28 mar 2013

Sahumerio del Martes Santo

Fotografía: Álvaro Simón Quero.

Zarzuela populachera, teatro de los misterios, pan y circo. De la Semana Santa de escalón y bocadillo, de sillita de playa, a la de los debates bizantinos sobre la línea de llegada. Nada hay más castizo, más costumbrista, que enzarzarse en una polémica estéril. Seguramente, el que protesta lleva desde las cinco de la tarde apostado en ese pedacito de acera que le corresponde por acta testamentaria. El también contribuyente que se le planta unos centímetros por delante, ocupando con desafío una parcela de la vía pública, advenedizo, debería poner el huevo en otro sitio. Señoras arracimadas que necesitan holgura, muchachos envalentonados que adquieren el control sobre dos o tres filas de espectadores, con ánimo de reordenar lo ingobernable. Al fin y al cabo, la calle. Y no es cualquier rúa; esta calle, devenida gran teatro del mundo, es calzada de porte romano, estrechez bendita para deleite del turista, San Agustín. En un más difícil todavía, el rellano pétreo junto al museo lo encontramos acotado cual palco de autoridades -qué buen homenaje se están pegando para esperar la procesión-, y por el suelo, desparramados, hay adolescentes en corrillo con el rostro fantasmagóricamente alumbrado por la luz de las pantallas de sus teléfonos de última generación. Todo es ruidoso, incómodo y divertido. Encenderse un cigarro es un ejercicio de equilibrismo y matemáticas puras.

Pero llega la cruz y todo lo apacigua. Se me desencaja la mandíbula. “Qué bien que esta ciudad aprenda a comportarse”, me dicen quedamente. El silencio es hermoso; no llega a ser perfecto, pero sí todo lo inquietante que requiere la liturgia. Cuando se va acercando el Señor agonizante, encerrado en esa nebulosa que esperamos con ansia, escuchamos una extraña vocecilla que no puede ser del capataz. Son los auriculares de uno de los comensales que tenemos a las espaldas, mucho más embriagado por la retransmisión futbolística. Hasta ese nivel de silencio, agradecido al espectáculo, teníamos como abrigo. Cuando ya tenemos bien enmarcado el cuadro -la reja de San Agustín, la torre de la Catedral, las tulipas emborrachadas de cera trepando entre el incienso, el estertor del Cristo apenas audible en el run run de las cajas chinas-, se alza una miríada de pantallitas encendidas que tratan de apresar sin éxito lo que sólo la sesera puede confinar con tino. Y morimos por Dios, o con Dios, en su último hálito de vida. Que Dios te tenga en su gloria, Buiza. Qué magníficos sones, qué entrega en los portadores, en qué buen público nos convertimos ante el buen hacer. Hemos ido aprobando asignaturas pendientes y en algunas vamos a por el sobresaliente.

La Virgen de las Penas llega con ojos de cansada. Su bosquecillo de cera, la mejor luz del caos, sigue esculpiendo estalactitas de filigrana. En el frente, cuatro relicarios; cuando pasa por nuestro lado, los claveles parecen algodón de azúcar. Y va sonando Margot, escueto drama lírico que se casa rápidamente con la calle. Es cierto que anduve por otros teatros fascinantes: el Rocío en el Altozano y en Echegaray, el Nazareno del Perdón ante la Esperanza, la Estrella salvando el dintel de Santo Domingo, el Rescate en la Merced, el Rosario en Cárcer lloviéndole primavera... Pero este Martes Santo me quedo contigo, contagiado de tu estilo irrenunciable. Y prometo volver contigo por Arco de la Cabeza y acompañarte al oratorio donde el más certero piropo, pintado, reza: “Santa María, Reina”. Qué enamoramiento creciente, bellísima madre de Eslava, me ha llevado esta tarde a Pozos Dulces, a Nueva y a Panaderos. Qué difícil cansarse, perdido en la candelería, de tu sollozo y de tu desvelo.





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27 mar 2013

Sahumerio del Lunes Santo

Fotografía: Álvaro Simón Quero.

