la iglesia desde el que se divisa a la Señora en su joyero en un perfecto eje de simetría. Un Stabat Mater del siglo XVIII resuena en las naves poco antes de finalizar. Inminentemente, el traslado del Señor; ese en el que se vivifica la Pasión de Cristo. Al quedarse todo a oscuras, salvo la litúrgica luz de la cera, se hace palpable eso de que la oscuridad es a la Semana Santa lo que el silencio para anudarse en el corazón una buena saeta o una música de capilla. Sólo en la tiniebla es percibible el diamante aquilatado que es nuestra Semana Santa, y en la negrura más espesa más relumbra la perfección de los siglos. Hoy Don Antonio Montiel, hablando del Cautivo durante su traslado en una retransmisión televisiva, ha reclamado más focos en los tronos; Dios le guarde de ser pregonero de nuestra Semana Mayor, Dios le guarde.
En apenas nada ya esta el crucifijo izado por cuerdas, balanceando suavemente su magnífico torso enjuto, brillando sus regueros de sangre a cada lamido de las llamas de los cirios. Y siempre, al verlo, pienso qué sentirá Rafaél de las Peñas -que no sólo tiene el privilegio y la gran responsabilidad de ataviar a la Señora- abrazando la Cruz del Redentor para clavar el madero en el gólgota de su trono. Enguantadas sus manos de negro, en el semblante todo el peso del minuto que se cierne. Cuántos ojos clavados en ese abrazo, como el del Señor cuando aceptó su sacrificio. Y aunque todo está medido, bastan unos milímetros para que el stipes se resista a encajar perfectamente en su cajillo. Si el Miserere finaliza, el silencio rotundo se convierte en una especie de discreto enemigo. Compartimos la tensión, por una empatía extraña que no encontraría explicación. Y en unos segundos, se cumple con lo previsto y el madero se alza en su sitio exacto, en el centro del trono. Para tranquilidad de los que amamos los ritos, perfectos en su forma y cuajados de sentido.
Traslado de Dolores Coronada. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Y sólo me queda el Perchel. Acordándome de mi padre, que fue toda la vida de la Esperanza pero amantísimo de la Expiración, cofradía que siempre me enseñó con admiración sincera, sin esas supuestas rivalidades de leyenda. Y pasa la Virgen por calle Peregrino con marchas clásicas eternas -Soleá dame la Mano-, le llueven pétalos de rosa y cada desconchón -por birlibirloque de la luz auténtica de las calles, la dorada, la de las farolas de todo el año- juega al camuflaje como recamado de la calle. Y no se puede pedir más, que el Perchel rebosa de alegría, y podemos felicitarnos de tener a Curro Claros arreglando a la Reina con sus encajes dorados y su manto de medallones tan bien puesto. Y qué decir de esas piñas cónicas de lirios, que como diría el vestidor seguro que son vitorianas, qué difícil armar lirios blancos tan bien. Hay que retormarla en calle Ancha, de vuelta, a los sones de la Madrugá, ante la evidencia de los corazones encogidos y de los aplausos que se contienen -por mor de esa solemnidad maravillosa que la Expiración exhala-. Y después, para qué queremos más.