26 mar 2013

Sahumerio del Domingo de Ramos

Fotografía: Álvaro Simón Quero.


Qué difícil empezar por el principio cuando la vuelta -ay, la vuelta- ha tenido más luz que toda esa rutilante claridad que se le presupone al Domingo de Ramos. El amanecer figurado en la cara de la Virgen, en medio de la noche, la incipiente sonrisa de aurora... Ese milagro que se produce cada año, el milagro de la Salud, milagro de trabajo y empeño por el que una candelería se mantiene viva pese a la brisita inoportuna, milagro de afanarse con el pabilo en una noche difícil. Un milagro por el que la Salud es Sol en las borrosas tinieblas de la madrugada. Alguien a mi vera me cuenta que no es capaz de sostenerle la mirada a la Salud. Normal. Hay algo entre egipcio y atávico en la simetría de su rostro, una especie de tirón mistérico alimentado por la puesta en escena que nos tiene a todos apiñados en una marabunta. De allí no nos despegan ni con agua caliente, entregados a la dulce tortura de dejar el cuerpo en volandas y arrastrar por la marea de calle Nueva, que se derrama eterna y sin embargo pasa en un suspiro. La mecida del palio me lleva una y otra vez a la Esperanza -amores que le afloran a uno-, y es que tiene un vaivén como de barco. Qué cofradía más disfrutona tienes, Salud, que no entiende de prisas, que se regocija en cada marcha como si fuera la última, que entiende cada esquina como una oportunidad de salvación. El rostrillo, faraónico, ampuloso y deliciosamente exagerado, blanco como el raso del Líbano, ribeteado de tiras bordadas, cruzado en el pecho como una turgente paloma, te dibuja unas facciones bronceadas que resultan nuevas. Momento este muy bueno para encomendarse a todos los Santos, Virgencita, y que te quedes como estás; no vaya a ser que cuando regreses de Gines haya quien no te conozca...

Estos pensamientos aciagos me servirán para recapitular la mañana. Embriagados por creernos las verdades a medias o empecinados a toda costa en representar lo que nos marca el guión, allí que nos plantamos en calle Parras sin darnos por enterados de lo que estaba por venir. Incluso ya con los tronos en la calle, a la deriva por esas calles sin nazarenos -misterios incomprensibles de la comodidad-, en Parras y en Guerrero, y ya arreciando una llovizna de partículas diminutas, como gallega, insistente, seguíamos disimulando. Qué bonito color melocotón achampanado para las rosas del Amparo, qué graciosos arbotantes le dibujó Jesús hace más de veinte años... Y venga a disimular, como si el agua no fuera con nosotros. La Pollinica avanzando, y con Lágrimas por Especerías y Nueva, goterones. Nazarenos empapados, algarabía desordenada de plásticos, enseres refugiados en Casa Mira, y el cucurucho de helado de mentira de la cornisa riéndose en nuestra cara de bobalicones. Un capataz con rictus de saetero -el entrecejo bien fruncido- nos ruega a cada dos pasos que nos echemos a los lados, en una calle sin aceras, y las hombreras de las chaquetas se nos enguachirnan mientras recibimos algún paraguazo bien merecido. Pero la coreografía se mantiene, orgullosa.

En la tarde nos deslumbra la Humildad con una estudiada conquista del centro histórico. El Señor, de morado, viene en la mejor de las compañías, esos sones que nuestros ediles encuentran molestos el resto del año, ese magnífico ruído por el que se tanto se briega, el bendito ruído, el mejor de los ruídos si me apuran, de las cornetas y tambores de la Esperanza. Con qué dulzura de ahijado cariñoso le echa el brazo San Juan Evangelista a la Merced: qué confortación hay en esos dedos posados, antagonista de aquellos otros de Judas a las espaldas del Capuchinero. Luego el tiempo se nos va en esa búsqueda insaciable de los lugares amables de nuestro Domingo de Ramos: el Dulce Nombre llegando a la Catedral, Salutación recordándonos sus orígenes por la puerta de San Juan -vaya retrato más chico del Señor lleva la Verónica...-, el Prendimiento por Ollerías con una guardia pretoriana de mantillas y el Huerto por Calderería. Es Domingo de Ramos, y somos culillos de mal asiento; adelantamos nazarenos por los costados y seguimos a la carrera persiguiendo enclaves: la Humildad en Echegaray, la Merced en la torcida curva de Granada -cada vez con más talento-, Salutación acunado bajo la torre de Santiago, y Prendimiento en la mítica subida de Dos Aceras, mucho más medida y con el agradable viaje a la niñez que me supone “Nuestro Padre Jesús”. Y a correr otra vez, que intuyo que este año la Salud nos conquistará de nuevo, desde Strachan hasta Cisneros. La Salud convertida en sol.





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