 Un corazón traspasado, de frente de procesión. Y los lamentos hirientes del Carmen del Perchel, “A Jesús en su Agonía”, abriéndose paso por Echegaray. Seguramente, todo sería producto del azar caprichoso; pero embutidos en el portalón, allí donde regresábamos a encontrar las delicias de otros años, aquellas notas nos parecieron un duelo. Cada gesto era interpretado por el ánimo, y el ojo iba más allá, un punto más allá de todo lo tangible. El nazareno, abrazado a la cruz guía, se me antojó de amor entregado al proyecto inconmensurable de un hombre irrepetible. Seguro que ese abrazo tenía visos de acomodo, de resentimiento, de fatiga; pero los ojos quisieron ver la aceptación amorosa de un legado. No me arrebaten eso. El corazón del centro de la cruz, con esas capillas que quizá quedaron tan desnudas como Santo Domingo para siempre, andaba por la ciudad con el traspaso de haber perdido a un padre, o a un hijo, según se quiera ver. Y tras olisquear las partituras de los músicos infatigables, el agradecido apunte de uno de ellos: en el brevísimo lapso en que dejó de interpretar, nos sopló el título que, como presagio, se prendió también a nuestros corazones. No me arrebaten eso. El vericueto de signos y palabras era inevitable, y ese Jesús que anidaba anoche en cientos de nosotros seguía oscilando en las pilastras de los faroles que abrían el cortejo; allí su mano lozana, treinta años atrás, había dejado ensartadas para siempre las yeserías de la capilla del antiguo Cristo de Cabrilla. Como lo estaba él, nos dejará enamorados de Málaga para siempre.

Luego, toda su cofradía, arrebujada, se deslizó exactamente con la misma seguridad en sí misma. El stipes del Señor, aquel ciprés de cementerio que encontró el mejor de los destinos, continuó aferrando a ese Cristo que quiere echar a volar, ese que te clava los ojos y te hace preguntas muy directas, ese que no se anda con chiquitas. Al llegar la Madre, sumida en la sombra de su palio, afrontamos para siempre que serán otras manos las que prendan cada medalla, pellizquen la blonda y ciñan su corona. Habrá sonreído, de tranquilidad, al ver Jesús que su Madre está en las mejores manos; unas manos, las de José Soler, tan respetuosas con la herencia aquilatada como virtuosas. Con qué suavidad se ha desplomado el manto sobre los hombros de la Madre, ni que el terciopelo bordado tuviese la caída de la seda más fina. ¿Quién le iba a decir a Jesús, cuando dibujara el corazón atravesado de la Madre, que nos parecería una elegía por su alma?

La tarde, echando la vista atrás, había tenido el esplendor que se esperaba. Fiel al pacto con la elegancia, la Pasión salió de los Mártires con la mesura que tanto se agradece. Ningún aspaviento, ni un atisbo de duda en cada paso. Había que apresurase a presenciarla en el Patio de los Naranjos, entre sones clásicos, y reunir el aliento suficiente -como cada año- para encontrar, ya cuajada, la perfecta sintonía del cirineo de Darío Fernández con el Señor. El Amor Doloroso nos habló de nuevo de armonía, y nos pidió en un susurro que la buscásemos después en los adentros de calle Nueva. Los Gitanos, un poco antes, nos regalaron en esas estrecheces una postal de toda la vida -en un parón que parecía intencionado, como de regusto-, una postal que querrán afianzar para años venideros. Después encontramos a los Estudiantes más solemnes que nunca, en una brillantez que revisitamos entre el Carbón y Molina Lario. Los magníficos arbotantes de Gracia y Esperanza, aposentados en las sibilas de Ruiz Montes, la alumbraron como nunca, en esa revolera caprichosa que Jesús le pensara. Crucifixión, en la añeja Casapalma, con el alma ya un poco gastada por el esfuerzo del regreso. Y el Cautivo. En lejana perspectiva, le vimos en la Doble Curva caminando como un galileo, con un recorte de palmeras y ajeno a esa luminotecnia de colorines cambiantes de la esquina de Calderería, irisada insolencia. Qué pocas cosas le hacen falta al Señor; nada de lo que no hubo anoche se echó en falta. A la Trinidad la buscamos llegando a la tribuna, y la encontramos bajo la mejor de las lluvias. Pétalos púrpura de Trinidad.






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26 mar 2013

Sahumerio del Domingo de Ramos

Fotografía: Álvaro Simón Quero.


