![]() |
Portal de Belén de la Hermandad del Calvario, Museo Revello de Toro. Fotografía: Pepe Gómez. |
Qué fáciles somos de
tambalear. ¿Tan livianos son nuestros cimientos? Después de toda
una vida repitiendo tradiciones ancestrales, ¿de verdad unas cuantas
elucubraciones sobrevenidas arremeterán con todo? Seguro que toda
esta ingenuidad no es sino fingida, insuflada en el ánimo del
chascarrillo. Todo me parece simpleza; la del que cree descubrirnos
la pólvora iluminándonos acerca de cómo debió ser de veras la
primera Navidad, y la del que adorna sus parrafadas con giros y
retruécanos de habilidosa malicia, entorpeciendo más que otra cosa.
O quiero pensar eso. Por aquí y por allá andan preguntándose no
sólo si hay que desterrar a la pobre mula y al pobre buey del
pesebre; también si sería adecuado colocar en el tejadillo del
portal una estrella; o si cambiar los camellos de los Reyes Magos
-que ni serán reyes, ni serán magos, ni vendrán de oriente, ni se
llamarán Melchor, Gaspar y Baltasar... Ni siquiera serán tres- por
montura más apropiada. Hasta los niños, alertados por algún
telediario melodramático, comienzan a asegurar que Baltasar no era
negro. Valientemente.
Que San Francisco de
Asís nos asista, con su entrañable paciencia, que vuelva el rostro
a nosotros y eche a reír. ¿Quién le iba a decir que improvisando
aquel humilde nacimiento iba a provocar futuros debates teológicos
que ni la transustanciación? A buen seguro que en su humildísima
intención no anidaría el ánimo de promover doctrinas erráticas,
ni mucho menos confundir al pueblo piadoso. Muy al contrario, animado
por un corazón ansioso de evangelizar del modo más modesto pero
convincente, allá por 1223 vino a decir: “Deseo celebrar la
memoria del Niño que nació en Belén, y quiero contemplar de alguna
manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo
fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el
buey y el asno”. Todos
conocemos, algo velada por el romanticismo de la pátina del tiempo,
aquella entrañable Navidad en Greccio, en la que Francisco de Asís
hizo partícipes a los aldeanos locales para que, entre todos, dieran
vida al que se considera el primer Belén de la Historia. Y no hace
falta ser un Einstein para concluir que el humilde Francisco sería
un hombre de su tiempo, el medievo, poco viajado y con sencillas
nociones de lo geográfico, lo histórico y lo climatológico. ¿Le
haremos afrenta ahora por haber ideado su pesebre con aquella
sencillez clarividente?
Luego
ha sido la propia Iglesia la que ha visto con buenos ojos que el
pueblo sabio lleve a sus casa el pequeño altar que es el nacimiento.
Y el adorno de los ojos encendidos de amor ha puesto infinidad de
invenciones que en Belén ni soñando encontraríamos. Pero es que el
poder de los símbolos es invicto e inefable. Que no me cuenten
historias de cometas ni supernovas, que no me confundan Tarsis con
Tartessos; en definitiva, Virgencita, que todo se quede como está.
Que cristianamente ya intuimos que todo lo que la liturgia ha
instalado tras los siglos se afirma sobre la historia sagrada pero
también sobre los símbolos. Y que éstos no son sino un eficaz
método para universalizar mensajes.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario