17 abr 2011

Sahumerio del Sábado de Pasión

La Virgen de los Desamparados.
Foto: Álvaro Simón Quero

Cosas de esta albacería nueva. Se podría resumir en que me quedaban algunos candeleros que abrillantar. Vamos, que cuando el Cautivo ha llenado de Gloria la Trinidad me pilló escribiendo, y me he conformado, no sin cierta desazón, con la retransmisión televisada del acto en el Hospital. La mente repartida al mismo tiempo en ultimar una crónica previa del Domingo de Ramos – que se me hacía raro, por aquello de haberme acostumbrado al sahumerio-, husmear entre las fotos de Luis Manuel Gómez Pozo -tan diligente... yo no sé cómo se puede llegar a tantos sitios- y un sesgado seguimiento de lo que ocurría más allá de la Plaza de Bailén. Reconfortante la noticia de que el Cautivo irá sin foco; consuelo a medias, ya que se asegura que se encenderá en los tramos menos iluminados -con lo que me gusta el caminar entre tinieblas de calle Carril, donde el Señor anda tan cerca-. Escucho una colombiana en el televisor, y me espanta el invento. Al Señor de Málaga una buena saeta, corta si puede ser, y montañas de claveles. Todo lo demás sobra.

La tarde pinta anodina, más que nada por esa sensación acuciante de que el Sábado tiene vocación de jornada de reflexión. Todos llevamos en el pecho un jilguerillo que se echará a volar el Domingo, estrenando el alma para que no se nos caigan las manos. Si el Viernes de Dolores es la gran antesala, el Sábado queda en mitad de las ansias cofrades turbado por la grandeza que sobreviene. Declino atravesar los barrios de Málaga y echarme a perder. Hay que guardar fuerzas para mañana -que absurdo autoengaño este del que derrama parrafadas de madrugada-.

En los Corazones miramos con interés la procesión de la dolorosa de los Desamparados. Hay mucha curiosidad por comprobar en qué desemboca esta pro-hermandad que cuenta entre sus anhelos la recuperación de la advocación del Cristo de Cabrilla. Me digo que apuntan buenas maneras: Hay elegancia -la del saber estar- y sencillez -la que es fruto de caminar sin prisas, poquito a poco, casi sin mecer, que se diría-. Me siento raro descubriendo que me identifico con esa imagen de corte contemporáneo -una Virgen menos aniñada, más curtida, casi más castellana- aderezada con arreglo a la antigua. Lleva pecherín bordado y corazón zaherido, y una ráfaga modesta. La acompañamos deseando que abandone las anchas avenidas y se introduzca en calle Igualeja, más pueblo, donde la comitiva adquiere una tonalidad más afín a su espíritu.

Con Humildad y Paciencia obtengo sentimientos encontrados. Me alegra la elección del misterio, ya que faltaba en la ciudad; pero me desencanta la labor apresurada de Ramos Corona, que nos ha proporcionado un grupo escultórico de calidades desiguales y terminaciones dudosas. Hay que cambiar ese trono barnizado y mejorar el risco para años venideros, que adolece de la singracia. La carpintería del trono de la Virgen presenta unas extrañas molduras que no aventuran demasiado del boceto de Curro Claros, aunque el conjunto anda más proporcionado.

Ya noche cerrada en el Perchel, asumimos disfrutar del Chiquito en Ancha del Carmen. Qué bonito es el Chiquito, ¡cuánto hay que quererlo! Con su imagen nos sobreviene no ya sólo la unción sagrada; también la ternura y la compasión. Su peana de carrete nos devuelve la estampa de viejos grabados, la del camarín antiguo. Hay que poner cuatro tulipas en esas volutas de las esquinas, broncear su rostro con fulgores parpadeantes. Miramos alrededor; qué desperdicio dejar las calles casi desoladas por una tarde-noche de fútbol, luciéndose como van los Bomberos en pos del Rey de Reyes.





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