Qué difícil empezar por el principio cuando la vuelta -ay, la vuelta- ha tenido más luz que toda esa rutilante claridad que se le presupone al Domingo de Ramos. El amanecer figurado en la cara de la Virgen, en medio de la noche, la incipiente sonrisa de aurora... Ese milagro que se produce cada año, el milagro de la Salud, milagro de trabajo y empeño por el que una candelería se mantiene viva pese a la brisita inoportuna, milagro de afanarse con el pabilo en una noche difícil. Un milagro por el que la Salud es Sol en las borrosas tinieblas de la madrugada. Alguien a mi vera me cuenta que no es capaz de sostenerle la mirada a la Salud. Normal. Hay algo entre egipcio y atávico en la simetría de su rostro, una especie de tirón mistérico alimentado por la puesta en escena que nos tiene a todos apiñados en una marabunta. De allí no nos despegan ni con agua caliente, entregados a la dulce tortura de dejar el cuerpo en volandas y arrastrar por la marea de calle Nueva, que se derrama eterna y sin embargo pasa en un suspiro. La mecida del palio me lleva una y otra vez a la Esperanza -amores que le afloran a uno-, y es que tiene un vaivén como de barco. Qué cofradía más disfrutona tienes, Salud, que no entiende de prisas, que se regocija en cada marcha como si fuera la última, que entiende cada esquina como una oportunidad de salvación. El rostrillo, faraónico, ampuloso y deliciosamente exagerado, blanco como el raso del Líbano, ribeteado de tiras bordadas, cruzado en el pecho como una turgente paloma, te dibuja unas facciones bronceadas que resultan nuevas. Momento este muy bueno para encomendarse a todos los Santos, Virgencita, y que te quedes como estás; no vaya a ser que cuando regreses de Gines haya quien no te conozca...

Estos pensamientos aciagos me servirán para recapitular la mañana. Embriagados por creernos las verdades a medias o empecinados a toda costa en representar lo que nos marca el guión, allí que nos plantamos en calle Parras sin darnos por enterados de lo que estaba por venir. Incluso ya con los tronos en la calle, a la deriva por esas calles sin nazarenos -misterios incomprensibles de la comodidad-, en Parras y en Guerrero, y ya arreciando una llovizna de partículas diminutas, como gallega, insistente, seguíamos disimulando. Qué bonito color melocotón achampanado para las rosas del Amparo, qué graciosos arbotantes le dibujó Jesús hace más de veinte años... Y venga a disimular, como si el agua no fuera con nosotros. La Pollinica avanzando, y con Lágrimas por Especerías y Nueva, goterones. Nazarenos empapados, algarabía desordenada de plásticos, enseres refugiados en Casa Mira, y el cucurucho de helado de mentira de la cornisa riéndose en nuestra cara de bobalicones. Un capataz con rictus de saetero -el entrecejo bien fruncido- nos ruega a cada dos pasos que nos echemos a los lados, en una calle sin aceras, y las hombreras de las chaquetas se nos enguachirnan mientras recibimos algún paraguazo bien merecido. Pero la coreografía se mantiene, orgullosa.

En la tarde nos deslumbra la Humildad con una estudiada conquista del centro histórico. El Señor, de morado, viene en la mejor de las compañías, esos sones que nuestros ediles encuentran molestos el resto del año, ese magnífico ruído por el que se tanto se briega, el bendito ruído, el mejor de los ruídos si me apuran, de las cornetas y tambores de la Esperanza. Con qué dulzura de ahijado cariñoso le echa el brazo San Juan Evangelista a la Merced: qué confortación hay en esos dedos posados, antagonista de aquellos otros de Judas a las espaldas del Capuchinero. Luego el tiempo se nos va en esa búsqueda insaciable de los lugares amables de nuestro Domingo de Ramos: el Dulce Nombre llegando a la Catedral, Salutación recordándonos sus orígenes por la puerta de San Juan -vaya retrato más chico del Señor lleva la Verónica...-, el Prendimiento por Ollerías con una guardia pretoriana de mantillas y el Huerto por Calderería. Es Domingo de Ramos, y somos culillos de mal asiento; adelantamos nazarenos por los costados y seguimos a la carrera persiguiendo enclaves: la Humildad en Echegaray, la Merced en la torcida curva de Granada -cada vez con más talento-, Salutación acunado bajo la torre de Santiago, y Prendimiento en la mítica subida de Dos Aceras, mucho más medida y con el agradable viaje a la niñez que me supone “Nuestro Padre Jesús”. Y a correr otra vez, que intuyo que este año la Salud nos conquistará de nuevo, desde Strachan hasta Cisneros. La Salud convertida en sol.





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22 mar 2013

Las Horas.

Fotografía: Álvaro Simón Quero.

