Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Zarzuela populachera,
teatro de los misterios, pan y circo. De la Semana Santa de escalón
y bocadillo, de sillita de playa, a la de los debates bizantinos
sobre la línea de llegada. Nada hay más castizo, más costumbrista,
que enzarzarse en una polémica estéril. Seguramente, el que
protesta lleva desde las cinco de la tarde apostado en ese pedacito
de acera que le corresponde por acta testamentaria. El también
contribuyente que se le planta unos centímetros por delante,
ocupando con desafío una parcela de la vía pública, advenedizo,
debería poner el huevo en otro sitio. Señoras arracimadas que
necesitan holgura, muchachos envalentonados que adquieren el control
sobre dos o tres filas de espectadores, con ánimo de reordenar lo
ingobernable. Al fin y al cabo, la calle. Y no es cualquier rúa;
esta calle, devenida gran teatro del mundo, es calzada de porte
romano, estrechez bendita para deleite del turista, San Agustín. En
un más difícil todavía, el rellano pétreo junto al museo lo
encontramos acotado cual palco de autoridades -qué buen homenaje se
están pegando para esperar la procesión-, y por el suelo,
desparramados, hay adolescentes en corrillo con el rostro
fantasmagóricamente alumbrado por la luz de las pantallas de sus
teléfonos de última generación. Todo es ruidoso, incómodo y
divertido. Encenderse un cigarro es un ejercicio de equilibrismo y
matemáticas puras.
Pero llega la cruz y todo
lo apacigua. Se me desencaja la mandíbula. “Qué bien que esta
ciudad aprenda a comportarse”, me dicen quedamente. El silencio
es hermoso; no llega a ser perfecto, pero sí todo lo inquietante que
requiere la liturgia. Cuando se va acercando el Señor agonizante,
encerrado en esa nebulosa que esperamos con ansia, escuchamos una
extraña vocecilla que no puede ser del capataz. Son los auriculares
de uno de los comensales que tenemos a las espaldas, mucho más
embriagado por la retransmisión futbolística. Hasta ese nivel de
silencio, agradecido al espectáculo, teníamos como abrigo. Cuando
ya tenemos bien enmarcado el cuadro -la reja de San Agustín, la
torre de la Catedral, las tulipas emborrachadas de cera trepando
entre el incienso, el estertor del Cristo apenas audible en el run
run de las cajas chinas-, se alza una miríada de pantallitas
encendidas que tratan de apresar sin éxito lo que sólo la sesera
puede confinar con tino. Y morimos por Dios, o con Dios, en su último
hálito de vida. Que Dios te tenga en su gloria, Buiza. Qué
magníficos sones, qué entrega en los portadores, en qué buen
público nos convertimos ante el buen hacer. Hemos ido aprobando
asignaturas pendientes y en algunas vamos a por el sobresaliente.
La Virgen de las Penas
llega con ojos de cansada. Su bosquecillo de cera, la mejor luz del
caos, sigue esculpiendo estalactitas de filigrana. En el frente,
cuatro relicarios; cuando pasa por nuestro lado, los claveles parecen
algodón de azúcar. Y va sonando Margot, escueto drama lírico
que se casa rápidamente con la calle. Es cierto que anduve por otros
teatros fascinantes: el Rocío en el Altozano y en Echegaray, el
Nazareno del Perdón ante la Esperanza, la Estrella salvando el
dintel de Santo Domingo, el Rescate en la Merced, el Rosario en
Cárcer lloviéndole primavera... Pero este Martes Santo me quedo
contigo, contagiado de tu estilo irrenunciable. Y prometo volver
contigo por Arco de la Cabeza y acompañarte al oratorio donde el más
certero piropo, pintado, reza: “Santa María, Reina”. Qué
enamoramiento creciente, bellísima madre de Eslava, me ha llevado
esta tarde a Pozos Dulces, a Nueva y a Panaderos. Qué difícil
cansarse, perdido en la candelería, de tu sollozo y de tu desvelo.
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