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Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Septiembre nos devuelvió
a la ebullición; en paralelo al dormitar de la luz del verano, nos
zambullimos en un regocijo complaciente que rebusca en el calor
pegajoso de las iglesias. Como el aroma dulzón de las últimas
biznagas, se reviste la antesala del otoño de un oropel casi
incómodo. Y por ese despertar de sopetón del ansia cofrade, que se
encuentra de la noche a la mañana con un buen puñado de altares
suntuosos, el alma se disloca. Como un animalillo nervioso.
Y nos arremolinamos ante
las capillas abiertas, felices en la penumbra buscada. Sudando la
gota gorda, respirando un aire denso que se alimenta de la fragancia
viscosa de los nardos. Se da la oportunidad de besar nuestras
devociones, en ese contacto efímero para el que se espera un año y
en cuanto se gana ya se ha perdido. Y en ese encanto de septiembre se
obra una magia que te lleva un momento a la Cuaresma, para posarte de
nuevo en el verano.
Nos embelesamos,
murmuramos unas cuantas admiraciones. Y a la primera de cambio, en un
impulso que parece devenido de un atolondrado y comedido síndrome de
Sthendal, encuadramos. Unos con más fortuna que otros, quizá
temiendo arañar el magnífico aura que las albacerías han
construido. Probablemente lo hagamos en la inercia de esta vida
cotidiana que retrata lo que se come, lo que se hace, donde se está
y lo que se tiene entre manos; por esa incontenible necesidad de
compartir -así nos lo han diseñado como obligación primera de la
vida en red-, extraemos nuestro flamante teléfono y disparamos.
Porque ya no llevamos la estampita en la cartera. Porque hay quien no
podrá venir a besarle las manos. Porque necesitamos atesorar con
nosotros ese momento recortado en una pantalla que cabe en el
bolsillo. ¿Qué perdemos de lo ancestral en esa obsesión que
obedece a impulsos? ¿Y si nos quedamos en esa connivencia con lo
estético, y si perdemos el norte por consideraciones que, en lugar
de acercarnos, nos alejan?
Lo peor llega cuando
olvidamos. Tan preocupados en atiborrar nuestros teléfonos -como
quien colecciona itinerarios o carteles- que quizá no atinemos en la
compostura. Mira atentamente a lo sagrado. Qué unción tan hermosa
tienen San Juan, Santo Domingo, San Julián, la Victoria, Santiago o
Los Mártires. ¿No es una invitación a recordar lo atávico? Más
allá incluso de la oración -inherente, inseparable-, el besamano -o
el besapié- es un culto que hace nuestros a los sagrados titulares,
mediante el mundano tacto de la madera polícroma, particularmente
terso, que relumbra entre los cirios y se nos ofrece. Que por un lado
mantiene nuestro apego y al mismo tiempo sirve de advertencia: No es
más que simulacro, lo auténtico viene a continuación. Mira el
salón de trono en que se convierte la capilla, y sí, déjate
avasallar por la majestad artificiosa que tanto define nuestro apego
barroco a esta vida. Pero cuando deposites tu beso, pregúntate por
lo auténtico. Está bien saber qué somos.
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