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Stmo. Cristo de la Vera Cruz, ya restaurado. Fotografía: Pedro Enrique Alarcón |
Fragmentos de la imagen desmembrada, tal y como fue exhibida en 1982. Fotografía: "La Semana Santa malagueña en su iconografía desaparecida". |
Lo primero que quedó en tela de juicio fue la intervención de Oscar San José del año 1991, que supuso principalmente la reintegración de los fragmentos en una estructura nueva con la que consolidar la imagen. El empleo de materiales que resultaron poco estables en un lapso muy corto de tiempo dieron lugar a que la imagen estuviese sumida ya en un rápido proceso de agrietamiento particularmente alarmante. Además, la policromía empleada entonces andaba desprendiéndose a partir de craqueladuras espontáneas, lo que entre otras cosas ha facilitado el diagnóstico de la pieza e incluso la valoración de los estratos superpuestos para dirimir qué potenciar en el definitivo aspecto que habría de tener el Señor de la Vera Cruz.
A nivel físico, fue patente la inestabilidad matérica de los distintos ingredientes que conforman la escultura. Sólo al tacto -como explicó el restaurador-, la imagen presentaba una textura fría más propia de la piedra que de la madera. Ello, entre otras cosas, clarificaba la presencia de aire y humedades inapropiados entre la materia sólida subyacente y los aparejos con que fue recubierto para su apariencia ulterior. La pasta de madera utilizada durante la intervención de veinte años antes estaba aún blanda -ya puesta al descubierto tras los primeros análisis-, de lo que se podría establecer bien una inapropiada aplicación de materiales nuevos, bien un mal estado de dichos materiales. Lo más aconsejable sería la retirada de cuantos elementos dificultaban la pervivencia en el tiempo de la imagen. No dejemos de lado que algunos de los principios básicos de la restauración son la preservación y la consolidación.
A nivel estético resultó evidente que muchos de los elementos añadidos en 1991, lejos de recontextualizar lo que quedaba de la talla, la ensombreció. A saber: un abdomen mucho más ensanchado, una rodilla nueva absolutamente discordante con la que permanecía, una barbilla sin modelado que desfiguraba las proporciones del rostro y un conjunto de dedos -tanto de las manos como de los pies- de escasísimo valor. Sin los aditamentos mencionados, la imagen evidenciaría una anatomía muchísimo más correcta, lo que situaría al primitivo escultor en una consideración totalmente nueva. El primer Cristo de la Vera Cruz, el que se supone datado alrededor de 1505, hubo de ser un ejemplo característico del prototipo de crucificado de su tiempo, tal y como Miñarro quiso constatar mediante un estudio comparativo con otras efigies coetáneas, como el Cristo de los Vigías de Vélez Málaga. En ese sentido, sería un arquetipo más esquelético que musculado, con que los elementos sólidos de la estructura ósea quedasen patentes bajo la epidermis. Algo que se había desvirtuado por completo tras el general engrosamiento superficial de esta obra. En la misma dirección, Óscar San José había añadido un extraño y cubista pliegue lateral en el perizoma; un elemento que redundaba en la idea de una plasticidad tosca y rudimentaria, bien lejos de mostrarnos el virtuoso ejercicio artístico que realmente hubo.
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Detalle del paño de pureza. Fotografía: Pedro Enrique Alarcón |
Pero es la policromía el nivel en que probablemente más nos habían alejado de entender la estatuaria tardogótica. Mediante criterios muy difíciles de asumir, en 1991 no se había profundizado en ninguno de los cinco estratos que han quedado patentes tras la intervención de Juan Manuel Miñarro. Lo que se hizo entonces fue aplicar una extraña coloratura entre marrón y anaranjado, que dista un abismo de las tonalidades grisáceas y verdosas que subyacían en buen estado unas capas por debajo. A nivel pictórico, nada en la policromía de hace dos décadas resaltaba los valores plásticos. Sin embargo, en el rescate de la policromía de más valor entre las halladas bajo aquella, resurgieron hilos de sangre, latigazos, y verdugones, confiriendo una impronta mucho más acorde a la iconografía representada. De la historia de las vicisitudes por las que hubo de pasar el Cristo de la Vera Cruz, Miñarro recoge el trasunto del ataque de insectos xilófagos que le sobrevino un siglo después de su hechura. Con los planteamientos de entonces, la imagen fue cubierta de lienzo encolado y vuelta a policromar. De ahí lo fácil que resultó su desmembramiento en los sucesos de 1931 y lo difícil que sería recuperar las dos últimas capas de policromía.
