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Stmo. Cristo de la Humildad en su Presentación al Pueblo. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
A la hora del café ya voy tirando de toda una troupe; enaltecido el brío por la comida en familia, las ganas contagiosas de Semana Santa, los amigos que se van arracimando para hacer juntos esas primeras horas de la tarde. Qué encanto tiene ese punto tempranero de cofradías recién escapadas de los templos, de corrillos, de conversaciones, de hacer a un lado el chispeo levísimo, como quien no quiere la cosa, de empeñarse en esperar los santos. Y vamos apiñándonos en un portalón de Calderón de la Barca a ver nazarenos blancos de capa. Pero hay un retraso importante; y entonces me voy enterando -uno que tiene ojos en calle Parras, en calle Trinidad, en calle San Millán- de que el encierro de la Pollinica no ha dejado avanzar a Salutación a su hora. Menudos vecinos, deben pensar los de San Felipe; una vez hecho su espectáculo, el que venga detrás que arree. Pero con la cháchara se pasa volando. Una amiga de Rumanía, que en cuatro años que lleva con nosotros habla el andaluz como usted y como yo, se interesa por cada palabrilla de la jerga -al final de la noche ella misma me habla de estas o aquellas bambalinas- y al final la acabo enredando en una estación de penitencia. Sin presiones, oigan.
Salutación se hace ama de la calle; y es una delicia ver qué belleza oculta le ha sabido entresacar Marcos Morales a las mujeres de Jerusalem. Los tejidos, rebuscados a conciencia, de unos grises ceniza, verdes esmeralda, rosa palo, ocres apagados, formaban una sinfonía cromática que era un regalo para el ojo del esteta; se le olvidaba a uno el expresionismo abstracto del paño de la Verónica -que digo yo: Vaya manera de darle la vuelta a la leyenda, si en ese paño quedó estampado el rostro del Señor, con todos mis respetos para Jorge Rando-. Giran hacia San Juan encarando el portón del templo que un día pudo ser origen de una arcana cofradía con esta advocación de la Salutación -aunque hay sangregordas que lo ponen en duda-.
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Trono del Prendimiento. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Como somos una marabunta de diez o doce no hay más remedio que buscar un buen pedazo de calle, y me olvido de Ollerías -que es una de mis citas obligadas- para poner el huevo allí donde Andrés Pérez desemboca en Carretería. Me gustan los cardos borriqueros del pecado a los pies de Judas Iscariote, las rosas rojas del trono del Prendimiento, el Señor de morado; y le voy perdonando algo a Juan Manuel García Palomo por desandar un trecho con esta nueva policromía del capuchinero, más aceitunada. Sigue sin parecerme bien que rehagamos a los cristos a la medida de los grupos escultóricos. Ha pasado en Capuchinos y ha pasado en San Pablo. El cambio puede no ser traumático; pero, seamos claros, al Cristo le queda de Castillo Lastrucci apenas un deje.
El Huerto llega, literalmente, en la más triste de las penumbras. El chavea de la caña y el pabilo va, sencillamente, desfilando tras el trono como quien lleva un banderín. Y ni en los parones hace un amago. No corre una brizna de aire, y en los arbotantes quedan como quien dice un par de cirios testimoniales. El risco ha mejorado una pizca, pero todavía hay que afinar más; lo salva el moldurón de claveles rojos que sigue siendo estupendo. Y el Cristo de mi memoria, el primero que me vio llevar una vela, luce su túnica mejor armada que nunca, componiendo bien la postura arrodillada. En contraste con el pabilero del Señor, el espabilado de la Señora, que iba matándose por encender hasta la tulipa más escondida. Qué bonitos y qué bien se mueven esos arbotantes. Y qué eterna resulta Ella. Al irse calle abajo, nos parece que ese manto lo están dejando morir, en una lenta agonía; Dios quiera que nunca lo cambien ni lo rehagan, que para eso hay buenos bordadores que saben restaurar sin añadir una puntada nueva ni mejorar ni ampliar el diseño ni paparruchas de esas...
El Dulce Nombre en Madre de Dios nos lleva de nuevo a la Semana Santa preparada y representada con ganas. Hay todavía dibujo a lápiz en algunos paños del lateral del cajillo, a medio troquelar, testigo de una hechura sin acelerones. Ya habrá tiempo de terminarle y dorarle bien el trono al Señor de la Soledad. Las farolas de luz ambarina trazan el sendero hacia Montaño, y da gloria mirar la trasera del trono, a la mujer acusadora y a San Pedro embargado de culpa. Salve, Rey de los Judíos. Y viendo a esos hombres derechos, luciéndose en tres marchas en toda la calle, con su suave pendiente ascendente, se les vislumbra el corazón disfrutón. Y lo que está por venir Capuchinos arriba.
