Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Un corazón traspasado,
de frente de procesión. Y los lamentos hirientes del Carmen del
Perchel, “A Jesús en su Agonía”, abriéndose paso por
Echegaray. Seguramente, todo sería producto del azar caprichoso;
pero embutidos en el portalón, allí donde regresábamos a encontrar
las delicias de otros años, aquellas notas nos parecieron un duelo.
Cada gesto era interpretado por el ánimo, y el ojo iba más allá,
un punto más allá de todo lo tangible. El nazareno, abrazado a la
cruz guía, se me antojó de amor entregado al proyecto
inconmensurable de un hombre irrepetible. Seguro que ese abrazo tenía
visos de acomodo, de resentimiento, de fatiga; pero los ojos
quisieron ver la aceptación amorosa de un legado. No me arrebaten
eso. El corazón del centro de la cruz, con esas capillas que quizá
quedaron tan desnudas como Santo Domingo para siempre, andaba por la
ciudad con el traspaso de haber perdido a un padre, o a un hijo,
según se quiera ver. Y tras olisquear las partituras de los músicos
infatigables, el agradecido apunte de uno de ellos: en el brevísimo
lapso en que dejó de interpretar, nos sopló el título que, como
presagio, se prendió también a nuestros corazones. No me arrebaten
eso. El vericueto de signos y palabras era inevitable, y ese Jesús
que anidaba anoche en cientos de nosotros seguía oscilando en las
pilastras de los faroles que abrían el cortejo; allí su mano
lozana, treinta años atrás, había dejado ensartadas para siempre
las yeserías de la capilla del antiguo Cristo de Cabrilla. Como lo
estaba él, nos dejará enamorados de Málaga para siempre.
Luego, toda su cofradía,
arrebujada, se deslizó exactamente con la misma seguridad en sí
misma. El stipes del Señor, aquel ciprés de cementerio que
encontró el mejor de los destinos, continuó aferrando a ese Cristo
que quiere echar a volar, ese que te clava los ojos y te hace
preguntas muy directas, ese que no se anda con chiquitas. Al llegar
la Madre, sumida en la sombra de su palio, afrontamos para siempre
que serán otras manos las que prendan cada medalla, pellizquen la
blonda y ciñan su corona. Habrá sonreído, de tranquilidad, al ver
Jesús que su Madre está en las mejores manos; unas manos, las de
José Soler, tan respetuosas con la herencia aquilatada como
virtuosas. Con qué suavidad se ha desplomado el manto sobre los
hombros de la Madre, ni que el terciopelo bordado tuviese la caída
de la seda más fina. ¿Quién le iba a decir a Jesús, cuando
dibujara el corazón atravesado de la Madre, que nos parecería una
elegía por su alma?
La tarde, echando la
vista atrás, había tenido el esplendor que se esperaba. Fiel al
pacto con la elegancia, la Pasión salió de los Mártires con la
mesura que tanto se agradece. Ningún aspaviento, ni un atisbo de
duda en cada paso. Había que apresurase a presenciarla en el Patio
de los Naranjos, entre sones clásicos, y reunir el aliento
suficiente -como cada año- para encontrar, ya cuajada, la perfecta
sintonía del cirineo de Darío Fernández con el Señor. El Amor
Doloroso nos habló de nuevo de armonía, y nos pidió en un susurro
que la buscásemos después en los adentros de calle Nueva. Los
Gitanos, un poco antes, nos regalaron en esas estrecheces una postal
de toda la vida -en un parón que parecía intencionado, como de
regusto-, una postal que querrán afianzar para años venideros.
Después encontramos a los Estudiantes más solemnes que nunca, en
una brillantez que revisitamos entre el Carbón y Molina Lario. Los
magníficos arbotantes de Gracia y Esperanza, aposentados en las
sibilas de Ruiz Montes, la alumbraron como nunca, en esa revolera
caprichosa que Jesús le pensara. Crucifixión, en la añeja
Casapalma, con el alma ya un poco gastada por el esfuerzo del
regreso. Y el Cautivo. En lejana perspectiva, le vimos en la Doble
Curva caminando como un galileo, con un recorte de palmeras y ajeno a
esa luminotecnia de colorines cambiantes de la esquina de Calderería,
irisada insolencia. Qué pocas cosas le hacen falta al Señor; nada
de lo que no hubo anoche se echó en falta. A la Trinidad la buscamos
llegando a la tribuna, y la encontramos bajo la mejor de las lluvias.
Pétalos púrpura de Trinidad.
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