Así pues, la presente reconstrucción de la pieza ha consistido básicamente en consolidar una estructura metálica interior que estaba provocando daños a la imagen, además de reintegrar lo que faltaba tallando en madera lo que se podía -dedos, rodilla, nudo y colgajo del paño de pureza- y modelando en pasta de madera allí donde era más aconsejable -vientre, costillas, barbilla...-. Para no caer fácilmente en la invención, se optó por recurrir a principios básicos de proporción y simetría por los cuales se pudiese reconstruir cada uno de los elementos desaparecidos. Allí donde escaseaban las referencias, Miñarro hubo de tirar del enfoque científico, tomando del parangón con esculturas similares la principal línea de trabajo. De ese modo pudo recomponer el modelado de la barba -siguiendo en los mechones de cabello el ritmo compositivo del escultor original- y esculpirle al crucificado la lazada del paño púdico. Finalmente, la policromía con que se ha completado aquella otra recuperada se ha realizado con pinturas al barniz mediante franjas horizontales, siguiendo un principio de diferenciación invisible. Sólo con la visualización muy de cerca de la imagen, nos queda evidente la frontera entre lo antiguo y lo nuevo, gracias al uso de una textura no craquelada.
Carta de Hermandad de 1883. Fotografía: "La Semana Santa malagueña en su iconografía desaparecida". |
La imagen final nos proporciona una satisfacción que ni de lejos se habría adivinado. Se ha puesto en valor el delicado modelado de los detalles, y se le ha otorgado un aspecto último acorde a los tiempos en que fue concebido, ostentando regueros de sangre donde los hubo. La cabeza presenta el acabado debido al momento en que se le debió desvastar la corona de espinas -momento en que perdió su volumetría lógica- para lucir una peluca postiza de tirabuzones. El paño de pureza, como ejemplo significativo, ha recuperado el oro fino del borde, así como una leve línea de color azul. Se ha proporcionado una nueva cruz arbórea con nudos tal y como es usual en la tradicional iconográfica de los crucificados con esa advocación -la que entiende el madero como árbol de la vida-, y se ha retornado al uso de los elementos de orfebrería consustanciales al cambio de gusto estético que se obró en la talla durante el siglo XVIII. La cruz, por su parte, es completada con los remates de plata y una cartela para el INRI realizada en el mismo material. La imagen ha sido tocada con una antigua corona de espinas y tres potencias que se le han impuesto mediante eficaces sistemas de anclaje que hacen a este aderezo totalmente reversible.
Todo ello nos devuelve una impronta llena de serena elegancia, que nos hará sin duda replantearnos las futuras madrugadas de Viernes Santo. No sería mal asunto tratar de emular con buen criterio algunos pormenores del modo en que se veneraba la imagen para adecuarlo a su futura estética procesional: realizar una peana de triunfo de estructura piramidal y cuatro brazos -como se advierte en la hermosa Carta de Hermandad de 1883-, así como los ocho angelillos pasionistas que -portando los atributos de la Pasion- completarían el conjunto. Cuanto más recurramos a lo que conocemos del pasado, más justicia se le hará a la verdadera Vera Cruz.
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Enhorabuena, me ha encantado tu artículo. Y qué grandes verdades encierran tus palabras. Y no, nunca fuimos benévolos...
ResponderEliminarComo siempre, nos dejas encantados con tan fiel documentación. A seguir enviandonos tan elocuente información, y mil gracias por existir el Albacea!
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