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Los Gitanos, iniciando su traslado. Foto: El Albacea |
Esa tarde tiene su gracia. Gran parte del público asume el reto competitivo de ver el mayor número posible de traslados en el tiempo disponible, escaso. Hay carreritas y verdaderas muchedumbres que avanzan por las mismas calles, con idéntico papelito que ha mandado imprimir la Asociación Hombre de Trono (y esos nazarenos que dan miedo además de cera, y Chiquito de la Calzada recordándonos las torrijas). Málaga cobra un aspecto festivo innegable, entre la luz especialísima, las variopintas vestimentas producto del confuso tembleque climático y las ganas de calle -esas terrazas que le sacan la lengua a la crisis-. Un nazareno del tramo de cruces de la Redención me envía una foto del trono de los Dolores llegando a la puerta de San Juan, encarando la rampita con aspecto desmochado: Falta todo el atrezzo, pero la estampa supone una alegría grande para el alma.
Se corta por el callejón de los Mártires, todavía sin intuir siquiera la basurilla que rezumará el Thyssen en cuestión de horas, y se desemboca en la iglesia casi a punto. Al crujir las puertas me sobrevienen esas otras magníficas salidas; estas son las primeras puertas que, al abrirse, me emocionan. Casi parece que Los Mártires es madre de madres; o todo nace, o todo empieza, o todo vuelve y todo termina, o al menos todo pasa alguna vez por Los Mártires. Es difícil pensar en una Cofradía que a día de hoy prefiera abandonar Los Mártires; y eso que el Sepulcro está dando señales de avanzar en ese sentido. Ganarán Santa Ana para ellos solos, pero eso creo, que estarán más solos, porque el cancorreo de Los Mártires no lo hay en ninguna parte. Y no sé si me podré agarrar a alguna reja para ver al Señor dormido...
Los Gitanos configuran una estampa inamovible, Él muy amarrao -más amarrao que otros años, diría yo- con caenas y Ella con ese pañuelo viejo de gasa, muy oscuro, que me encanta. Es de esas veces que confirmas que el público se va educando en prestar atención al momento, dejando a la música su sitio y deteniendo la cháchara cuando toca.
La maratón exige que corra por Nosquera buscando Capuchinos, arrepintiéndome a cada paso de haber traído chamarreta. Pero el camino se hace más dulzón viendo en una foto recién tendida en la red por Tadeo Furest un huertecito maravilloso en su balcón de calle Comedias: Un naranjo, una maceta de romero y un esqueje de olivo traído de Getsemaní. En bromas nos decimos que hay que dedicarle un artículo: Hortus conclusus, propongo, que queda estupendo y es muy mariano. Como el amor que siente Tadeo por la Virgen de la Esperanza.
En la Pastora se forma ese barullo de improvisación en el que las bandas se pisan en sus sones mientras el cortejo se ordena en la calle y busca su sitio entre los músicos. Cuando pasan los niños de la OJE siento una tristeza rara, como si los compadeciera; es parte del efecto que provoca su uniforme de otros años, con esos azules, esa boina y esos calcetines; leo que acaban de añadir gaitas, que suenan, si me lo permiten, tristérrimas. Me gusta el Señor del Prendimiento con esa túnica, la blanca de tisú bordada -qué bien le sentaba cuando parecía un Lastrucci- y la Virgen, hermosísima. Pero no me quedo porque no llevo bien el desorden.
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El Rocío, en Amargura. Foto: El Albacea. |
En la calle de la Amargura compruebo que de asir la chamarreta estrujándola con una mano ha quedado como ruán después de veinte penitencias. Busco dónde quedan algunos naranjos para esperar el Rocío. Pero cuando enfila la calle no me aguanto y la busco, y la acompaño un buen rato desde las aceras, mirando como se recortan los dos. Ahí va Curro Claros muy ufano y sonriente, andando para atrás; le ha puesto la mantilla a la Virgen con un recogido precioso, con una fíbula abrochada en el hombro y unos pliegues que ni dibujados. Y el Señor lleva la túnica morada con cardos y espinos que no puede ser más bonita. Ojalá la sacara el Martes Santo, ojalá. Pero no lo voy a decir muy fuerte no sea que haya que montar un cabildo.
En Uncibay no se cabe ni para pasar ni para ver la Pollinica en condiciones. Unos italianos gritan entre ellos a mi lado no sé qué de folclore y fiesta, y por el tono, tan escandaloso, no se sabe si les encanta o andan indignados. La versión para agrupación musical de Pescador de Hombres -que incita a la participación colectiva- es rarísima, y me espanta.
Hay que correr para encontrar al Huerto en el callejueleo del mercado de Atarazanas. Por primera vez, como el primer azahar o el primer incienso, que te lo revuelven todo, tengo el sentimiento verdadero y unívoco de que al Señor lo llevan como cordero, al matadero. Y es que, creo firmemente, eso lo sabía hacer Fernando Ortiz y quizá alguno más, pero nadie como él. Ayudan mucho Christus factus est, la cera morada, el recogimiento del público que sabe dónde está y qué está viendo, y un poquito de brisa que le mueve al Señor la melena. Lo voy adelantando para verlo más veces, y por ahí anda Navarro Arias con su mirada afilada como un lápiz, paladeando cada detalle de esta ambrosía convertida en procesión. En el puente de los Alemanes se esquivan los letreros con calma, y luego se avanza por esa sucesión de plazas que se han inventado en lo que antes era, simplemente, el Pasillo de Santo Domingo. Miro de soslayo el garaje blanco de la Estrella, con dos nuevos faroles que no tienen nada que ver con el look Moneo de la fachada, y le echo una promesa a la Virgen de no venir a la salida ni al encierro, hasta que no haya la cordura necesaria de volver a salir de dentro. Llegan los titulares y se aúnan las capillas musicales de Trinidad Sinfónica, y se encierra el Huerto en ese pedacito de Calle Álamos que nos han puesto en el Perchel.
Y la Esperanza. Podría terminar así, sin más. Porque a mí me parece que no debería emborronar con palabras lo que supone ver la Esperanza en la calle; cómo se habla, alrededor, de sus ojos, de su cara, de su belleza y de su llanto. Cómo hay quien no se puede aguantar y le dice guapa a pesar de la capilla musical. Lleva dos jarrás detrás, en las esquinas, con hojas de naranjo, romero y flor de azahar; muy poquita cosa, casi nada, sin un verdadero afán decorativo. Querría ser una aguja de ese romero esparcido que hay siempre a sus pies. Y quedarme hasta el Jueves Santo con Ella.
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¡Otro excelente sahumerio! Totalmente de acuerdo en lo de salir de adentro. Y lo del huerto, ¡que época aquella en la Plaza de los Mártires! Los tinglaos han dado mucho a la Semana Santa...
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