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Foto: ElCabildo.org |
En 1987 aquella edición de dos volúmenes lujosamente encuadernados y forrados eran no ya un caramelo, más bien todo un deseo inalcanzable. Eran caros, y había que esperar la ocasión apropiada para esperar que nos los regalasen. Eramos púberes, coleccionábamos itinerarios de todos los colores (que por dentro eran todos iguales; qué mérito teníamos entonces calculando, a ojo, a qué hora más o menos estaría tal cofradía cruzando un puente o llegando a su barrio), y todos los carteles que llegaban a nuestras manos, con los que forrábamos la habitación.
Los de aquella generación ahora podríamos comprobar al unísono que las páginas de los dos tomos de Agustín Clavijo están regastadas, manoseadas y casi descosidas, de tanto que nos bebimos sus inflamados párrafos donde aprendimos perfectas muletillas, como el clásico “netamente malagueño”, que nos daba las pautas exactas para distinguir nuestras seña de identidad en el borroso concierto cofradiero general. Esperábamos La Saeta con una fidelidad encomiable, para decepcionarnos después al comprobar que un año tras otro se tiraba de fotografías de archivo; aquellas otras páginas se desencuadernaban con facilidad, ya que no estaban cosidas.
Era la época en que se remarcaba la filiación a una hermandad con los famosos pins, nazarenitos, escudos y otras miniaturas que se arracimaban en las solapas de nuestras americanas con hombreras. La Cuaresma era una auténtica vigilia informativa, sedientos como estábamos de saber de novedades y cambios. Apenas lo sabíamos todo al final, de sopetón, en el suplemento de un diario el mismo Domingo de Ramos, tras el rosario de la Aurora y los churros en Casa Aranda.
Los de aquella generación aprendimos una consabida letanía de lo malagueño, recitada hasta la saciedad; no cabían otras maneras que no pasasen por unas dimensiones colosales, un número concreto de arbotantes y la preferencia por unos materiales antes que por otros. Al mismo tiempo, nuestra quinta presenció la eclosión de las hermandades nuevas; todavía recuerdo maravillado cuando un servita blanco me hizo con un dedo la señal del silencio al preguntarle el nombre de su Cristo. Empezaron a verse acólitos delante de los tronos, al tiempo que la ciudad se reconciliaba con sus templos. El empeño de algunos cofrades -el sinvivir de Jesús Castellanos, punta de lanza con la puerta de Santo Domingo- derribó muros y abrió dinteles para las procesiones. Y la Catedral.
Entonces empezó a estar mal visto el parón obligado que hacían las cofradías en Arriola, para el bocadillo. Muchos desestimaron de hacer pulsos y otros iniciaron una pedagogía nazarena hasta entonces inexistente. La generación del Arguval, que había rendido un culto sincero a aquella biblia cofrade, empezaba también a leer de aquí y de allá -como la magnífica y extinta revista Via Crucis, todo un hito de rigurosidad, que puso luz en algunos recodos de los que se sabía bastante poco.
Desarrollamos un gusto personal, afirmamos unos criterios que todavía seguimos afilando; pero, y sobre todo, dejamos de tener una visión única, o maniquea. Desaparecieron los fantasmas donde en realidad no los había. Y aprendimos la gran lección de que la verdadera magia de la Semana Santa de Málaga -que no es la más antigua ni la que más ha conservado de su historia- es su eclecticismo, la capacidad para reinventarse y reiniciarse, el afán siempre experimental que todavía la anima.
Ahora muchos de aquellos ávidos y jovencísimos cofrades emprenden la labor de lo que un día echaron de menos. Desinteresadamente, constituyen publicaciones de libre acceso que informan con lujo de detalles del aspecto más ínfimo de la actualidad; con estas tecnologías punteras, han tejido una red que hace más dulce la espera de los días santos. A lo mejor son criticados, por eruditos y quisquillosos, por tiquismiquis, por reaccionarios, por decir lo que piensan en una tertulia. Pero ahí van, regalando su disposición, al servicio de la ciudad entera, sintiendo una responsabilidad que ellos mismos se han impuesto.
Gracias, me has emocionado. He vuelto a ver con aquellos ojos, más ingénuos e ilusionados.
ResponderEliminarHoy, veinte años después, el Viernes de Dolores sigue brillando del mismo modo, me he despertado con el mismo nudo en el estómago y espero con impaciencia que el Señor de la Pollinica se ponga en la calle al son de "Pescador de hombres" y que la Virgen del Amparo se inunde con la luz del Domingo de Ramos.... y de fondo las campanillas de su palio de pétalos de flores.
Hoy somos nosotros los que tenemos la responsabilidad de ilusionar a los que comienzan, difícil tarea, pero ese es el carisma del cofrade, no hay nada dificil ni mucho menos imposible en lo que a Semana Santa se refiere.
Un abrazo, Sr. Albacea. Fue un enorme privilegio conocerte y un auténtico lujo reconocerte.
J.F.L.A.