13 oct 2012

Devoción táctil

Fotografía: Álvaro Simón Quero.

Septiembre nos devuelvió a la ebullición; en paralelo al dormitar de la luz del verano, nos zambullimos en un regocijo complaciente que rebusca en el calor pegajoso de las iglesias. Como el aroma dulzón de las últimas biznagas, se reviste la antesala del otoño de un oropel casi incómodo. Y por ese despertar de sopetón del ansia cofrade, que se encuentra de la noche a la mañana con un buen puñado de altares suntuosos, el alma se disloca. Como un animalillo nervioso.

Y nos arremolinamos ante las capillas abiertas, felices en la penumbra buscada. Sudando la gota gorda, respirando un aire denso que se alimenta de la fragancia viscosa de los nardos. Se da la oportunidad de besar nuestras devociones, en ese contacto efímero para el que se espera un año y en cuanto se gana ya se ha perdido. Y en ese encanto de septiembre se obra una magia que te lleva un momento a la Cuaresma, para posarte de nuevo en el verano.

Nos embelesamos, murmuramos unas cuantas admiraciones. Y a la primera de cambio, en un impulso que parece devenido de un atolondrado y comedido síndrome de Sthendal, encuadramos. Unos con más fortuna que otros, quizá temiendo arañar el magnífico aura que las albacerías han construido. Probablemente lo hagamos en la inercia de esta vida cotidiana que retrata lo que se come, lo que se hace, donde se está y lo que se tiene entre manos; por esa incontenible necesidad de compartir -así nos lo han diseñado como obligación primera de la vida en red-, extraemos nuestro flamante teléfono y disparamos. Porque ya no llevamos la estampita en la cartera. Porque hay quien no podrá venir a besarle las manos. Porque necesitamos atesorar con nosotros ese momento recortado en una pantalla que cabe en el bolsillo. ¿Qué perdemos de lo ancestral en esa obsesión que obedece a impulsos? ¿Y si nos quedamos en esa connivencia con lo estético, y si perdemos el norte por consideraciones que, en lugar de acercarnos, nos alejan?

Lo peor llega cuando olvidamos. Tan preocupados en atiborrar nuestros teléfonos -como quien colecciona itinerarios o carteles- que quizá no atinemos en la compostura. Mira atentamente a lo sagrado. Qué unción tan hermosa tienen San Juan, Santo Domingo, San Julián, la Victoria, Santiago o Los Mártires. ¿No es una invitación a recordar lo atávico? Más allá incluso de la oración -inherente, inseparable-, el besamano -o el besapié- es un culto que hace nuestros a los sagrados titulares, mediante el mundano tacto de la madera polícroma, particularmente terso, que relumbra entre los cirios y se nos ofrece. Que por un lado mantiene nuestro apego y al mismo tiempo sirve de advertencia: No es más que simulacro, lo auténtico viene a continuación. Mira el salón de trono en que se convierte la capilla, y sí, déjate avasallar por la majestad artificiosa que tanto define nuestro apego barroco a esta vida. Pero cuando deposites tu beso, pregúntate por lo auténtico. Está bien saber qué somos.



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