![]() |
La Virgen de los Dolores Coronada, en su traslado. Foto: Álvaro Simón Quero |
La siento como de mi barrio y eso que de Huelin a las Delicias hay un trecho suficiente; el sol pica, y al llegar lo primero que se hace es buscar la sombra imposible donde los ficus han sido convenientemente recortados para dejarle sitio al palio. Tienen mérito los que se han posicionado en mitad de la avenida, sobre la mediana, como Eduardo Nieto que se sostiene en equilibrio, tal que un poste, aguardando al encuadre perfecto. Me detengo a mirar los faroles de forja con cirios morados que cuelgan hermoseando la sencilla fachada del Ave María, mientras se me cuelan en los oídos conversaciones más o menos interesantes: La de ese niño que ha salido en la procesión del Divino Pastor y que llevaba más compostura que un adulto; o la que me pone en guardia sobre la llegada del primer edil: “Ya tiene el alcalde su oficio para toda la semana, va a sacar todos los tronos” -informa una señora a mi vera a propósito del Señor de los Martillos-. Estos nazarenos de turquesa oscuro, o verde mar, o azul pavo -no se ponen de acuerdo en llamarlo de un modo ortodoxo- ya están en la calle, con una compostura más que digna, cuando efectivamente suena ese primer toque de campana.
La salida de Mediadora me lleva a algún Viernes Santo en Antequera, viendo a la cofradía de abajo apontocada en el suelo, deslizándose sobre raíles; o a cualquier Lunes Santo en Los Mártires, salvando distancias. Impresionante el levantar del trono a una, desde el suelo, sin tribulaciones de esas que ocasionan un bamboleo desagradable y que arrancan pequeños quejidos de fingido pánico. En lo que dura una marcha y se planta la Virgen en la sombra ya se han armado las patas del trono. Se hace bonito el Viernes de Dolores en esa tarde de saludos cordiales y abrazos. Los amigos, los viejos y los nuevos, tejen improvisadas tertulias sobre la impronta de esta Hermandad y algunas quimeras cofrades para años venideros -alguien sueña a mi lado con un trono de plata para el Nazareno del Paso; otro alguien con la recuperación de las manos entrelazadas de la Señora de los Dolores de San Juan-. Incluso ponemos cara, nombre y apellidos a los cofrades con los que charlamos animadamente cada noche de cuaresma, en los cabildos intangibles de la red.
En la última vuelta a la cofradía, antes de ir al centro, me fijo en los claveles, que este año no se componen en piñas cónicas; en la candelería cedida por la Esperanza, cuyos cirios narran en sus sellos un hermoso discurso de Virtudes teologales y cardinales, además de una hilera de santos jóvenes que hace un guiño a la celebración madrileña de la Jornada Mundial de la Juventud. Antes de irme me hace mucha gracia cómo maniobran en la esquina de Manuel Altolaguirre con Pasan los Campanilleros. Se les adivina de impronta seria y parece que deban asumir un patrón; sin embargo también son de barrio, y qué barrio.
En San Juan sorprende el joyel de luz que es el trono de la Virgen de los Dolores dispuesto ya para el culto más antiguo documentado de Málaga, la función solemne de su septenario. “Ella es el Viernes de Dolores”, tuitea Navarro Arias desde un punto deslocalizado de la nave, lo que confirmo con una sonrisa interior. Algunos cofrades que se encuentran muy lejos agradecen que cuelgue una fotografía del momento. La música sacra nos llena y prepara para estos días, y se procede al traslado más bello de la ciudad, donde izando al Redentor se parafrasea la escena de la Exaltación que se encuentra a apenas un palmo.
Después nos apresuramos al Perchel, buscando en calle Peregrino la fachada con mayor riesgo de ruina para hacernos con una estampa añeja, dando la espalda a edificios de menos caché. Lo que debía ser un traslado deviene en procesión de patronazgo, al llegar la dolorosa de la Expiración enjoyada y dispuesta sobre ese altar itinerante que son sus andas, por malagueñas, alejándose en seguida de nosotros con su manto de escudos y medallones y recibiendo una petalada. La señora del balcón mas herrumbroso se cubre la cara como frenando su llanto; mientras tanto se acaba la lluvia de pétalos y cuatro o cinco manos agitan bolsas de plástico en el ático, para no escatimar, que se diría.
Tenemos diez minutos mal contados para llegar al Muro de las Catalinas. Encontramos el hueco perfecto justo cuando se inicia el cortejo. A algunos parece que les impreca nuestro silencio, y desde Carretería llega el vocerío de un bromista, el ruido de unas motos y algo más. Ese silencio que no ha habido tiempo de aprender, que improvisamos porque Salutación lo ha dispuesto de una manera sencilla. Que se rompe ocasionalmente con unos ladridos, y después con el llanto de un bebé. El Señor se asoma a la calle suavemente, y no hay otra marcha mejor compuesta para la salida que ese llanto, que aguanta hasta el final, el de un niño en brazos de su madre. Que me lleva al niño dormido del grupo escultórico, y a la sentencia de Jesús de Nazareth en el instante evangélico del misterio: “No lloréis por mí, llorad por vuestros hijos...”
.
Gracias por tus crónicas. Me está encantado tu blog. Esta Semana Santa me toca vivírla desde la distancia y gracias a ti voy a poder estar un poco más cerca de mi ciudad, de mis rincones favoritos y de los que extraño...hasta que el Viernes, bajo el ruán, volvamos a compartir la emoción de acompañar a nuestros titulares. Qué larga se me va a hacer la espera!
ResponderEliminar