Lo de los horarios e itinerarios se ha ido volviendo, de un tiempo a esta parte, más interesante que estrenar un bordado, un grupo escultórico o un trono. Nos pone en la tesitura de plantearnos la Semana Santa como un puzzle complicado en el que, para ensamblar las piezas y que todo fluya, hacen falta ganas, buena voluntad y saber hacer encajes de bolillos. En mi caso, diré que me parece fascinante la intención de abandonar los escenarios exasperantes, por anodinos y sin gracia, las horas de travesía del desierto y todo aquello que no contribuya al lucimiento de esta ópera grandilocuente que dura siete días.

A los amantes de la madrugada, del trasnochar muchísimo y de ver las cofradías sólo al encantador abrigo de la noche, les preguntaría si saben lo que es regresar al barrio en la peor de las situaciones. Porque, si algo está claro, es que las cofradías quieren ir arropadas, obtener el respaldo del público. Y es las más loable de las intenciones. Algunos territorios son hostiles a las hermandades; por la indiferencia que suscitan, o por lo ingratos que puedan resultar. Al público, que en su voluntad es soberano y puede decidir libremente cuándo se echa a la calle, cada vez se le antojan menos seguras según qué horas, o menos cómodas. O lo que sea. Y nadie suele apuntar que el origen de este giro en la demanda tiene mucho que ver con la sobreabundancia de la oferta.

No le recriminemos a ésta o aquella que se pase al mediodía, que recorte por aquí o por allá. Mientras hagan lo que vinieron a hacer, respeto. Y pensemos, siempre, en el más valioso de los patrimonios que atesoran las cofradías: el humano. Que luego se nos llena la boca con eso de las canteras cofrades. Ya hay bastante penitencia en la propia procesión; añadirle el martirio de una ciudad indiferente o desapacible encierra, por lo menos, algo de crueldad.







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20 mar 2013

El Nazareno

Fotografía: Álvaro Simón Quero.

De niño tuve que porfiar muchísimo para que me sacaran de nazareno. Por esto o por lo otro, pasaban los años y nunca se daba el caso. Siempre se andaban excusando con la dificultad de conseguir una túnica, con las listas de espera, ya que otras cosas no me amedrantaron. Finalmente, un tío segundo que colecciona cofradías -de las que tiene todas sus medallas y todos sus escudos- me hizo un sitio en una de ellas. Aunque me había hecho todas las ilusiones de una buena capa con su escudo bordado, salí con un cirio y pare usted de contar. Así y todo, la experiencia fue fantástica; hasta que llegando a la plaza de Arriola el mismo mayordomo me dejó descapirotado y me anunció que era el descanso del bocadillo. Evidentemente, mi madre no estaba enterada y me quedé sin bocadillo, y como aquello era un “rompan filas” en toda regla, mi tío y yo nos fuimos a ver al Señor con la extraña sensación, en mi caso, de que aquello no era una procesión.

Luego vinieron los años en que mi padre me alistó en su Archicofradía de toda la vida. En una especie de ritual sobre el orgullo, me vestía con cuidado y me anudaba las siete vueltas de cíngulo para después pasearme por todo el centro, mucho antes de la procesión. El capirote, lejos de cumplir su función, iba en una bolsa. Y aquello no tenía gracia ninguna hasta que, ya de medianoche, recuperaba el anonimato y estudiaba la ciudad muy de cerca como tras una celosía. Escuchando conversaciones ajenas, reconociendo caras, en definitiva, mirándolo todo con el privilegio que supone el camuflaje.

Al final, el círculo sólo se cierra si alguien, de una vez por todas, te enseña a ser nazareno. O si, en una intuición clarividente, llegas a saberlo por ti mismo. Qué bien habría estado que las cofradías hubieran hecho su parte de la catequesis; ahora se ve que algunas, si no muchas, están en ello. Tuve que aprenderlo en silencio; renunciando al paseíllo engreído, al descapirotarse, al bocadillo, al parloteo y a todo aquello que no era en verdad una procesión. Al final, tienes a tu cofradía de toda la vida, la de la familia; y tienes la que tú has elegido. O, ¿por qué no mirarlo de otro modo? La que te ha elegido a tí.






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12 mar 2013

El Chauvinismo

Fotografía: Álvaro Simón Quero.

Llega la Cuaresma, y ya con el gusanillo metido en el cuerpo, llegan también los tremendistas y cizañeros con la alerta amarilla: ¡Peligro! Se rumorea que hay otra malvada hermandad que planea introducir velas rizadas en su trono... ¡Atención! Estas tres o cuatro cofradías persisten en el empeño de echarse el guión al hombro, ¡ni que fuera una bandera! ¡Ojo! Sabemos que en esta otra hay confabuladores que ensayan a escondidas diversos pasos para mecer los tronos... Se ve que esas cofradías, de aviesas intenciones, no tienen otra cosa mejor que hacer que contravenir la placentera tranquilidad de lo conocido.

