Fotografía: Álvaro Simón Quero. |
Qué difícil empezar
por el principio cuando la vuelta -ay, la vuelta- ha tenido más luz
que toda esa rutilante claridad que se le presupone al Domingo de
Ramos. El amanecer figurado en la cara de la Virgen, en medio de la
noche, la incipiente sonrisa de aurora... Ese milagro que se produce
cada año, el milagro de la Salud, milagro de trabajo y empeño por
el que una candelería se mantiene viva pese a la brisita inoportuna,
milagro de afanarse con el pabilo en una noche difícil. Un milagro
por el que la Salud es Sol en las borrosas tinieblas de la madrugada.
Alguien a mi vera me cuenta que no es capaz de sostenerle la mirada a
la Salud. Normal. Hay algo entre egipcio y atávico en la simetría
de su rostro, una especie de tirón mistérico alimentado por la
puesta en escena que nos tiene a todos apiñados en una marabunta. De
allí no nos despegan ni con agua caliente, entregados a la dulce
tortura de dejar el cuerpo en volandas y arrastrar por la marea de
calle Nueva, que se derrama eterna y sin embargo pasa en un suspiro.
La mecida del palio me lleva una y otra vez a la Esperanza -amores
que le afloran a uno-, y es que tiene un vaivén como de barco. Qué
cofradía más disfrutona tienes, Salud, que no entiende de prisas,
que se regocija en cada marcha como si fuera la última, que entiende
cada esquina como una oportunidad de salvación. El rostrillo,
faraónico, ampuloso y deliciosamente exagerado, blanco como el raso
del Líbano, ribeteado de tiras bordadas, cruzado en el pecho como
una turgente paloma, te dibuja unas facciones bronceadas que resultan
nuevas. Momento este muy bueno para encomendarse a todos los Santos,
Virgencita, y que te quedes como estás; no vaya a ser que cuando
regreses de Gines haya quien no te conozca...
Estos pensamientos
aciagos me servirán para recapitular la mañana. Embriagados por
creernos las verdades a medias o empecinados a toda costa en
representar lo que nos marca el guión, allí que nos plantamos en
calle Parras sin darnos por enterados de lo que estaba por venir.
Incluso ya con los tronos en la calle, a la deriva por esas calles
sin nazarenos -misterios incomprensibles de la comodidad-, en Parras
y en Guerrero, y ya arreciando una llovizna de partículas diminutas,
como gallega, insistente, seguíamos disimulando. Qué bonito color
melocotón achampanado para las rosas del Amparo, qué graciosos
arbotantes le dibujó Jesús hace más de veinte años... Y venga a
disimular, como si el agua no fuera con nosotros. La Pollinica
avanzando, y con Lágrimas por Especerías y Nueva, goterones.
Nazarenos empapados, algarabía desordenada de plásticos, enseres
refugiados en Casa Mira, y el cucurucho de helado de mentira de la
cornisa riéndose en nuestra cara de bobalicones. Un capataz con
rictus de saetero -el entrecejo bien fruncido- nos ruega a cada dos
pasos que nos echemos a los lados, en una calle sin aceras, y las
hombreras de las chaquetas se nos enguachirnan mientras recibimos
algún paraguazo bien merecido. Pero la coreografía se mantiene,
orgullosa.
En la tarde nos
deslumbra la Humildad con una estudiada conquista del centro
histórico. El Señor, de morado, viene en la mejor de las compañías,
esos sones que nuestros ediles encuentran molestos el resto del año,
ese magnífico ruído por el que se tanto se briega, el
bendito ruído, el mejor de los ruídos si me apuran, de las cornetas
y tambores de la Esperanza. Con qué dulzura de ahijado cariñoso le
echa el brazo San Juan Evangelista a la Merced: qué confortación
hay en esos dedos posados, antagonista de aquellos otros de Judas a
las espaldas del Capuchinero. Luego el tiempo se nos va en esa
búsqueda insaciable de los lugares amables de nuestro Domingo de
Ramos: el Dulce Nombre llegando a la Catedral, Salutación
recordándonos sus orígenes por la puerta de San Juan -vaya retrato
más chico del Señor lleva la Verónica...-, el Prendimiento por
Ollerías con una guardia pretoriana de mantillas y el Huerto por
Calderería. Es Domingo de Ramos, y somos culillos de mal asiento;
adelantamos nazarenos por los costados y seguimos a la carrera
persiguiendo enclaves: la Humildad en Echegaray, la Merced en la
torcida curva de Granada -cada vez con más talento-, Salutación
acunado bajo la torre de Santiago, y Prendimiento en la mítica
subida de Dos Aceras, mucho más medida y con el agradable viaje a la
niñez que me supone “Nuestro Padre Jesús”. Y a correr
otra vez, que intuyo que este año la Salud nos conquistará de
nuevo, desde Strachan hasta Cisneros. La Salud convertida en sol.
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