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La información no siempre llega al cofrade del modo más ortodoxo. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
A la luz de las palabras
emitidas en determinados medios de comunicación, cabría preguntarse
si la labor de éstos hacia el conjunto de la Semana Santa es justa,
objetiva y bienintencionada. Nada más triste que presenciar cómo
algunos, desde púlpitos en los que saben que la concurrencia es
masiva, aprovechan la ocasión para afilar sus emponzoñadas lenguas.
No hay justicia en cuanto que se critican incluso los propios
fundamentos de la Semana Santa -su cimiento religioso, que al cofrade
debe importarle en primer lugar, mucho más allá de la estética-.
Tampoco la hay si le afean un determinado aspecto a unas
corporaciones, mientras al paso de otras se hacen los suecos. No hay
objetividad cuando se manipulan y polarizan los datos, cuando se
proporciona una información sesgada. Incluso hablan desde la
ignorancia, y aún así se aventuran. Pero lo peor de todo es que no
haya buenas intenciones. Las retransmisiones televisivas -como las
crónicas de los periódicos de gran tirada- cuentan con un
seguimiento enorme, por propia definición. Su público es variopinto
y disperso, y no siempre conoce al dedillo los pormenores de estilo
en que abundamos los cofrades. La labor del periodista, comentarista
o colaborador, no es sino acercar al pueblo lo que sucede en la calle
y narrarlo del modo más verosímil. Por eso encuentro mezquindad
allí donde alguien se detiene más de lo entendible para hurgar en
la herida, y hacer sangre.
Alguien que, al paso de
una imagen, compara su trono con un carrillo de chucherías, es
absolutamente consciente de la cizaña que siembra. Lejos de hacerle
llegar al público un momento hermoso, aprovecha para tratar de
adoctrinar desde el insulto. Al fin y al cabo, los que carecen de
argumentos sólo conocen la vía del ataque irracional. Increpan a
una hermandad que no abre inmediatamente las puertas tras decidir que
no sale, sin importar que sus cofrades anden realizando la estación
de penitencia en el templo. Se detienen exclusivamente en un exorno
concreto para vituperarlo, se aferran a un detalle estético que les
molesta. Y mientras tanto, la procesión se va y no han hablado de lo
importante. Hay tanto vacío de fondo...
Luego están las voces
autorizadas. Grandilocuentes y engolados que se atreven a decirle a
algunas cofradías que sobran. Por supuesto, se cuidan mucho de
disfrazarse con piel de cordero y adornan su lamentable perorata de
una verborrea complicada de seguir, en un tono elevado que hasta
puede resultar falsamente elegante. Desde su posición, miran por
encima del hombro a quien sigue otro discurso diferente al suyo. En
una necedad autocomplaciente, se engríen para escupir a los
cristianos que tratan de hacer penitencia mostrando en sus formas
recogimiento. Debe resultar tan inquietante percatarse de lo
auténtico en otros. Qué miedo ostentan, cuánto temen al buen
hacer.
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