Después de muchos años sin hacerlo, recuperamos el plantarse frente al arco de San Felipe. No de cualquier manera: Como nos gusta, en medio. Porque no tiene precio atisbar la oscuridad absoluta del interior del templo cuando la cofradía regresa a su casa -sí, esta cofradía sale de dentro y regresa adentro-. Y luego ver que se derrama una luz tibia cuando van entrando las luminarias de los penitentes. Y ya la hermandad al completo, la Cruz guía escoltada por faroles en el presbiterio, los cirios dibujando el mismo óvalo de la bóveda en la nave, puede recibir al misterio de la Salutación. La maniobra nos hace sufrir al ver doblarse los cuerpos para superar el desnivel de la acera y encarar el trono con la puerta, y sólo nos estropean la estampa los inesperados focos de horrenda luz blanca de los cámaras de una televisión local. Qué paradójica situación, que para llevar un momento clave a los espectadores haya que chafarles la magia a los que esperan un año para hincar allí sus plantas resentidas. Un mano a mano de saetas a pie de trono, luego una bajada de los varales a tierra con la delicadeza más extrema, y una obediencia impecable a la voz de un solo capataz. Vamos, las cosas bien hechas. La entrada del Cristo es tan emocionante como la primera vez, siempre.
Y cuánto rejuvenece uno al salir a Dos Aceras y recibir a la capuchinera invadiendo la calle por malagueñas. Recordando cuando no me importaban los pisotones ni las rachas de empujones. En un borde de la calle, me siento minúsculo, y el trono es una catedral espléndida.
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Exorno floral de la Merced. Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Como todo se nos ha trastocado, me quedo sin ver la Humildad por Granada, y me la encuentro en la Merced, avanzando sobre esos baldosines luminosos donde quedan esparcidos los nombres de malagueños ilustres. Me parece que el nuevo grupo escultórico, de Elías Rodríguez Picón, ha acabado de completar perfectamente la iconografía del Señor. Eso sí, la soberbia imagen de Buiza empieza a diluirse un poco en el conjunto. No sería mala idea pensar en desnudar al Cristo y presentarlo al pueblo como el maestro imaginero lo concibió, mostrando toda su anatomía y cubierto con clámide. Pero una clámide de un buen tejido y bien puesta, no como aquella intentona de hace unos años que se hizo sin gracia ninguna. La Virgen de la Merced, señorita victoriana de extraordinaria belleza, va perfectamente arropada por San Juan. Qué tino el de esa mano confortando la espalda de la Señora.
Se nos hace tarde y aún no hemos visto a la Salud. Qué suerte encontrarla a mitad de calle Nueva -cómo hace Ella nueva a la calle cada año-, con esa mecida única como de galeón que la hace parecer incluso algo gaditana en sus andares, como bien me apuntan Alejandro Cerezo y Rocío Cortés. Se nos olvida que la Salud lleva tren de velas -con tan buen arte está colocada la cera, que es la Virgen mejor iluminada del Domingo, con diferencia-, y se agradece escuchar La Estrella Sublime cuando acaba la rampa para cruzar hacia su barrio. Cuánto bien le hacen los gladiolos, tan denostados hoy, y el color blanco de las flores. Y cómo habrá sido la petalá que en los pliegues del manto hay auténticos glaciares de clavel. Con esa estampa me quedo, pues por principio no encierro a una cofradía que no vuelve a su auténtica casa.
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Esta amiga de Rumanía puede decir alto y claro que este año ha sido con diferencia el año que más he disfrutado de la Semana Santa, adquiriendo un nuevo sentido de devoción, de tristeza y a la vez de alegría que no había experimentado hasta ahora.
ResponderEliminarEl encierro de la Salutación en la Iglesia de San Felipe fue un momento inolvidable y lleno de sensaciones. Pasé de una actitud inicial de desconfianza, incrédula ante la idea de que esos majestuosos tronos pudieran caber por las "minúsculas" puertas de la iglesia, a sentirme yo misma "minúscula" ante la oscuridad y el silencio sepulcral al abrirse las puertas de la iglesia. Luego me sorprendió sentir una tremenda sensación de paz, de tranquilidad, al ver como esa magnifica iglesia ovalada se iluminaba poco a poco con el parpadeo de los cirios de los nazarenos y de las farolas.
Sentí realmente dolor al ver los esfuerzos tremendos de los portadores de trono, agachándose y doblándose para poder realizar esa maniobra tan difícil de meter los tronos completamente rectos, sin mecer, sin girarlos ni un sólo centímetro, acompañados de las indicaciones del capataz, que no paraba de repetir “Un poquito más abajo, señores, un poquito más abajo” al ver que el techo del trono de la Virgen rozaba con el arco de la iglesia.
Cuando las puertas se cerraron, sólo podía decir una frase "¡Qué momento tan precioso!" Gracias por permitirme vivir todo esto!