Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Lo de
los horarios e itinerarios se ha ido volviendo, de un tiempo a esta
parte, más interesante que estrenar un bordado, un grupo escultórico
o un trono. Nos pone en la tesitura de plantearnos la Semana Santa
como un puzzle complicado en el que, para ensamblar las piezas y que
todo fluya, hacen falta ganas, buena voluntad y saber hacer encajes
de bolillos. En mi caso, diré que me parece fascinante la intención
de abandonar los escenarios exasperantes, por anodinos y sin gracia,
las horas de travesía del desierto y todo aquello que no contribuya
al lucimiento de esta ópera grandilocuente que dura siete días.
A
los amantes de la madrugada, del trasnochar muchísimo y de ver las
cofradías sólo al encantador abrigo de la noche, les preguntaría
si saben lo que es regresar al barrio en la peor de las situaciones.
Porque, si algo está claro, es que las cofradías quieren ir
arropadas, obtener el respaldo del público. Y es las más loable de
las intenciones. Algunos territorios son hostiles a las hermandades;
por la indiferencia que suscitan, o por lo ingratos que puedan
resultar. Al público, que en su voluntad es soberano y puede decidir
libremente cuándo se echa a la calle, cada vez se le antojan menos
seguras según qué horas, o menos cómodas. O lo que sea. Y nadie
suele apuntar que el origen de este giro en la demanda tiene mucho
que ver con la sobreabundancia de la oferta.
No
le recriminemos a ésta o aquella que se pase al mediodía, que
recorte por aquí o por allá. Mientras hagan lo que vinieron a
hacer, respeto. Y pensemos, siempre, en el más valioso de los
patrimonios que atesoran las cofradías: el humano. Que luego se nos
llena la boca con eso de las canteras cofrades. Ya hay bastante
penitencia en la propia procesión; añadirle el martirio de una
ciudad indiferente o desapacible encierra, por lo menos, algo de
crueldad.
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