Con todo y con eso, tras la alarma suele haber ignorancia. O eso quiero pensar, por no decir que habrá mala fe. Pues si hubiera un profundo conocimiento del asunto, donde se habla de cirios sevillanos se podría recordar al buen puñado de señeras hermandades malagueñas que las llevaron hace más de medio siglo... Ah, pero eso no son tradiciones, aunque haya otras con menos tiempo y que demos por sentadas. Lo del guión, por otro lado, es de chiste. Imaginen procesión como la del Resucitado, o la de la Patrona, y al intrépido reportero llevando buena cuenta de los guiones portados al hombro. Esa libretilla del rencor, que al día siguiente se habrá agriado en las páginas de un periódico: esa libretilla encierra verdaderos dobles raseros... Y no digamos nada de lo endiablado que resulta enfilar la procesión por calles peatonales y sin aceras. Eso sí que nos lleva por la senda del pecado cofrade... Con lo bonita que sería una Semana Santa toda de tronos colosales que no pudieran tirar nada más que por la Alameda y por el Parque. ¡Eso sí que sería nuestro!

Lo de los tronos de carrete saliendo de las iglesias son historias de viejas junto al fuego. ¿Para qué ensalzar la autenticidad de lo litúrgico, si esas cofradías rebeldes no cuadran con mi arquetipo de la primera en el peligro de la libertad? Olvidan que aquí no se inventó la Semana Santa; es decir, eso de sacar los santos a la calle, y delante todos vestidos de nazareno. Ni los palios, ni las candelerías, ni los montes de claveles, ni los largos mantos bordados. Ni un largo etcétera que no sería muy práctico enumerar ahora. Se olvida lo que se quiere, y ocultando parte de la verdad se dice una verdad muy a medias, casi de mentira.




Nota: Tercera colaboración con el programa `Bajo Palio´, de Canal Sur Radio. Cuaresma de 2013.




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10 mar 2013

La Luz

Fotografía: Álvaro Simón Quero.

Un año de estos vamos a plantearnos si seguir con gafas de sol todas las noches de procesiones. Los focos omnipresentes que alumbran la ciudad en Semana Santa, que parece que florezcan como el azahar en primavera, la han convertido en un enorme plató de televisión. Originan un extrañísimo paisaje urbano en que todo cambia de color. Los tronos, en vez de dorados, amarillos; las imágenes, rosa chicle; y el cielo de noche cerrada, en la tele parece azul eléctrico. Será para eso, para que se vean bien bonitas las procesiones en la tele, o para que no nos pisemos en los encierros, o para que podamos contarle los dientes a las imágenes, o vaya usted a saber para qué... Valientemente. Con el trabajo que ha costado llegar a este anacronismo, a este viaje en el tiempo que es la Semana Santa, que con su liturgia nos lleva al Concilio de Trento. ¿Los que deciden esa iluminación de cine, se han parado a pensar en la verdadera magia de todo esto? Las tallas, ese íntimo vehículo de comunicación con lo Sagrado, fueron concebidas como encarnación del dolor y el sufrimiento entre humano y divino. A su condición de madera esculpida y policromada le corresponde una atmósfera incierta, donde de alguna manera parezca que cobren vida.

El peor enemigo de la imagen sagrada es el foco. Si no, que se lo digan al Cautivo, que tantas veces anda deslumbrado por esas calles de Dios, ni que le hiciera falta. Con el abuso de electricidad, encaramada y escondida entre las flores, se pierde la gracia, el sabor y la belleza. Por no hablar de cómo se echa por tierra la liturgia. ¿Cómo relumbrará una candelería, sino en la penumbra? ¿Cómo parecerán de alabastro las tulipas de los arbotantes, sino en la espesura de la noche? Con el cegador alumbrado, casi de feria, desaparece el claroscuro. Permítanme decir que añadir electricidad al asunto es tan horrendo como emitir una saeta con altavoces o una petalada con ventilador.


Bien estaría una cruceta con alicates, en los días previos a las procesiones. Ir alegremente cortando cables, ya que esperar un apagón depende del azar. Y dejar a las cofradías con su luz añeja, propia, la de los cirios, la de la luna llena y la propia luz de la calle. ¿Para qué queremos más?





Nota: Segunda colaboración con el programa `Bajo Palio´, de Canal Sur Radio. Cuaresma de 2013.





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